Le haría caso a su amiga Claudia. Pediría ayuda profesional. Estaba más
que harta de las infidelidades de Carlos. Le habían hablado mucho de ella y de
lo bien que había resuelto siempre hasta las situaciones más complicadas. Nunca
había creído en esas cosas pero le parecía que ya era hora de probar otros
métodos distintos a los tradicionales. Ni las visitas a los psicólogos, ni las
más extrañas asociaciones de ayuda a las relaciones de pareja habían ayudado.
Carlos seguía engañándola con otras y otros. Era realmente desesperante porque,
a pesar de todo, ella lo quería. Pero ya no podía soportarlo más.
Él, para colmo, le contaba todo y siempre, siempre sin excepción, le
pedía perdón y juraba y perjuraba que nunca más lo volvería a hacer. Tanto le
daba el físico de la persona con la que la engañaba. Hubo un tiempo en que era
ella quien elegía los secretarios y secretarias de Carlos. Era inútil. Aunque
fueran más feos que Picio, Carlos terminaba liándose con sus empleados o
empleadas.
Ella no dudaba de su amor. Se lo había demostrado con creces durante
todos estos años, pero Carlos era polígamo por naturaleza y no podía evitar
tener relaciones sexuales con otras personas, fuese cual fuese su físico o su
nivel económico o intelectual. Tanto le daba. Ya había desistido de intentar
controlarlo. ¡Pero le habían hablado tan bien de ella…! Si esto fallaba tendría
que pensar seriamente en separarse de Carlos, a pesar de lo mucho que lo amaba.
Se acomodó en el sofá del salón de su preciosa casa de Bergondo, una
población cercana a Coruña, cogió el teléfono y marcó el número que le había
facilitado su amiga Claudia. Mientras lo hacía dudó por un momento si realmente
contar a una extraña su problema. Claudia había insistido en que era la única
persona que podría ayudarla si realmente quería curar a Carlos de su obsesión.
Estaba a punto de colgar el teléfono arrepentida de querer contratar los
servicios de una bruja cuando, una hermosa voz femenina, respondió al otro lado
de la línea:
-¿Diga?
Esmeralda resolverá cualquier problema que tenga. Espere unos segundos, estoy
atendiendo otra llamada; en breve, será atendida.
Odiaba los contestadores. A veces, como en esta ocasión, estaban tan bien
construidos los mensajes que antes de que te dieses cuenta estabas contándole
tus problemas a una máquina. Al contrario de lo que solía ocurrir en este tipo
de situaciones, la música de espera era tan hermosa que no sentía tentaciones
de cortar la comunicación sino de esperar indefinidamente deseando que aquella
bella melodía no acabase jamás. Evidentemente, bruja o no bruja, aquella mujer
sabía tratar a la gente si era capaz de conseguir tenerte colgada al teléfono
esperando pacientemente a ser escuchada.
Mientras aguardaba intentó ordenar sus ideas. ¿Qué iba a decirle a la
mujer? ¿Cómo abordar el tema? Le daba tanta vergüenza. Siempre le había costado
mucho expresar sus sentimientos. Le habían dicho que era mucho más sencillo
hacerlo cuando te abrías ante un extraño, como cuando te confesabas con un
cura. Pero ella nunca lo había hecho; sus padres eran ateos y nunca se les pasó
por la cabeza bautizarla y, mucho menos, llevarla a misa ni nada semejante.
Esto había sido un enorme problema cuando ella era niña pues, al contrario que
sus progenitores, los padres de ambos, eran católicos fervientes y nunca
aceptaron esa decisión. Ella, aunque víctima ocasional de alguna que otra
pequeña depresión, nunca había pedido ayuda para aliviar sus problemas
emocionales o existenciales. Siempre había logrado salir a flote gracias a su
fuerza de voluntad. A pesar de que había intentado buscar remedio a los
problemas de relación con Carlos nunca había conseguido nada positivo. No había
manera de solventar el problema por sus propios medios. Estaba desesperada. Si
Esmeralda no podía encontrar la solución a las infidelidades de Carlos dudaba
que otra persona lo consiguiese.
