Se
había despertado a las seis de la madrugada. Estaba tan nervioso que no había
conseguido volver a dormirse después de habérsele ocurrido la solución a sus
problemas, así, por pura casualidad, mientras estaba en la cocina comiendo un
trozo de crostata di mele.1
A veces este dulce le ayudaba a relajarse, otras personas lo conseguían tomando
una taza de té o un vaso de leche caliente. A él, la crostata di mele le hacía
el mismo efecto que una tisana. La comía despacio, deleitándose. En ese momento
su cerebro dejaba de pensar en el problema y su mente hacía borrón y cuenta
nueva y recomenzaba desde el principio. A veces funcionaba y a veces no. Pero
esta vez lo había hecho: el problema había dejado de existir.
Vivía
en un piso en vía Flaminia, cerca del mar; tenía casi doscientos metros
cuadrados, era lo que los ingleses llaman un loft, un espacio enorme con los
muebles precisos para vivir con comodidad, con estrechas alfombras de colores
que dividían el espacio en distintos ambientes. Al fondo, con una ventana que
iba desde el suelo al techo, estaba la cocina. Le gustaba cocinar, y comer,
pero no lo hacía a menudo porque debía trabajar como un loco en su laboratorio,
un edificio moderno no muy alejado del antiguo faro de Ancona, donde estaba la
vieja estación de telégrafos desde donde su antepasado, Guglielmo Marconi,
había conseguido llevar a cabo sus primeros experimentos con las señales de
radio, en el año 1904. Aquella histórica fecha quedaba muy lejos, la tecnología
había evolucionado muy rápidamente y, ahora, en el siglo XXI, era algo
cotidiano. La tecnología estaba por todas partes.
Siempre
había sido un loco de la tecnología, de los ordenadores y de la electricidad;
había comenzado a desmontar sus juguetes desde edad muy temprana, luego los
arreglaba. Siempre había sido así. Después se convirtió en ingeniero, aprendió
todo lo necesario para desarrollar sus ideas y desde hacía diez años trabajaba
por cuenta propia, poniendo en práctica sus proyectos que tenían como base los
ordenadores y el bienestar de los ciudadanos. Tenía un montón de patentes y
ahora estaba a punto de acabar un invento tan revolucionario que le haría ganar
no sólo un montón de dinero, incluso podría convertirse en un benefactor de la Humanidad. La verdad
es que le importaba un pimiento. A él, lo que en realidad le gustaba, era el
reto en sí: pensar que podía hacer algo y conseguirlo. No trabajaba solo, por
supuesto. Un proyecto tan ambicioso no habría sido posible sin la ayuda de su
equipo, un grupo de ingenieros de diversos campos, inteligentes y trabajadores,
a los que les gustaba formar parte de su empresa, donde nadie era subvalorado:
eran los mejores de toda Italia, hombres y mujeres de todas las edades con la
ambición y la experiencia necesarias para sacar adelante cualquier idea
revolucionaria pero factible. Todos eran fantásticos, todos eran
imprescindibles. El era el jefe del equipo, pero esto no significaba que no
trabajase duro. Él era el propietario, tenía el dinero, las ideas, había
construido el edificio donde trabajaban, había comprado la maquinaria, pero, al
mismo tiempo, era un trabajador de la empresa, uno de ellos. Los beneficios se
dividían a partes iguales: estaba el activo para invertir en tecnología y luego
los beneficios que se repartían entre todos.
Gianluca
encendió el ordenador que estaba al lado de la cocina, en la parte opuesta de
la ventana: tenía que hacer una cosa antes de salir. Todavía era muy temprano.
¿Podría desarrollar su idea antes de ir a trabajar?
