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martes, 31 de marzo de 2020

El misterio de la Iglesia Maldita

Hacía apenas quince días que había acabado el semestre, nos habíamos despedido convencidos de no volver a vernos hasta el fin del verano. Y, de repente, hace dos días, recibo una carta de John-Henry, en la que me pide que lo visite urgentemente pues tiene que comunicarme algo muy importante, añadiendo, para picar aun más mi curiosidad, que de nuestro encuentro puede resultar un hecho que nos haga ganar dinero en abundancia, y terminaba dándome las instrucciones precisas para encontrarme con él.
¿Cómo negarme? Con John-Henry había pasado los mejores momentos de mi vida, era un ser original y divertido, con una gran imaginación y un estudiante excepcional. El tren comenzó a aminorar la velocidad, lo que me hizo abandonar mis reflexiones; abrí la ventanilla y vi que casi habíamos llegado. Creí vislumbrar a mi amigo, su alta y desgarbada figura, caminando impaciente por el andén. En cuanto el tren paró bajé presuroso a su encuentro.
 Me ayudó a trasladar el equipaje hasta su coche, en todo el tiempo que duró el viaje no cesó de hablar de lo bien que lo estaba pasando, de los últimos espectáculos a los que había asistido, y de su nueva afición: la criminología. John-Henry poseía una mente en extremo curiosa que le hacía mantenerse informado en los más insólitos campos del saber. Llevábamos diez minutos en el coche cuando nos paramos frente a una casa, en pleno centro de Londres, en una calle que, según pude leer, se llamaba Baker Street. Nos apeamos y John-Henry se dirigió decidido a la puerta, sacó una llave  del bolsillo derecho del pantalón y la abrió; vi una escalera, por ella subimos hasta unas habitaciones y entramos en la más grande. Aquello parecía un museo: muebles de la época victoriana, libros por todas partes, y un violín encima de una maciza mesa de caoba. Nos sentamos en dos cómodas butacas.
 -Bueno, ahora ¿querrás explicarme por qué hemos venido a aquí?
-Hará una semana mi padre me hizo entrega de un sobre, era un pequeño legado que me había dejado mi madre, que debía serme entregado al cumplir la mayoría de edad; no es bastante para vivir de sus rentas pero sí lo suficiente como para iniciarme en cualquier pequeño negocio. He estado pensando todos estos días qué hacer con él. En uno de mis paseos Vd. que esta casa estaba en venta, no era demasiado cara y la compré. ¿No la reconoces? Es la casa de Sherlock Holmes. He decidido montar mi propia agencia de investigación, quiero que participes en esto conmigo.
-¡Estás como una cabra!
-¡No!, intentémoslo, siempre podemos volvernos atrás en el caso de que fracasemos; pongamos un anuncio en el periódico y si en el plazo de… ¿veinte días, por ejemplo? No recibimos ningún encargo, olvidaremos esta excitante idea.
 La primera semana pasó sin novedad, dudaba que el anuncio atrajese a alguien, pero no dije nada puesto que mi amigo confiaba  en que todo saliese bien, deseaba que el mismo se percatase de lo absurdo de su idea. Hasta que un buen día, casi finalizado el plazo que nos habíamos asignado, llamaron a la puerta; John-Henry bajó a recibir al supuesto cliente. A los pocos minutos apareció acompañado de un joven estrafalario que vestía totalmente de negro.
 Se presentó como el señor William Alexander Higginsthon y había acudido a nosotros a fin de resolver un problema, a primera vista baladí, pero que le intrigaba hasta tal punto que, después de mucho meditarlo, había decidido investigar las causas de tan extraño suceso.
-¿Por qué no ha acudido a la policía?
-No me creerían; es un hecho tan absurdo e ilógico que me despacharían diciendo que soy víctima de una broma pesada.
 Hace apenas un mes que me trasladé a vivir con mis tíos  en su casa de campo, no es demasiado grande pero posee una biblioteca que me puede resultar de utilidad en mis estudios. Es tal mi concentración que las horas se me pasan volando consultando cientos de datos. A veces me he llegado a quedar dormido en la mesa de trabajo, entre un revoltijo de papeles. Hará unos diez días…-se paró de pronto, dudando tal vez de nuestra competencia o quizás escogiendo las palabras adecuadas a fin de interesarnos en su historia.