Claudia le había repetido una y otra vez que ella sabría cómo resolver su
problema, que era infalible pues muchas amigas suyas habían conseguido cambiar
totalmente la manera de actuar de sus compañeros, novios y maridos con su
ayuda. Nunca. Nunca había fracasado.
Mariana dudaba de la existencia de nadie tan perfecto. Seguro que Claudia
no le estaba diciendo toda la verdad. Pero necesitaba creer en la infalibilidad
de Esmeralda.
La música cesó de repente y la misma voz de antes se escuchó al otro
lado:
-Buenos días.
Habla con Esmeralda. Perdone la espera. ¿Cuál es su problema?
-Mi marido me es
infiel –respondió Mariana sorprendida por lo fácil que le había resultado
expresar sus sentimientos.
-Si lo que desea
es venganza, no podré hacer nada. Si lo que realmente quiere es que le ayude a
cambiar los sentimientos de él hacia usted, tampoco podré hacer nada. Si lo que
espera es que cambie de actitud con respecto a las personas con la que la
engaña, podré entonces echarle una mano. Pero, en cualquier caso, tiene que
existir un sentimiento positivo de su hombre hacia usted, de lo contrario no
hay nada que hacer.
-Sé que él me
ama, lo que no puede evitar es liarse con todo bicho viviente, sea guapo o feo,
hombre o mujer. ¿Qué puedo hacer?
-¿Podría venir a
mi consulta mañana por la tarde a la caída del sol? –respondió con su voz
melodiosa Esmeralda.
-No creo que
haya ningún problema. Lo que desearía saber es cuánto me van a costar sus servicios.
-Esta clase de
servicios son gratuitos.
-¿En serio?
-Si usted,
agradecida, quiere hacerme algún regalo no lo voy a impedir, pero no tiene la
obligación de hacerlo. Nunca acepto dinero. No es necesario.
-Perfecto.
¿Dónde tiene la consulta?
Esmeralda me dio la dirección. Conocía el sitio: una pequeña y bonita
casa en la calle de la Merced. La
única casa unifamiliar que resistía a la creciente urbanización de la zona.
No tuve que convencer a Carlos de ir a visitarla. Él deseaba tanto como
yo arreglar esta situación incómoda que duraba desde casi recién casados. A él
le pareció bien que yo hubiera tomado la iniciativa. Haría todo lo posible para
que todo saliese bien. Lo malo de todo esto es que Carlos era guapísimo y que
rara vez se le resistía nadie si él lo abordaba para conseguir tener relaciones
sexuales con esa persona. ¿Y si Esmeralda no era inmune al tremendo atractivo
de Carlos? ¿Y si acababa liado con la supuesta bruja? Mariana esperaba que esto
no ocurriese. Claudia le había asegurado que Esmeralda nunca se había
relacionado, más allá de lo estrictamente profesional, con ninguno de sus
clientes. Mariana deseaba que esto fuese cierto. Sólo faltaría que Carlos
enamorase a la bruja para decidirla, definitivamente, a abandonarlo.
Llegaron a casa de Esmeralda poco antes de que definitivamente se hiciese
de noche. Cruzaron la pequeña verja y subieron los tres escalones que los
separaban de la puerta de entrada de la casa. No había ningún timbre a la vista
pero sí un pequeño llamador de bronce con forma de mano sosteniendo una pequeña
bola que, por lo que pudo vislumbrar Mariana, tenía grabada someramente un
esquemático mapamundi. Aunque débil, el sonido del llamador debió de surtir
efecto pues casi antes de que se extinguiese su eco una mujer alta, con una
silueta que quitaba el aliento, una larga y espesa cabellera negra, de ojos
verdes y rasgados como los de algunos gatos, vistiendo un ceñido mono negro de
tela vaquera, les abrió. Enseguida Mariana se dio cuenta de lo que pasaba por
la mente de Carlos pero, al contrario de lo que había observado otras veces,
Esmeralda no pareció darse cuenta de nada. O quizás realmente era inmune al
evidente atractivo de su marido. Esto que observara le dio pié a sentir cierta
esperanza con respecto a su curación.
