Lo
siguió por un largo pasillo, giró un par de veces a la derecha, luego entró en
una habitación: una de las estufas que había visto en las fotografías, la
doble, la de matrimonio, estaba exquisitamente colocada en una de las paredes
del cuarto, justo enfrente del gran ventanal con vidrieras por donde se veía
caer la nieve; en la pared adyacente una gran cama con dosel, y a los pies de
ella un arcón de madera en el que había esculpidas unas palabras, que pensó
eran alemán antiguo, pero no pudo descifrarlas. El criado se acercó a la
estufa, dejó la carga en el suelo, abrió la portezuela del mueble y empezó a
echar combustible en él, se desplazó para ver qué era lo que... se oían ruidos
de cosas al caer o al ser colocadas pero el hombre no tenía nada en las manos,
sin embargo, cuando, con un mechero de yesca prendió fuego pudo ver cómo, fuera
lo que fuera, ardía; pero él sólo veía arder el aire.
De
repente se encontró fuera del castillo, otra vez en el bosque. No parecía el
mismo sitio, ni siquiera el mismo bosque, y a pesar de todo el castillo era
visible desde allí, poco a poco el edificio fue perdiendo consistencia hasta
que se convirtió en un leve jirón de niebla y desapareció de su vista. Se quedó
mirando fijamente el hueco donde hasta hacía poco se encontraba aquel edificio
tan singular y sus extraños e irreales personajes; de repente oscureció y una
tormenta de rayos de mil colores lo envolvió, giraban vertiginosamente a su
alrededor, se encontraba aterrado, sintiendo que le sería imposible salir al
exterior, donde el sol brillaba y cantaban los pájaros. Pero la oscuridad,
cortada mil veces por los relámpagos, lo mantenía prisionero, y los rayos
giraban cada vez más veloces, hasta diluirlo, de la misma manera que se había
evaporado el edificio, y convertirlo en un gas, en algo inaprensible que
flotaba y se movía a la vez que el aire. Quiso gritar, pensó en pedir socorro,
ni sabía a quién ni podía, pues no tenía corporeidad, se sentía en todos los
sitios a la vez... Por fin se despertó
sudando, aunque no con miedo. Hacía bastante que había aprendido a controlar
los sentimientos que le provocaban desde niño sus desasosegadas noches; no le
había quedado más remedio: el control o la locura, y aprendió a convivir con
ellos.
2. Esperando acontecimientos
Miró el
reloj, hacía apenas dos horas que se había metido en la cama, no podría volver
a conciliar el sueño si no bajaba a la cocina a comer algo o tomarse un zumo.
El más absoluto silencioso reinaba en la casa, iba alumbrando el camino con una
pequeña linterna de campaña, de vez en cuando el ruido apagado de un coche que
pasaba por la calle, parecía un viernes bastante silencioso; no podía dejar de
pensar en las estufas alemanas del profesor, lo tenían realmente fascinado,
estaba deseando verlo para que les contase todo lo relativo a ellas. Se preparó
un sándwich, el cual comió con hambre, y un par de vasos de zumo de melocotón y
uva, uno de sus preferidos, luego regresó a su habitación y se quedó
profundamente dormido, como un bebé, hasta la mañana siguiente.
El
día había transcurrido de lo más normal: desayuno, paseo por la playa, el
periódico, un par de tapas, alguna compra antes de ir a casa a comer. La tienda
sería inaugurada a las cinco y había invitado a unos pocos amigos a que se
tomasen un licor en ella antes de su apertura, tal vez, aunque fuese por
compromiso, comprarían algo y, si realmente les gustaba, seguro que se lo
contarían a sus conocidos; la verdad es que el dinero no le hacía demasiada
falta, lo de la tienda era, más que nada, por hacer algo durante el día y
porque le gustaba conocer gente, la clase de gente que entra en un
establecimiento de su tipo (no tenía muy claro cómo sería realmente su
clientela, puesto que se había hecho una imagen estereotipada de ella seguro que se llevaría alguna
sorpresa de tanto en tanto) A medida que pasaban los minutos y se acercaba la
hora de irse se fue poniendo más nervioso: ¿vendría Eduardo, tal como había
prometido? Esperaba que sí, las estufas lo tenían obsesionado y no se las
sacaría de la cabeza a menos que conociese toda la información relacionada con
ellas; su curiosidad era enorme, y su imaginación ya se había disparado
construyendo las más absurdas historias sobre su origen.