 Hará unos diez días-repitió-comenzaron a caerse los libros. Ocurría sobre todo las noches en que, rendido de cansancio, no queriendo molestar al resto de la casa,  pernoctaba en la biblioteca; tengo un sueño profundo pero no tanto que no me sobresalte el ruido de un pesado tratado de química al caer. Pensé en ratas o en algún animal que, introduciéndose por un agujero, ocasionase el destrozo. Una noche me quedé en vela con el propósito de averiguar quién era el causante del desaguisado, pero nada sucedió. Cada vez caían más.
-Es muy peculiar lo que está relatando. ¿Quiénes viven en la casa, además de sus tíos y usted?
-Mis dos primas y un muchacho alemán, hijo de un comerciante de Munich, que viene a perfeccionar su inglés.
-¿Sus tíos acostumbran a hospedar estudiantes esporádicamente?-preguntó John-Henry.
-Desde hace aproximadamente cinco años, Bernard, mi primo, viaja a Alemania por medio de una agencia de intercambio de estudiantes.
-Le ayudaremos, ¿verdad Thomas?-dijo haciéndome un guiño-¿de dónde es usted?
-De Edimburgo.
-Bien, -intervine-nos presentará como unos amigos de su ciudad natal a quienes se ha encontrado mientras observaba los escaparates de Picadilly, ¿tiene suficiente confianza con sus tíos como para imponerles nuestra presencia por un par de días?
-No habrá ningún problema,  estarán una temporada en Dover, en casa de unos amigos.
-En ese caso-dijo tendiéndole la mano-prepare al resto de los moradores para la visita que les haremos mañana al mediodía.
-Gracias por ayudarme. Aquí tienen mi dirección.
Tenía que reconocer que la historia se presentaba interesante aunque no era tan optimista como mi amigo con respecto a que todo aquello escondiese un hecho criminal, su imaginación siempre había sido demasiado viva. Al día siguiente salimos temprano, teníamos que trasladarnos hasta una población distante unos cien kilómetros de Londres, en dirección este. William Alexander nos esperaba en  la estación de Oldcastle; nuestro destino se encontraba cerca de allí, a tres kilómetros, en una casa de estilo eduardiano, con planta baja, un piso y buhardillas, que presentaba un frente de cuatro balcones.
 Nos presentó a sus primas, Yocasta y Marlene, y al huésped, Heinrich, que en esos momentos estaban almorzando. Después de tomar un ligero refrigerio nos trasladamos a la biblioteca con nuestro anfitrión. El único toque de modernidad de la estancia estaba representado por una enorme mesa de metacrilato en forma de U; un sillón-cama en un rincón, un sofá enfrente de la chimenea, y al lado de cada uno de ellos una mesita con una lámpara, componían el mobiliario de la habitación. Los libros cubrían las paredes desde el suelo al techo, tan sólo interrumpido su orden por un enorme cuadro que representaba la muerte de Héctor. La luz entraba a raudales por un gran ventanal, desde donde se divisaba el jardín. La cerradura no había sido forzada. Inspeccionamos uno por uno los cristales que componían la puerta, pero en ninguno de ellos pudimos observar la más leve manipulación. Deberíamos esperar a la noche. Salimos al jardín.
-¿Dónde nos podríamos esconder?-inquirí.
-El cuadro que vieron es un capricho de mi tía, los ojos de las figuras se pueden deslizar dejando al descubierto un orificio; una persona situada en el despacho de mi tío, contiguo a la biblioteca, puede mirar sin ser vista.
-Una última pregunta-dijo Jonh-Henry-la puerta ¿permanece abierta o cerrada mientras está en el interior de la biblioteca?
-Únicamente la cierro cuando no se utiliza, y la llave la tengo yo.
 Pasamos el día conociendo el pueblo, comenzaba a ponerse el sol cuando llegamos a la casa; la cena, de todo punto informal, se componía de platos preparados provenientes de una tienda especializada en ellos. El muchacho alemán había salido, (todas las noches lo hacía), a visitar unas ruinas que había visto a unos cinco kilómetros de Oldcastle y que pensaba pertenecían a una iglesia maldita del siglo XV. Estudiaba las inscripciones y dibujos grabados en la piedra, decía que la noche le inspiraba; bien, allá cada uno con sus manías, pensé. Las primas se retiraron a una habitación situada en la parte de atrás de la casa, en donde pasaban muchas horas tocando la trompeta y el saxofón, pues eran aficionadas al “jazz”.Subimos a nuestro cuarto. Al cabo de una hora oímos voces que se acercaban, eran Yocasta y Marlene que se dirigían a sus habitaciones en el fondo del pasillo. Esperamos todavía un buen rato antes de salir; bajamos cuidadosamente la escalera y empujamos la puerta del despacho, encontramos con facilidad el lugar indicado por William Alexander y nos dispusimos a vigilar la biblioteca.
