“No eran muchos los que
conocían el pasadizo secreto que partía de La Verruca. Se murmuraba, se decía, alguno
afirmaba que llegaba hasta Pisa, descendiendo por debajo del monte y
recorriendo la llanura, hasta la
Fortezza di Levante. Se encontraba cerca de un puente que se
llamaba precisamente de la
Fortezza.
Otros, en cambio, difundían el rumor de que el pasadizo unía La Verruca con la Roca de Caprona. Yo sabía que
esto formaba parte de las leyendas que circulaban sobre La Verruca , pero dejaba que
la plebe lo creyese, de esta manera mantendría en secreto el auténtico túnel.
Lo había hecho excavar, con mucha dificultad, por mis soldados para llegar
sin ser molestado a Nicosia y se abría en el espeso bosque, arriba del
convento, donde las rocas surgen en las laderas del monte: servía para que
saliesen los mensajeros o para que entrasen en La Verruca eventuales
refuerzos, y de esta manera no ser vistos por los enemigos que asediaban los
muros. Los soldados que lo habían excavado, casi todos muertos, por enfermedad
o por la guerra, o ya ancianos, para esconder el pasadizo del castillo habían
apoyado en la entrada una gruesa roca rectangular.
Durante el largo tiempo que había estado allí como comandante había
acumulado una auténtica fortuna y, para mantenerla escondida al resto de la
tropa, la había enterrado en el fondo de la galería, en una de las grutas
existentes.
Cuando las cosas empeoraron y comprendí que no se podía hacer nada contra
el enemigo sólo pensé en poner a salvo la piel.
Junto con los pocos soldados que habían quedado con vida apartamos la roca
que obstruía el pasadizo… y después, abajo, más abajo, lo más rápido posible.
Por desgracia las tropas florentinas, mientras tanto, habían penetrado en la
roca y, dándose cuenta de la galería, se habían puesto a seguirnos como lobos
hambrientos. Agotados, pronto fuimos presa del enemigo, que nos alcanzó casi al
final del pasadizo y nos traspasaron con las espadas.
Nadie, durante siglos, ha sabido de este tesoro.
Pero algunos años atrás, en Montemagno, se decía que alguien, que estaba
deambulando entre las rocas que desde la Verruca descienden hasta Nicosia, había
encontrado un tesoro y algunas armaduras.
Nunca se supo quién fue el afortunado, que incluso consiguió él mismo
mantener escondido su secreto. ”
Texto extraído de la “Leyenda
del tesoro del castillo de La
Verruca.”
Convento de San Agustín en
Nicosia (Pisa.)
Prólogo
Certaldo – Palacio Pretorio – 6 de agosto de 2012
La
joven francesa se mantuvo en precario equilibrio sobre la escalera de madera
propiedad de la
Sopraintendenza alle Belle Arti,
apoyada en las tejas del techo de la galería. El mono blanco que vestía también
era propiedad del organismo del Estado. Estaba a una considerable altura del
suelo. Pero no tenía miedo. O mejor dicho, lo habría tenido si se hubiese
encontrado allí por casualidad. En aquel momento, sin embargo, estaba demasiado
concentrada en el trabajo para permitirse el lujo de sufrir vértigo. Por lo
tanto no era el momento de tener un mareo por culpa de la altura. No era el momento
adecuado. Y además estaba sólidamente
asegurada con un arnés a los andamios puestos a su disposición por la Facultad Universitaria
de Siena para la consolidación y la restauración de aquellas reliquias alto
medievales que se remontaban a mucho antes del año mil: el Palacio Pretorio de
Certaldo.
A
pesar de sus veinticinco años en aquel momento parecía una niña, o quizás una
muchachita, que todavía se sorprende al jugar con muñecas. Mientras su lengua
lamía el labio superior blandía una
pequeña espátula de fibra de vidrio, de color azul, concentrada en la operación
que el profesor había reservado para ella: el refuerzo en las paredes, con yeso
de fijación rápida de color sepia claro, de un azulejo que se encontraba allí
desde hacía más de mil años, realizado a finales del siglo X.
