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viernes, 30 de noviembre de 2018

Arcana Rubris de Ugo Nasi - Primeras páginas

“No eran muchos los que conocían el pasadizo secreto que partía de
La Verruca. Se murmuraba, se decía, alguno afirmaba que llegaba hasta Pisa, descendiendo por debajo del monte y recorriendo la llanura, hasta la Fortezza di Levante. Se encontraba cerca de un puente que se llamaba precisamente de la Fortezza.
Otros, en cambio, difundían el rumor de que el pasadizo unía La Verruca con la Roca de Caprona. Yo sabía que esto formaba parte de las leyendas que circulaban sobre La Verruca, pero dejaba que la plebe lo creyese, de esta manera mantendría en secreto el auténtico túnel.
Lo había hecho excavar, con mucha dificultad, por mis soldados para llegar sin ser molestado a Nicosia y se abría en el espeso bosque, arriba del convento, donde las rocas surgen en las laderas del monte: servía para que saliesen los mensajeros o para que entrasen en La Verruca eventuales refuerzos, y de esta manera no ser vistos por los enemigos que asediaban los muros. Los soldados que lo habían excavado, casi todos muertos, por enfermedad o por la guerra, o ya ancianos, para esconder el pasadizo del castillo habían apoyado en la entrada una gruesa roca rectangular.
Durante el largo tiempo que había estado allí como comandante había acumulado una auténtica fortuna y, para mantenerla escondida al resto de la tropa, la había enterrado en el fondo de la galería, en una de las grutas existentes.
Cuando las cosas empeoraron y comprendí que no se podía hacer nada contra el enemigo sólo pensé en poner a salvo la piel.
Junto con los pocos soldados que habían quedado con vida apartamos la roca que obstruía el pasadizo… y después, abajo, más abajo, lo más rápido posible. Por desgracia las tropas florentinas, mientras tanto, habían penetrado en la roca y, dándose cuenta de la galería, se habían puesto a seguirnos como lobos hambrientos. Agotados, pronto fuimos presa del enemigo, que nos alcanzó casi al final del pasadizo y nos traspasaron con las espadas.
Nadie, durante siglos, ha sabido de este tesoro.
Pero algunos años atrás, en Montemagno, se decía que alguien, que estaba deambulando entre las rocas que desde la Verruca descienden hasta Nicosia, había encontrado un tesoro y algunas armaduras.
Nunca se supo quién fue el afortunado, que incluso consiguió él mismo mantener escondido su secreto. ”

Texto extraído de la “Leyenda del tesoro del castillo de La Verruca.”
Convento de San Agustín en Nicosia (Pisa.)

Prólogo

Certaldo – Palacio  Pretorio – 6 de agosto de 2012

La joven francesa se mantuvo en precario equilibrio sobre la escalera de madera propiedad de la Sopraintendenza alle Belle Arti, apoyada en las tejas del techo de la galería. El mono blanco que vestía también era propiedad del organismo del Estado. Estaba a una considerable altura del suelo. Pero no tenía miedo. O mejor dicho, lo habría tenido si se hubiese encontrado allí por casualidad. En aquel momento, sin embargo, estaba demasiado concentrada en el trabajo para permitirse el lujo de sufrir vértigo. Por lo tanto no era el momento de tener un mareo por culpa de la altura. No era el momento adecuado.  Y además estaba sólidamente asegurada con un arnés a los andamios puestos a su disposición por la Facultad Universitaria de Siena para la consolidación y la restauración de aquellas reliquias alto medievales que se remontaban a mucho antes del año mil: el Palacio Pretorio de Certaldo.
A pesar de sus veinticinco años en aquel momento parecía una niña, o quizás una muchachita, que todavía se sorprende al jugar con muñecas. Mientras su lengua lamía el labio superior  blandía una pequeña espátula de fibra de vidrio, de color azul, concentrada en la operación que el profesor había reservado para ella: el refuerzo en las paredes, con yeso de fijación rápida de color sepia claro, de un azulejo que se encontraba allí desde hacía más de mil años, realizado a finales del siglo X.
El bajorrelieve, de sesenta centímetros por sesenta, contaba la vida de Benedetto V, en concreto su exilio a Hamburgo, y, después, el traslado de sus restos mortales, en el año 999, por orden del Emperador Otón III. Y a continuación dos emblemas heráldicos, probablemente del siglo XIV.
Cerca del bajorrelieve de travertino, un azulejo de las mismas dimensiones, deteriorado debido a los agentes atmosféricos en donde, sin embargo, todavía se percibían dos figuras: un hombre y una mujer en el acto de bendecir, o señalar algo, con una mano.
Al lado, más abajo, aparecían todavía, si bien pulidas por el tiempo, dos palabras, como si fuesen el título de una película o de una novela.
El profesor universitario que llevaba sobre la cabeza un ridículo Panamá para defenderse de los penetrantes rayos solares de esa hora, escuchó distraído, ya que estaba empeñado en transcribir en un registro del ateneo las actividades desarrolladas en el último día de trabajo.
Detrás de un viejo plátano, que refrescaba la antigua plaza cegada por aquel sol feroz, una figura retrocedió volviendo discretamente a la sombra.
La muchacha retomó las operaciones de acabado del objeto de travertino, una actividad que le apasionaba.
Atraída por la curiosidad acercó la cabeza con la espesa cabellera rubia recogida con un lazo azul entrecerrando los ojos, casi como queriendo explorar aquella grieta.
Sintió una tétrica sensación que no era compatible con aquel luminoso día.
Como si más allá de la pequeña cavidad, en la oscuridad, una presencia sobrenatural espiase cada uno de sus movimientos. Pero era imposible ver nada allí dentro.
Casi como si se tratase de un abismo inexplorado, o un pequeño “agujero negro” formado de antimateria que absorbiese toda la energía externa.
Desde detrás de la baldosa del bajorrelieve, en la más profunda oscuridad, la poca luz del sol que se filtraba desde fuera en aquella pequeña y sombría caverna, fue enturbiada casi por completo, como una especie de eclipse, por los iris azules de la joven, que ahora se movía rápidamente a no más cinco centímetros del agujero, escrutando el interior del minúsculo espacio desconocido.


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