 Apenas eran las doce, nuestro anfitrión se encontraba, al parecer, totalmente enfrascado en la lectura de un grueso volumen, de vez en cuando tomaba notas en una libreta; únicamente se oía el ruido de la pluma sobre el papel. Pasaron dos horas, al término de las cuales William Alexander comenzó a cabecear; entonces vimos cómo se levantaba y se dirigía hacia el sillón-cama, lo abrió, se desvistió, quedando en ropa interior, luego sacó una fina manta de uno de los laterales del mueble y la extendió sobre él. De un pequeño estante próximo cogió una botella de whisky, se sirvió un poco en un vaso largo con hielo, seleccionó un libro de la parte inferior y se tendió en la improvisada cama; estuvo bebiendo y leyendo por espacio de un cuarto de hora, hasta que se quedó dormido.
 En la casa no se escuchaba el más leve ruido, desesperábamos de que ocurriese algo. Llevábamos más de cuatro horas encerrados en aquel cuarto cuando escuchamos que alguien abría la puerta principal, los pasos se aproximaban, vimos cómo cedía la puerta de la biblioteca. Era Heinrich. Miró receloso la figura de William Alexander, durante unos minutos permaneció quieto cerca del hombre dormido. Sigilosamente se dirigió al extremo de la librería más cercano al ventanal, sacó unos cuantos libros, metió una mano en el bolsillo del pantalón y, apoyándose en la estantería, comenzó a escribir.
 Al rato sacó más libros y realizó idéntica operación; el dormido emitió un quejido, Heinrich pegó un respingo y, sin preocuparse de los libros, se deslizó hasta la puerta, la cerró y a continuación llamó con los nudillos a ella. William Alexander se despertó, abrió y se encontró con el alemán que se disculpaba por llegar tarde. Nos miramos asombrados, no entendíamos el comportamiento de Heinrich. Vimos cómo salían, y los oímos hablar al pasar al lado de nuestro escondite. Cuando lo creímos prudente salimos de él. En el pasillo superior Heinrich explicaba sus últimos descubrimientos acerca de la iglesia. No esperábamos por el momento ser molestados, así que intentamos abrir la puerta de la biblioteca sin resultado, había echado la llave. Regresamos al cuarto en que habíamos estado escondidos, pues aún se oían voces y no interesaba que Heinrich sospechara que había sido espiado. Nuevamente quedó la casa en silencio; eran las cinco de la madrugada cuando subimos a nuestra habitación, estábamos sumamente excitados por tan extraños sucesos y nos costó conciliar el sueño.
John-Henry apenas durmió, exultante de alegría me despertó a las diez, ya arreglado y vestido. Al cabo de un rato bajamos, en el comedor estaban todos desayunando; Marlene y Yocasta hablaban animadamente sobre los planes del día, el alemán estaba absorto escuchándolas:
-¿Les gustaría acompañarnos?-dijo Yocasta-hay lugares maravillosos por aquí que deben conocer.
-Me temo-respondió John-Henry-que no va a ser posible, Thomas ha recordado que hoy mismo debemos llevar a efecto una gestión en Londres y no la podemos retrasar. Sintiéndolo mucho debemos ausentarnos por un día o dos. Seguro que el señor Heinrich estará encantado de poder practicar su inglés con ustedes.
 El joven alemán se sobresaltó ligeramente, pero, no viendo una manera educada de escapar al compromiso que se le imponía, no tuvo más remedio que aceptar. Sus ojos, pequeños y grises, expresaban una gran contrariedad y resentimiento, pues debimos de trastocar todos sus planes. William Alexander tenía que ir a Londres, así que le acompañaríamos. Al poco las primas se levantaron y salieron, seguidas por Heinrich.
-¿Qué descubrieron?