-Bienvenidos a
mi casa. Pasen –dijo Esmeralda retirándose a un lado y haciendo un gesto
invitándoles a franquear el umbral.
Carlos estaba como atontado por la visión de la bruja. Mariana también
había quedado impresionada. Nunca había conocido a nadie como ella. Emanaba una
tranquilidad y una confianza en si misma que nunca había notado en ninguna de
las personas que conocía ni había conocido nunca. Tal vez ella realmente
pudiera ayudarles.
La casa era enorme, decorada de forma moderna pero con muy buen gusto. Tenía
todas las comodidades inimaginables. Si Mariana esperaba encontrar un ambiente
oscuro, lleno de símbolos esotéricos, con gatos por todas partes, desorden,
telarañas y demás tópicos se llevó una grata sorpresa al constatar la extrema
limpieza y orden que reinaban en la morada de Esmeralda. Nada de gatos, pero sí
una media docena de perros, cada uno en su caseta, en el jardín que la bruja
poseía en la parte trasera de la casa, y al que se accedía desde una puerta
acristalada que había en la cocina. Todos estaban muy bien cuidados y parecían
muy amistosos y dóciles. Adoraban a Esmeralda,
a la que seguían fielmente mientras nos mostraba el hermoso y cuidado
jardín que poseía, y seguían con la mirada los movimientos de la bruja. Ninguno
de raza pura, cada uno con un tamaño y carácter distinto, pero todos,
absolutamente todos, pendientes de sus
menores gestos y, evidentemente, fascinados por la melodiosa voz que de vez en
cuando les dedicaba un halago o les daba una orden. Nunca habíamos visto
animales tan bien educados, cariñosos y fieles como aquellos perros.
Luego Esmeralda nos llevó hasta su despacho, en la planta alta de la
casa. La estancia estaba decorada de forma bien distinta al resto del edificio:
una mesa grande y circular ocupaba el centro de la habitación, cubierta por un
tapete de terciopelo rojo bordeado por infinidad de flecos de color morado;
todas las paredes estaban cubiertas de estanterías donde se almacenaban los más
diversos y dispares objetos, desde las típicas lechuzas que se podían ver en
todas las consultas de adivinos, videntes y similares, hasta libros de
esoterismo, conjuros y demás temas afines, pasando por pequeñas muestras de
cerámica provenientes, pensaba, de los más variados países y culturas. Una
araña de siete brazos, imitando los antiguos candelabros medievales, se cernía
sobre el mismo centro de la mesa. En la única pared libre de estanterías había
una alacena con frascos de cristal tallado y de cerámica, cada uno con su
inscripción en letras que yo, por alguna razón que ignoro, pensé que eran de
tipo gótico. Por lo menos la apariencia de los recipientes era bastante
parecida a los que había visto una vez cuando visité la Farmacia del Palacio Real
de Madrid. No pude discernir si eran auténticos o unas buenas imitaciones, de cualquier
forma eran objetos muy bellos. La única concesión a la modernidad era una
pequeña nevera al lado de la alacena en la que Esmeralda acumulaba una ingente
cantidad de botellines de agua. Al lado de esta, una puerta de madera labrada
con una gran cerradura.
Esmeralda nos pidió que nos sentásemos alrededor de la mesa.
-Puedo ayudaros
con vuestro problema, siempre que ambos estéis de acuerdo en que deseáis
resolverlo –dijo mientras nos taladraba con su mirada intensamente verde.
Carlos y yo asentimos con un gesto. De reojo miré a mi marido que, desde
que habíamos llegado a la casa, no apartaba la mirada del rostro de Esmeralda,
como si estuviese hipnotizado. Nunca lo había visto así. Estaba empezando a
arrepentirme de haberlo traído.