A las
tres de la tarde salió de casa cargado con una caja de copas de cristal tallado
y tres botellas de licor: de fresa, de café y de guindas; de caminó recogería,
en el bar de un amigo, un par de bandejas de pasteles de Hildita.[1] . El local, aunque
aparentemente pequeño desde el exterior, constaba, aparte de lo que era el
lugar de venta de objetos, de otras dos habitaciones: la primera, el despacho,
amueblado en un práctico estilo moderno y con un ordenador; y la segunda, a la
que se accedí por una puerta disimulada detrás del armario metálico, que podía
considerarse como su refugio, decorada con un estilo un poco pasado de moda
pero que iba mucho con su personalidad: un mueble cama que era a la vez una
librería, de madera oscura, en el que había dormido muchas veces de pequeño
cuando algún pariente, que sólo veía de vez en cuando, iba a pasar unos días en
su casa; en uno de sus arrebatos decoradores la madre quiso deshacerse de él,
lo que aprovechó para guardarlo en el sótano hasta que pudiera reciclarlo. En
aquel cuarto tenía pensado quedarse algunas noches cuando no le apeteciera
volver al hogar paterno o cuando tuviera que trabajar, pues sólo el pleno
aislamiento le motivaba. También tenía esta habitación un cómo sillón de cuero
rojo y una mesita con lámpara, había también un aparador de madera con las
puertas acristaladas y una pequeña nevera. Del aparador sacó un par de
bandejas, en una de ellas colocó las botellas de licor y en la otra ordenó una
de las bandejas de pasteles, guardando la otra para más tarde en el
frigorífico; sacó unos pequeños manteles de uno de los cajones del aparador y
colocó todo esto en una mesa auxiliar que tenía en el despacho. Aún faltaba una
media hora hasta que viniesen sus amigos, así que encendió el ordenador y se
puso a escribir en él; se le habían ocurrido un par de cosas para el diario y
no quería que se le olvidasen. Estuvo a punto de perder la noción del tiempo.
¡Caray, como corrían los minutos! Acabó de subir la plancha de acero. Al poco
rato llamó al timbre el primero de sus conocidos, y en un cuarto de hora todos
habían hecho su aparición: estaba Natalia, una antigua novia con la que se
llevaba bastante bien y que conocía a un montón de gente en el Club de Golf,
pues era Relaciones Públicas del mismo; Carlos Felipe, hermano de ella,
estudiante de arquitectura y socio del Círculo de Artesanos; Pedro, un primo de
su madre, que había venido a pasar unos días en la ciudad para arreglar unos
papeles a fin de conseguir una subvención del Ayuntamiento de A Coruña para
restaurar parte de un pazo de su propiedad y convertirlo en museo; Esperanza
Masieu, una amiga canaria, propietaria de un par de hoteles de lujo en el sur
de Gran Canaria, que de vez en cuando recorría la península buscando muebles o
pequeños detalles para decorar su negocio o su casa particular en Garafía, una
población al norte de la isla de La
Palma ; y también una media docena de amigos que conservaba de
cuando era estudiante de COU en los jesuitas, y que estaba seguro que le harían
propaganda entre sus familiares. Todos ellos curiosearon por la tienda y
bebieron de los licores y se mostraron agradablemente sorprendidos por algunos
de los objetos que exponía, comprando casi todos algún que otro pequeño
detalle, excepto Pedro que se llevó uno de los relojes de cuco más caros
porque, según decía, no tenía tiempo para viajar a Suiza para comprarse uno. El
primo de su madre era famoso por su comportamiento totalmente antieconómico y
excéntrico; todo lo que merecía la pena comprarse debía hacerse en su lugar de
origen, y así el año anterior había viajado a Turquía para adquirir una enorme
alfombra que le cubría todo su inmenso salón de 60 m2 .
Hasta se llevó a un intérprete para que regatease por él. En la familia lo
tenían por imposible, pero como tenía el suficiente dinero para costearse sus
caprichos nadie le decía nada.
A las
cinco y media ya no quedaba nadie en la tienda. Juan Alfonso quedó sólo y
pensativo, Eduardo no había aparecido, no pensaba que se hubiera olvidado de la
invitación, le resultaba extraño que no se hubiera dejado ver, sobre todo
después de haberle pedido tan perentoriamente que le ayudase, tal vez se
hubiera arrepentido de haberlo hecho, o quizás le había surgido algún asunto
que requería su inmediata atención. Estaba haciéndose todas estas reflexiones
mientras recogía todo lo que habían ensuciado en la pequeña recepción cuando
oyó el tintineo de las campanillas de la puerta, Eduardo acababa de entrar y
traía bajo el brazo la carpeta que había llevado la noche anterior al
restaurante.