Le narramos el extraño comportamiento de Heinrich, y quedó bastante sorprendido por la actitud de su huésped; nos dejó la llave de la biblioteca y se marchó. Nos metimos en ella, cerrando a continuación. Sacamos los libros de donde lo había hecho el alemán: había dos trozos de granito incrustados en la madera, formando parte del estante; en ellos había grabadas inscripciones en un idioma desconocido para mí, y que John-Henry identificó como griego clásico. Sacó del bolsillo de su camisa un lápiz así como dos láminas de fino papel vegetal y poniéndolas encima de las palabras sacó una copia de aquellos caracteres. Dejamos todo como estaba y salimos de la casa, siguiendo caminos vecinales llegamos a la famosa iglesia maldita, pues sospechábamos, con razón, que formaba parte del enigma.
 Era un pequeño edificio cuyo tejado estaba semiderruido, una inscripción en la parte superior del ábside central nos informaba que allí habían tenido lugar una serie de ritos siniestros  hacía más de cinco siglos. Empezamos a examinar minuciosamente la construcción. La única particularidad que descubrimos fue la siguiente: la iglesia tenía tres ábsides, en cada uno de ellos había un altar, el de en medio dos veces mayor que los laterales, tanto este como el de la derecha tenían una serie de palabras escritas en su parte superior, no así el de la izquierda que permanecía liso. Aquello no cuadraba, la simetría era consustancial a este tipo de construcciones. Observamos que mientras la mayoría de las piedras mostraban un parecido aspecto de antigüedad, no ocurría lo mismo con este altar, en el que la parte superior se notaba más clara que el resto.
 Hallamos otra particularidad: las inscripciones eran en realidad tapaderas de un osario. Alguien había trocado la tapa original por aquella otra totalmente lisa. Tenía que existir una relación entre la iglesia y la biblioteca…
-¡Claro! Fíjate, también es griego clásico, hagamos una comprobación-dijo John-Henry al tiempo que extraía las láminas de papel vegetal y las colocaba sobre el altar –encajan perfectamente.
 Ya sabíamos lo que estaba buscando Heinrich. Sacamos copia de todo y, dirigiéndonos al pueblo más cercano cogimos el tren hacia Londres, allí John-Henry pasó la mayor parte de la noche descifrando los textos; yo me había quedado dormido en uno de los sillones, así que me dio un buen susto cunado, jubiloso, gritó:
-¡Ya lo tengo Thomas! Es un ritual para convocar al demonio, pero aún hay otra cosa, acrósticamente nos muestra un mensaje. Estas letras son posteriores ya que son caracteres griegos ocultando un mensaje en inglés:
behind  the left  altar
-¿Quién puede haberlo escrito y qué significa?
-No lo sé, no he encontrado ningún dato de interés que pueda echar luz sobre este asunto. Regresemos, tenemos que averiguar qué está ocurriendo.
Momentos antes de subir al tren John-Henry hizo una llamada a Munich para confirmar la veracidad de la historia de Heinrich. No dijo una palabra en todo el trayecto, nos apeamos en la estación anterior a Oldcastle y campo traviesa llegamos a la iglesia. Nos dirigimos al altar de la izquierda como indicaba el mensaje y encontramos en la parte trasera una inscripción que, debido al paso del tiempo, se hallaba recubierta de una espesa  tela de araña. La limpiamos cuidadosamente, letra a letra. No bien habíamos acabado nuestra labor con el último signo cuando el altar giró sobre si mismo dejando al descubierto una escalera de piedra. Estábamos a punto de bajar por ella cuando oímos el ruido de unos pasos que se acercaban. No podíamos escondernos así que nos acurrucamos lo mejor posible detrás del altar. Sonaban cada vez más próximos, y de repente pararon.
-¿Qué hacen ustedes ahí?
-Lo mismo podríamos preguntarle nosotros-respondí, medio enfadado por haberme descubierto el alemán en una postura tan ridícula.
