Aquella noche la luna estaba más luminosa que nunca y su luz
inundaba la ciudad insinuándose entre las anchas calles empedradas,
deslizándose sobre los puentes, zambulléndose en el río que discurría
plácidamente en su lecho, trepando por los muros de los edificios, por los
árboles de los bulevares y los jardines, irrumpiendo en los callejones más
oscuros, en las grietas de las viejas casas y los pozos, extendiéndose incluso
sobre la torre de metal y tornillos que con su altura parecía querer alcanzar y
tocar el cielo.
– ¡Eh, Daki, despiértate, es la hora! –graznó una voz aguda
y nasal.
Un pequeño búho redondo, con el plumaje oscuro a rayas rojas
y las plumas rígidas sobre la cabeza, miraba la viga donde estaba posado, y
colgado cabeza abajo, un joven murciélago dormido.
– ¡Venga, Daki, despiértate! –repitió.
Dado que no recibía una respuesta dio un pequeño golpe con
su pico curvo en una pata del murciélago que, al principio, comenzó a
balancearse, luego se levantó mientras caía con un pequeño ruido sordo al lado
del compañero y con los ojos todavía cerrados comenzó a bostezar y a emitir
gruñidos con la nariz.
– ¡Venga, Daki, que ya ha salido la luna!
– ¿Y qué? –preguntó el murciélago. –La noche es larga. Sabes
que necesito tiempo para espabilarme. Como ya te he explicado…
– Sí, sí, que mientras dormís vuestro cuerpo sufre una caída
de la temperatura que recuperáis al despertar –repitió con cierto aburrimiento.
–Pero el problema es que siempre te debo despertar. ¿Sabes que ya estoy
cansado?
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