El
bajorrelieve, de sesenta centímetros por sesenta, contaba la vida de Benedetto
V,
en concreto su exilio a Hamburgo, y, después, el traslado de sus restos
mortales, en el año 999, por orden del Emperador Otón III. Y a continuación dos
emblemas heráldicos, probablemente del siglo XIV.
–¿Sigues ahí? Aquí hemos
acabado –le preguntó su compañero de estudios de doctorado de Arqueología
Medieval.
–Espera un momento que ya
bajo –respondió la muchacha en perfecto italiano, humedeciéndose el labio con
la punta de la lengua, herencia de una adolescencia no olvidada.
Cerca
del bajorrelieve de travertino,
un azulejo de las mismas dimensiones, deteriorado debido a los agentes
atmosféricos en donde, sin embargo, todavía se percibían dos figuras: un hombre
y una mujer en el acto de bendecir, o señalar algo, con una mano.
Al
lado, más abajo, aparecían todavía, si bien pulidas por el tiempo, dos
palabras, como si fuesen el título de una película o de una novela.
–¿Arcana Rubris? –se preguntó con curiosidad la joven–Profesor, aquí
hay una frase muy extraña. Arcana Rubris.
El
profesor universitario que llevaba sobre la cabeza un ridículo Panamá para
defenderse de los penetrantes rayos solares de esa hora, escuchó distraído, ya
que estaba empeñado en transcribir en un registro del ateneo las actividades
desarrolladas en el último día de trabajo.
–¿Arcana Rubris? No me dice nada –respondió encogiéndose de hombros.
–De todos modos, genial.
–Recordémoslo como un tema
de tesis para proponer a nuestros doctorandos –prosiguió sin aparente interés,
para concentrarse de nuevo en aquel maldito trabajo burocrático.
Detrás
de un viejo plátano, que refrescaba la antigua plaza cegada por aquel sol
feroz, una figura retrocedió volviendo discretamente a la sombra.
La
muchacha retomó las operaciones de acabado del objeto de travertino, una
actividad que le apasionaba.
–¡En verdad que las
intervenciones de restauración que han hecho en el Palacio Pretorio hace unos
treinta años se las podían haber ahorrado aquellos incompetentes! ¡Han hecho
más daño ellos que los diez siglos de vida de este palacio! Por ejemplo… mira
aquí. Sin nuestra restauración el azulejo se hubiera caído –dijo volviéndose al
otro doctorando que ya había bajado la escalera.
–Y aquí hay, incluso, un agujerito perfectamente concéntrico ¡Que
desgraciados!
Atraída
por la curiosidad acercó la cabeza con la espesa cabellera rubia recogida con
un lazo azul entrecerrando los ojos, casi como queriendo explorar aquella
grieta.
Sintió
una tétrica sensación que no era compatible con aquel luminoso día.
Como
si más allá de la pequeña cavidad, en la oscuridad, una presencia sobrenatural
espiase cada uno de sus movimientos. Pero era imposible ver nada allí dentro.
Casi
como si se tratase de un abismo inexplorado, o un pequeño “agujero negro”
formado de antimateria que absorbiese toda la energía externa.
Desde
detrás de la baldosa del bajorrelieve, en la más profunda oscuridad, la poca
luz del sol que se filtraba desde fuera en aquella pequeña y sombría caverna,
fue enturbiada casi por completo, como una especie de eclipse, por los iris
azules de la joven, que ahora se movía rápidamente a no más cinco centímetros
del agujero, escrutando el interior del minúsculo espacio desconocido.
–Profesor, me parece que he
visto moverse algo allí dentro –dijo retrocediendo repentinamente, como si
hubiese percibido un peligro.
–Olvídalo. Será una araña, o
una lagartija. No perdamos más el tiempo. Cierra ese agujerito con el yeso y
sal de ahí. La temporada de las restauraciones finaliza aquí…
–Como los fondos del
Ministerio.
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