-¿Yo? ¡Estoy en mi derecho!-gritó Heinrich lívido de furor-sea lo que sea ha pertenecido siempre a mi familia. Esta es la historia: allá por el siglo IV un mercenario bárbaro del ejército del emperador romano Juliano cruzó el estrecho que separa la Galia del país de los bretones, dejó constancia en sus memorias de que había salvado algo muy valioso, perteneciente al Emperador, en un templo dedicado a Hermes que se encontraba situado al sur del país. Repito, el manuscrito ha pertenecido siempre a mi familia, durante siglos hemos intentado encontrar el tesoro escondido por mi antepasado, infructuosamente, hasta que a mediados de los años 70 el hermano mayor de mi padre, que estaba buscando un terreno por esta zona pues quería instalar aquí su residencia, creyó encontrar la ubicación exacta del antiguo templo de Hermes, y posiblemente el pasadizo, dado que ustedes han logrado descifrar el mensaje.
-Sí, y me extraña que usted no lo haya conseguido-replicó John-Henry.
-Mi tío, efectivamente, escribió una carta a mi padre, muy sucinta por cierto, en que tan sólo le desvelaba lo que acabo de relatarle. No tuvo tiempo para más, el avión en que viajaba de regreso a Munich se estrelló, no hubo supervivientes. Hace apenas un año que me han puesto al corriente de toda esta historia, y por fin tuve la oportunidad de viajar a Inglaterra.
-Sé que dice la verdad. Veamos ese tesoro. ¿Tiene una linterna? Enfoque la escalera.
 Heinrich hizo lo que se le pedía, y vimos que el pasadizo estaba excavado a poca profundidad, bajamos por ella. Caminamos durante unos diez minutos hasta que nos topamos con una pequeña sala, construida enteramente de granito; en una de las piedras se hallaba incrustada una calavera, en cuya frente alguien había grabado toscamente un águila sobre lo que parecía una media luna. Heinrich pegó un grito:
-¡El escudo de mi familia! Ese dibujo…estaba en las memorias.
-Imagino que será la puerta que nos desvelará el secreto. Por favor, introduzca tres dedos en los agujeros de la calavera-dijo John-Henry.
 Se oyó un ruido y una porción del muro se movió dejando al descubierto un bloque de piedra con el mismo motivo grabado en ella. Heinrich dio muestras de una gran decepción, no así John-Henry que se apresuró a decir:
-Nadie toma tantas precauciones si no considerase que hay algo muy importante por medio, fíjese que esta piedra no ha sido tocada en siglos, pues está recubierta de un tupido musgo; debe de haber un mecanismo que abra el último escondite.
 Heinrich examinó la piedra, la intentó girar, levantar de su sitio, sólo cuando posó su mano sobre el dibujo se movió, dejando ver una caja de plomo sellada con lacre. La sacó, y poniéndola en el suelo se dispuso a abrirla, al cabo de unos minutos finalizó la operación. El interior guardaba un cilindro de plomo que John-Henry identificó como un recipiente de los utilizados en la antigüedad para conservar los pergaminos; efectivamente, así era. John-Henry sacó los documentos cuidadosamente y estuvo examinándolos un buen rato, uno de ellos presentaba el mismo dibujo del águila.
-Ciertamente es un tesoro pero no como lo imaginábamos. El emperador Juliano era un adepto del culto de Eleusis, tenía prohibido revelar el contenido de los misterios a que eran sometidos todos los iniciados; pero Juliano era un hombre que muchas veces pensaba en términos futuros, y decidió escribir todo lo que sabía acerca de ellos, creía que las generaciones que estaban por venir debían conocerlos, tal vez con la vana esperanza de que algún día triunfase el culto de Eleusis sobre los demás. Este último comentario es mío, el resto lo cuenta ampliamente tu antepasado en el pergamino. El otro, con la firma del emperador, es una relación completa de todo lo que vio y aprendió el día que fue invitado a participar en los sagrados ritos. Tu antepasado te legó un gran tesoro: uno de los secretos mejor guardados de todos los siglos. Ahora todos los museos disputarán su posesión, podrás sacar un gran beneficio económico.
-No niego que esperaba alguno, pero resulta un orgullo para mí que el fundador de nuestra familia guardase con tanto celo el manuscrito de Juliano.
-Ya podemos irnos-dije-hemos de explicar a William Alexander lo ocurrido.
 Y así terminó felizmente nuestra primera aventura, pues este fue el comienzo de nuestra carrera de investigadores. William Alexander quedó sumamente agradecido por nuestra ayuda, aunque fuera en un asunto tan nimio, que se tradujo generosamente en dinero; Heinrich, por su parte, cedió a buen precio el manuscrito al Museo Británico, volviendo dos semanas después a su país.
                                  

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