-Llevo
un tiempo rondando la tienda, no me decidí a entrar antes pues vi que estaba
con sus amigos-le dijo mientras lo saludaba con un apretón de manos.
-Haberlo hecho, todos son
personas muy agradables-le replicó Juan Alfonso.
-No soy muy sociable, me
siento un poco incómodo con tanta gente a mi alrededor, y no suelo hablar con
personas que no conozco, como me ocurrió anoche con usted, si no hubiera sido
porque necesito su ayuda urgentemente...
-Pues claro-dijo Juan
Alfonso, que siempre se encontraba encantado de auxiliar a quien se lo
pidiese.-¿Quiere tomar algo? Tengo en el despacho unos licores excelentes.
-No gracias, he venido
para decirle que, como lo que tengo que contarle es necesario que lo haga con
tranquilidad y bastante extensamente, esperaré que cierre la tienda para
volver.
-Si quiere la cerramos
ahora mismo-dijo solícito y también bastante intrigado-como usted ha visto
todos mis amigos se han ido y no creo que vayan a volver.
-Puedo esperar, no es
necesario que haga eso por mí.
Juan
Alfonso tuvo que insistir y hasta contarle sus verdaderas motivaciones a
Eduardo para convencerlo que cerrar la tienda no le impediría ganarse su
sustento; así que echó el cierre y se metieron en el despacho, se acomodaron y
Eduardo desplegó ante él las fotos que ya había visto y empezó a narrarle una
historia bastante curiosa.
3. Las maravillas de Taühausser
La noche anterior le conté que, cuando me es posible, sobre todo
en vacaciones, suelo salir de Coruña y hacer turismo visitando museos en
diferentes ciudades; pues bien, hará cosa de año y medio que logré, por fin, ir
a Suiza, pues me había hablado maravillas del Museo Nacional de Zurcí, tanto en
el ámbito organizativo como por lo valioso de su colección y el exquisito gusto
con que los más diversos objetos están colocados. Siendo profesor de Historia
del Arte sabía que en ese lugar había cosas muy interesantes, tanto de la Edad Media como de
épocas posteriores, y era uno de mis grandes deseos visitar tal institución
artística; así que me fui para allí y, efectivamente, había sido como me había
contado. Lo pasé maravillosamente y una de las cosas que más me llamaba la
atención, y estaba ansioso por ver, eran un par de estufas de leña que algún
colega me había dicho existían en ese lugar, pero me quedé con las ganas ya que
el recinto en donde estaban expuestas se encontraba en obras y sólo pude
hacerme con un folleto y las fotos que puede ver.
Realmente me tenían maravillado, aquellos rojos y azules sobre el
blanco azulejo eran una pasada-pensaba Juan Alfonso-¿y la elaboración del
dibujo, de las volutas? Esa precisión germana que parece imposible. Me tenían
realmente embrujado; comprendía perfectamente el afán de Eduardo por
observarlas de cerca y la tremenda decepción que se llevó al no conseguir su
objetivo. Me había quedado tan absorto contemplándolas que apenas escuchaba al
pobre Eduardo.
“ ....
como comprenderá mi decepción fue mayúscula, me había costado mucho llegar
hasta allí y esas salas no volverían a abrirse hasta dentro de seis meses y,
aunque soltero todavía, no podía permitirme volver hasta dentro de un par de
años por lo menos. Además, no sólo estaba el interés artístico, ya de por sí
suficiente para mí, sino que yo antes había leído historias relacionadas con
dos estufas muy parecidas y quería comprobar la veracidad de las mismas; el
hombre que las había escrito me merecía la más completa confianza, y no era
nada amigo de fantasear por las buenas. No lo conocí personalmente, pues había
muerto hacía bastante tiempo cuando me hablaron de él, pero quien lo hizo sabía
cómo era y conocía muy bien su carácter. Era un antiguo novio de mi abuela, un
hombre muy serio, muy estudioso, muy formal y carente por completo de
imaginación. Es posible que usted esté impacientándose y preguntándose qué
rayos tiene que ver todo esto de la formalidad de un hombre con las estufas;
debo aclararlo bien porque lo que le voy a contar a continuación rebasa todo lo
que cualquiera en su sano juicio podría imaginar”.