-Tu marido
deberá permanecer en esta casa un tiempo determinado, que dependerá de la
intensidad de su deseo de curarse. Cuanto mayor sean sus ansias de resolver el
problema menor será el tiempo que permanezca bajo mi techo. Vuestro caso parece
grave, dada la intensidad de sus sentimientos hacia mí, pero si, como dices, él
realmente te quiere, todo se resolverá de la mejor manera en poco tiempo.
Espero que no me hayas mentido al respecto –dijo Esmeralda.
-Sé
positivamente que me ama; en todos estos años no he dejado de sentir la
profundidad e intensidad de sus sentimientos. Sé que sus otras relaciones son
exclusivamente algo físico, algo que no puede evitar, como cuando pasas por al
lado de una pastelería y ves un apetitoso pastel de crema y a pesar de que
sabes que no te conviene no puedes escapar de su atractivo aspecto.
-Bien, si tan
segura estás empecemos con el tratamiento.
Esmeralda se levantó y se dirigió primero a la alacena, la abrió y de un
frasco de cristal tallado de color rojo sacó lo que parecía un apetitoso caramelo
de fresa; luego, abrió el frigorífico y sacó un botellín de agua. A
continuación se dirigió a Carlos, que no había dejado de seguirla con la
mirada, y le dio el caramelo y el agua. Mi marido, dócilmente, siguiendo sus
indicaciones se tragó la pequeña píldora acompañada de un buen trago de fresca
y transparente agua. Luego Esmeralda lo cogió de la mano, descolgó una enorme
llave que había en la parte superior del marco de la puerta de madera labrada,
la metió en la cerradura e hizo girar sin apenas esfuerzo la descomunal llave
en ella. La puerta se abrió suavemente, sin emitir sonido alguno, y dejó ver
una espaciosa habitación con las paredes de piedra en donde únicamente, por
todo mobiliario, había un gigantesco y mullido cojín en su centro.
-No tengas miedo,
es una habitación preciosa, quédate aquí un rato, yo volveré enseguida y
entonces hablaremos –dijo con voz suave aquella extraña bruja que no fabricaba
pociones ni hechizos.
-¿Qué le has
dado? Parecía un caramelo.
-Es un caramelo,
no tiene nada especial. Ahora va a pasar aquí la noche, él y yo hablaremos y
mañana, a esta misma hora, llámame y te informaré del resultado de nuestros
esfuerzos por curar a tu marido. No tengas miedo. No le va a pasar nada. Sólo
necesita un ambiente adecuado para reflexionar y pensar en su futuro contigo.
¿Qué podía perder? Lo peor que podría ocurrir es que Carlos se enamorase
de la bruja, lo cual me parecía que ya había ocurrido. Pero ella no parecía
interesada en lo que mi marido pudiese sentir o no por ella. Emanaba seguridad
en si misma y me hacía sentir una confianza en que todo se arreglaría que no
había experimentado ni con los asesores matrimoniales ni con todas aquellas
extravagantes asociaciones de apoyo a las que habíamos recurrido en los últimos
años intentando solucionar su infidelidad.
Después de dejar solo a Carlos en aquella habitación, semejante a una
celda de una monja de clausura, Esmeralda y yo fuimos a la cocina donde ella
preparó un té; durante unos minutos, mientras degustábamos el delicioso
brebaje, hablamos de cosas de mujeres, como si fuéramos dos viejas amigas que
no nos habíamos visto desde hacía años. Luego, recordándome que debía
comunicarme con ella al día siguiente, me acompañó hasta la puerta, donde había
un taxi esperándome. El taxista era amigo de Esmeralda y no quiso cobrarme la
carrera hasta mi casa. Le agradecí el detalle y, aunque quise darle una propina
por su amabilidad, no quiso aceptarla. Entré en casa y no tardé en meterme en
la cama y caer dormida casi antes de acabar de apoyar la cabeza en la almohada.
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