El
piso donde vivía había sido reestructurado por él mismo. Todo lo que tenía
relación con la tecnología era obra suya: el suelo autolimpiable, las luces que
se encendían solas dependiendo de donde se encontrase en ese momento, los
estantes escondidos entre las paredes, los muebles transformables y provistos
con ruedas que se movían por medio de control remoto con la ayuda de leds
colocados en los laterales, las alfombras ignífugas que cambiaban de color dependiendo
de la luz que entraba por las ventanas. Y luego las mismas ventanas,
indeformables, los muebles de la cocina que no se ensuciaban jamás porque
habían sido fabricados con productos que rechazaban la suciedad, los tabiques
escondidos debajo del suelo del piso que aparecían o desaparecían con la ayuda
de un programa que controlaba por medio del ordenador o la tablet que utilizaba
todos los días. Todo esto y mucho más había sido producido por su imaginación y
por su trabajo de ingeniero. Esto no significaba que hubiese sido fácil
sacarlos adelante, al contrario, había trabajado como un loco durante un año, y
otro, y otro más. No tenía novia, ni siquiera una compañera sentimental. A
pesar de los consejos de su madre: “Hijo mío, no trabajes tanto, encuentra una
muchacha, tendrías que descansar, pasear, divertirte,” él sonreía y no decía
nada. Para él divertirse significaba inventar algo nuevo, su trabajo no sólo
era importante, era también su principal pasatiempo.
¡Conseguido!
Había resuelto el problema. Gianluca miró el reloj que estaba detrás del
ordenador, colgado de la pared. Ya era la hora.
El
ordenador hizo su sonido característico y después de unos segundos volvió el
silencio al apartamento. A continuación Gianluca cogió una mochila que siempre
llevaba con él y se fue.
Su
empresa, cercana a la antigua estación de radio, estaba bajo tierra. Un pequeño
edificio reestructurado era la entrada hacia las modernas instalaciones donde
él y sus compañeros desarrollaban sus ideas. No lo había hecho así por
secretismo sino porque no quería destruir el bellísimo paisaje de los
alrededores de la antigua estación de telégrafos. El edificio que estaba encima
de las instalaciones era una especie de museo tecnológico, con modelos (tanto en
madera como de metal) de sus inventos. Un ascensor, en el que se entraba sólo
por medio de una llave especial que poseía todo aquel que trabajase bajo
tierra, daba acceso a los otros pisos: también la llave había sido una
invención suya. Sólo él era capaz de hacer una copia. Nadie dudaba que fuese un
gran científico pero no alardeaba de ello. En el piso más próximo a la
superficie estaban las oficinas de administración y publicidad, en el piso de
abajo la planta donde se desarrollaban los proyectos, y en la planta más lejana
a la superficie estaban los prototipos. Era allí donde tendría que trabajar esa
mañana para resolver los problemas del humanoide. Consistía en un proyecto que
había comenzado a desarrollar de manera práctica a comienzos del mes de enero.
Desde el momento en que se le había ocurrido la idea había sido consciente de
la dificultad de ponerla en práctica, pero esto no le atemorizaba. El reto,
esto era lo más importante: aceptar el reto y trabajar para que se convirtiese
en realidad.
En
aquella habitación estaban amontonados todos los prototipos que había
construido en los últimos diez años. Por motivos de seguridad ninguno de ellos
funcionaba, a cada uno le faltaba algo, las piezas sustraídas estaban en un
lugar que sólo él conocía. En el centro de la habitación había un robot, tan
grande como un niño de diez años, sus compañeros estaban reunidos entorno a él:
Iva, Federico, Nino, Alessandra, Chiara y Fabrizio. Cada uno de ellos estaba
sentado delante de un ordenador intentando resolver el problema que desde había
tanto tiempo les estaba volviendo locos. Gianluca se sentó en su puesto, entre
Nino y Alexandra. Desde cada ordenador salía un cable que iba a parar a una
parte distinta del robot. Dio los buenos días y empezó a explicar la solución que,
sólo unas cuantas horas antes, había encontrado.
En
aquel momento siete cabezas se concentraron sobre las pantallas de los
ordenadores desarrollando lo que Gianluca, de manera impecable, había pensado.
Los meses siguientes serían muy duros pero ahora sabían perfectamente qué
deberían hacer y cómo hacerlo.
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