Después de esta perorata, que parecía le había costado un gran
esfuerzo, pidió le sirviera una copa de licor, lo que hice con la mayor
prontitud; si la noche anterior ya me había intrigado con su solicitud de
ayuda, ahora ya me había puesto en ascuas con tanto preámbulo, pero no le
comenté nada al respecto, prefería que su pensamiento fluyese contándome la
historia a su manera; de cualquier forma, me interesaba tanto el contenido del
relato como la forma en que éste iba confeccionándose.
Eduardo bebió pausadamente la copa de licor, cuando acabó, viendo
que por mi parte existía el más vivo interés, prosiguió con su narración.
“Parece ser que este hombre que había cortejado a mi abuela había sido un destacado estudiante
de arte medieval y renacentista, y con el tiempo se convirtió en catedrático y
profesor especializado en dicha época: daba conferencias, escribía artículos,
libros, visitaba bibliotecas y museos, incluso a veces se pedía su opinión
sobre un determinado objeto; sobre todo le gustaba la cerámica y las técnicas del
vidriado, la cocción del barro, las pinturas, etc. Era famoso, pero sólo en su
estricto marco profesional, y poca gente que no estuviera en tan restringido
círculo conocía su fama de sabio. Por eso le sorprendió un poco que un buen día
llegase una carta de Alemania, con apenas unas iniciales por remite y con el
cierre lacrado. Estaba escrita en un papel de extraordinaria calidad, en un
español un poco formalista y rebuscado, pero la letra era muy clara y no tuvo
ningún problema para comprender su mensaje. En pocas palabras: se le pedía que
viajase a un pequeño pueblo, cerca de Baden-Baden, para que diese su opinión
sobre un par de estufas de cerámica; también se le invitaba a consultar la
biblioteca y a pasar todo el tiempo que fuera necesario viviendo en el castillo
mientras durasen sus investigaciones. Firmaba el escrito una tal baronesa
Taühausser. Aunque no la conocía personalmente no dudó ni un momento en ponerse
en marcha, pues sabía que la mansión de la noble dama era una preciosa
edificación del siglo XIII alemán, de hecho había quedado fascinado hace no
mucho tiempo por unos grabados en que aparecía el citado castillo. Mandó al
instante su respuesta aceptando la invitación y diciendo que se le esperase en
el transcurso de quince días: a finales del mes de marzo podría trasladarse
hasta allí. Después de arreglar sus asuntos, avituallarse para el viaje y dejar
a un sustituto encargado de sus clases, partió nervioso hacia Centroeuropa. La
carta no le decía nada de su futura anfitriona, así que no sabía si se
encontraría con una mujer joven o de edad avanzada.
Le encantó el viaje, y sobre todo la llegada al castillo: había
que introducirse en un bosque, andar por un sendero no demasiado ancho, para
luego encontrarse, de repente, con una pradera: a lo lejos el castillo y,
detrás de él, las montañas...”
Juan Alfonso pegó un respingo: ¡era su sueño!
“...pasó allí muy buenos momentos, la baronesa era una mujer
atractiva, con una fuerte personalidad, de unos cuarenta años; hasta hacía unas
semanas había vivido en París, había estudiado Arte y había recorrido Francia
admirando sus monumentos y escribiendo sus impresiones acerca de ellos, había
visitado también las naciones vecinas; en España había oído y leído mucho sobre
él y sus estudios; asimismo, en los círculos eruditos de Gran Bretaña e Italia
había escuchado sinceros elogios de su erudición. La curiosidad que había
sentido por el Arte de países que no eran el suyo despertó sus ganas de
estudiar su propia cultura e historia, así que después de diez años de ausencia
regresó al castillo que había pertenecido a su familia desde hacía cinco
siglos. ¡Imagínese que oportunidad tan maravillosa y lo bien que lo debió pasar
el profesor de Arte observando una construcción tan antigua y tan bien
conservada! ¡Y los tapices, pinturas, libros y muebles que contenía! Allí
estaban armonizados cinco siglos de mobiliario, un auténtico museo, pero un
museo en que se podía respirar la vida cotidiana. Me puede el apasionamiento
por el tema y me parece que me estoy extendiendo demasiado en preámbulos...”
[1] Pastelería de Coruña, famosa por la fabricación de pasteles
diminutos: piononos, cañas de crema, moscovitas, etc.
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