Ariel era un joven de treinta y tres años, alto, de poco más de 1,89, bien formado, con la piel morena y el cabello negro, de ojos grises,
un poco miope y demasiado presumido para ponerse gafas, que a veces
metía la pata cuando saludaba a alguien por la calle al confundir a
una persona con algunos de sus amigos o amigas. Sólo llevaba las
gafas por la calle cuando estaba fotografiando alguna cosa, porque de
otra manera no podía calcular bien la distancia y no distinguía con
precisión el círculo del objetivo de su cámara réflex, de manera
que la imagen que veía parecía que estaba partida por la mitad si
no estaba bien enfocado el objeto que deseaba fotografiar. En cuanto
hacía la foto, quitaba las gafas. Hacía mucho tiempo había tenido
unas lentes de contacto pero no se apañaba con ellas, sobre todo en
verano cuando iba a la playa, no iba a bañarse con ellas puestas,
así que no se las ponía. Y al salir de la playa tampoco, porque eso
significaba que tenía que llevar las lentes de contacto, el líquido
para limpiarlas y el coso donde las guardaba. Un lío.
Ariel,
después de quedar un momento pensativo delante de la puerta de
acceso al Jardín de San Carlos, mientras intentaba ordenar sus ideas
sobre cuándo podría volver por allí, cogió la calle que bordeaba
el dichoso jardín y se dirigió hacia la Iglesia de los Dominicos.
Siempre le había asombrado su torre y también el jardín que había
cerca del convento. Pero lo que más le gustaba de esa parte de la
Ciudad Vieja era la Plaza de las Bárbaras. Aquel rincón era mágico
y tenía una luz por la noche muy especial. Allí descansaría un
momento a los pies del crucero que había en el centro de la plaza y
quedaría durante un buen rato mirando la entrada del convento
construido, creía, en el siglo diecisiete. Puede que fuese más
antiguo. En esa plaza, cuando era la época de la Feria Medieval que
se celebraba todos los veranos, hacían demostraciones de tiro con
arco y otros oficios ya olvidados. Hoy, domingo, la plaza estaba
extrañamente solitaria, no había nadie en ella, solo él. Ariel se
levantó, sacó el trípode de su funda y lo colocó justo delante
del crucero, enganchó la cámara y cambió de objetivo, poniendo, en
vez del de 50 milímetros, un teleobjetivo. Sacó las gafas de la
mochila que siempre llevaba a la espalda, miró por el visor, graduó
la altura del trípode, y volvió a mirar. Hizo la misma operación
un par de veces más hasta que quedó satisfecho. Entonces tiró la
foto. Después miró a su alrededor buscando otra foto. Ariel
encuadraba automáticamente, es decir, cuando salía con la cámara
no veía edificios ni coches ni árboles ni paisajes: veía fotos. Y
para él una foto podía ser un edificio entero o una piedra con una
forma extraña o estrafalaria, también la hoja de un árbol o el
llamador de una puerta, hasta una tela de araña era una foto. Ya
sabía cómo iba a quedar la foto antes de hacerla. Unas veces
acertaba y otras no y tenía que hacerla de nuevo. En ese momento no
se le ocurría nada. No importaba, la plaza no se iba a marchar y,
desde luego, no iba a desaparecer como tantas otras cosas que sí lo
hicieron debido a la codicia de los promotores inmobiliarios. Como
aquellas hermosas fuentes que había en la Plaza de Galicia, enfrente
del Palacio de Justicia, que las sacaron para hacer el aparcamiento
subterráneo y no se volvió a saber nada de ellas. Él tenía esas
fuentes en una foto. Le dio la impresión de que no iban a durar y
les tiró una foto. Había tenido razón. Seguro que llevan años en
algún chalé o pazo perteneciente a cualquiera de las personas que
tuvieron la genial idea de destruir aquella plaza para construir un
aparcamiento.
Fue
hasta el fondo y se metió por un callejón estrecho, donde estaba la
casa de María Pita. Iba mirando hacia arriba, despreocupado,
intentando adivinar si valía la pena hacer una foto a cualquiera de
las casas. De vez en cuando miraba hacia el suelo, hecho con grandes
piedras, intentando no pisar cualquier cosa indebida como un trozo de
cristal o cosas aún peores y, de repente, un brillo un metro más
allá de donde se encontraba llamó su atención. Cogió la cámara y
se puso a caminar hacia el brillo intentando enfocar el objeto que lo
producía y se quedó alucinado cuando descubrió que era una moneda
o algo parecido. Ariel se agachó para observarla mejor y se dio
cuenta que estaba rota en tres pedazos. La cogió. Volvió a la plaza
de las Bárbaras y se sentó de nuevo en el crucero; luego sacó una
hoja de un pequeño cuaderno que llevaba siempre encima para apuntar
el nombre de las fotos y sus características técnicas, lo apoyó en
uno de los escalones del crucero y encima de él los pedazos de
aquello que parecía una moneda o una medalla. Quedó de una pieza
cuando se dio cuenta de lo que estaba viendo era la cara
archiconocida del que fuera el primer presidente de los Estados
Unidos de América: George Washington. Era una moneda y brillaba
tanto que parecía que había sido acuñada recientemente. Lo que más
asombraba a Ariel era la fecha que aparecía en la moneda: 1776.
Creía recordar que ese fue el año de la Declaración de
Independencia. Puede que fuese una moneda conmemorativa. Puede que
fuese auténtica. ¿Por qué estaría partida en tres pedazos? ¿Quién
sería el dueño? ¿Era realmente de plata? ¿Cómo había ido a
parar a aquel callejón? No sabía casi nada sobre la época de la
Independencia de Estados Unidos, lo que sabía la mayoría de la
gente: que la Declaración de Independencia fue el 4 de julio de 1776
y que hubo algo referente a unos americanos disfrazados de indios que
tiraron al mar el té que traía un barco. Poco más.
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