El hombre descendió del autobús 19 en la plaza
Bracci, en San Lazzaro di Savena, llegó hasta el quiosco, compró un ejemplar de
Il Resto del Carlno y comenzó a
hojear las páginas.
Se sentó en uno de los bancos que había en los
laterales de la plaza para leer el periódico y no encontró ninguna noticia
interesante: las primeras páginas estaban se ocupaban de los sucesos mientras
que en el interior estaban aquellas dedicadas a la economía, además de las
páginas locales con noticias relativas a la comarca boloñesa, a la ciudad y a
toda la provincia.
Echó una ojeada incluso a los anuncios
publicitarios sin encontrar ninguno interesante.
Dobló el periódico y, mientras lo mantenía debajo
del brazo, se dirigió, desplazándose por la vía Emilia, en dirección a Ímola.
Llegó a la entrada del banco en el cruce con la vía
Jussi, unos cientos de metros más adelante, empujó la pesada puerta principal
de metal, después la segunda, y entró.
A aquella hora de la mañana había muy pocos
clientes y a los pocos minutos de llegar consiguió presentarse en la primera
ventanilla que quedó libre de las tres que estaban abiertas en ese momento.
“Buenos días”, lo saludó la empleada, “¿en qué
puedo ayudarle?”
“Querría hablar con el director, si no está
ocupado.”
“Como desee. ¿Tiene algún problema?” preguntó la
mujer de la que emanaba un perfume afrutado tan fuerte que resultaba
nauseabundo.
“No, no se preocupe. Pensaba solamente en la mejor
manera de invertir y querría hablar con él, o con ella en el caso de que sea
una mujer, para poder tomar una decisión.”
“Para estas cosas tiene a su disposición nuestros
asesores financieros. Creo que usted podría hablar tranquilamente con uno de
ellos: son todas personas muy capaces. A menos que usted desee expresamente
intercambiar unas palabras con el director o tenga motivos muy particulares
para hacerlo” explicó la mujer.
“Quiero hablar expresamente con el director.”
1
Aquel día, Davide Pagliarini volvía del gimnasio donde pasaba una o dos horas
todas las tardes de la semana, excluido el fin de semana.
Vivía solo, en un edificio de apartamentos de vía
Venecia en San Lazzaro de Savena.
Había tomado aquella decisión después de un año de
noviazgo y de convivencia con su compañera. De común acuerdo habían dicho basta, no habrían podido vivir juntos
para siempre porque, contrariamente a lo que habían pensado al comienzo,
parecía que no estaban hechos el uno para el otro.
Ritmos de vida y puntos de vista demasiado
diferentes con respecto a como se desenvolvía la jornada y el uso de los
recursos monetarios.
Finalmente habían acertado al separarse y que cada
uno recorriese su propio camino.
Llegó delante del portalón del edificio, subió las
escaleras y entró en casa.
Su apartamento estaba en el primer piso de un
edificio no demasiado alto e inmerso en medio del verdor de un jardín privado
con plantas y árboles de distintas especies y un seto que delimitaba la
propiedad.
Tenía al menos tres ventajas: la sombra que
producían los árboles, que significaba un refugio a las altas temperaturas del
verano, un toque de señorío al edificio y el hecho de que difícilmente una
construcción con jardín en su interior atraía a los encargados de la
distribución de publicidad.
Apoyada en el suelo estaba la bolsa de deportes que
usaba en el gimnasio y que contenía, por lo general, una muda de ropa y todo lo
necesario para la ducha, la abrió, y la preparó para el día siguiente, después
decidió leer un poco.
Le gustaban las novelas de aventuras de autores
como Clive Cussler, aunque hasta hacía unos meses había incluso leído thriller y, en general,
historias repletas de suspense pero, después del accidente de tráfico en el que
se había visto envuelto, había decidido que estas las dejaría apartadas de
manera indefinida.
Había sido culpa suya, esto era innegable, y no
podía perdonárselo: aquel acontecimiento,
seguramente, había dejado una impronta en su cerebro.
Intentaba por todos los medios no pensar en ello, y
a menudo lo conseguía pero, cuando menos se lo esperaba, volvía a atenazarlo
aquel recuerdo.
Si tan sólo no hubiese tomado aquella pastilla…
Le había atraído la novedad. Le habían dicho “Verás
cómo te sentirás. Te hará llegar hasta las estrellas. Pruébala: te la puedo
dejar con descuento.”
Así que la había probado, diciéndose, sin embargo,
que no lo volvería a hacer jamás. Era sólo por curiosidad, por comprender qué
se sentía con aquellas cosas.
Recién salido de la discoteca, donde iba de vez en
cuando para pasar un sábado distinto del habitual y con la esperanza de
encontrar quizás personas nuevas, que habrían podido convertirse en amigos, o
incluso una posible alma gemela, si bien sabía que sería necesario demasiado
tiempo para instaurar una relación de ese tipo, había montado en su coche y se
había preparado para regresar a casa.
Desde de la ingesta de aquella pastilla efervescente
(bebe algo, le habían aconsejado) había transcurrido al menos una hora y,
cuando Davide estaba sobre la carretera de circunvalación de Bolonia en
dirección hacia casa, comenzó a entusiasmarse, a sentirse eufórico. Pisó a
fondo el pedal del acelerador porque sentía la necesidad de descargar todo el
entusiasmo de alguna manera y el resultado fue el esperado, pero no había
considerado la posibilidad de imprevistos debido a una excesiva velocidad.
Se dio cuenta demasiado tarde del muchachito que
estaba atravesando la carretera, sobre el paso de cebra, y le dio de pleno
sobre el costado izquierdo tirándolo al suelo y llevándoselo por delante
durante un centenar de metros.
No se había dado cuenta que estaban presentes sus
padres y había huido sin pararse, con el cuerpo a tope de adrenalina.
Cada vez que recordaba aquel episodio, Davide
Pagliarini cerraba los ojos con la esperanza de expulsar aquellos recuerdos
insoportables y a menudo lo conseguía, pero no siempre.
Cuando se dio cuenta que era casi la hora de la
cena, cerró la novela que estaba leyendo en ese momento, volviéndola a poner
sobre la mesita del salón, y se preparó un plato de pasta.
La noche transcurrió tranquilamente y antes de la
medianoche estaba ya durmiendo.
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