El día siguiente transcurrió con normalidad. Fui al trabajo, tuve un par
de reuniones, comí en un restaurante de Santa Cruz con una amiga, volví a casa,
seguí trabajando desde mi ordenador, que estaba conectado con la oficina,
durante poco más de dos horas y, cuando llegó el momento, cogí el teléfono y
llamé a Esmeralda. Todo se había resuelto satisfactoriamente. Mi marido, al
parecer, estaba curado. Tenía razón, su amor por mí era fuerte e intenso. Ya no
volvería a mirar a nadie más en su vida. Nunca más me sería infiel. De todas
formas, faltaba la última prueba, si la pasaba con éxito podríamos volver
juntos a casa esa misma noche. Estaba exultante. No me lo podía creer. Le
repetí cientos de veces lo agradecida que estaba por todo lo que había hecho
por nosotros. Esmeralda, aunque estaba convencida de que había resuelto nuestro
problema, deseaba hacer una última prueba: había organizado una pequeña fiesta
con unos cuantos amigos para esa misma noche; si Carlos la pasaba, podía estar
segura de su definitiva curación, si no la pasaba podríamos intentar todavía
otros métodos para sanarlo de su infidelidad. Pero no quería adelantar
acontecimientos. De lo que sucediese esta noche dependería nuestra futura
actuación con respecto a él.
Nunca había visto tanta gente guapa reunida en un mismo lugar. Las amigas
y amigos de Esmeralda eran tan hermosos y fascinantes como ella. Cuando llegué
estaban todos degustando canapés y deliciosos licores en el enorme y moderno
salón de la planta baja de la casa. No veía a Carlos por ninguna parte.
Esmeralda me recibió engalanada con un ceñido vestido de seda negro, con
un discreto escote en la parte delantera, pero que mostraba casi en su
totalidad la bien formada espalda de la bruja.
-Voy a buscar a
tu marido. Tranquila, todo saldrá bien.
Mientras ella subía las escaleras, camino de la habitación donde había
dejado el día anterior a mi marido, sus amigos tuvieron a bien presentarse y
darme conversación hasta su regreso. Cuando ella entró de nuevo en el salón, esta
vez acompañada de Carlos, pude realmente constatar que se había producido un
milagro. Carlos ignorando al resto de la gente que había en la estancia, se
dirigió directamente hacia mí y me dio, en presencia de todos, un beso tan
apasionado que casi me deja sin respiración. Cuando me recuperé de la sorpresa
y miré a mi alrededor, pensando que todos nos estaban mirando, me sorprendí al
darme cuenta de que nadie pareció percatarse de lo que había ocurrido. Semejaba que a ninguno de ellos le
interesaba lo que mi marido y yo pudiéramos decir o hacer, y tampoco parecía
que a Carlos le importasen ellos. Estaba profundamente asombrada. Realmente
esta mujer era una bruja, aunque no como las que nos habían descrito los viejos
libros de cuentos y de leyendas.
Estuvimos un buen rato disfrutando de la compañía de Esmeralda y sus
atentos y simpáticos amigos hasta que llegó la hora de marcharnos; entonces
Esmeralda nos acompañó a la puerta.
-Tenías razón.
Te ama mucho y siempre te ha amado. De otro modo no hubiera sido posible una
curación tan rápida. Me alegra haberos sido útil.
-Soy tan feliz
que no sé cómo agradecerte todo lo que has hecho por nosotros.
-No tienes que
agradecerme nada. Ya es bastante recompensa veros juntos y felices, seguros de
vuestro amor.
-De todas
formas, tenemos que hacerte algún regalo para demostrar nuestro más profundo
reconocimiento –respondió Carlos, sin expresar la más mínima emoción por estar
en presencia de una hermosa y fascinante mujer.
-Como queráis
pero, repito, no es necesario. Hasta pronto –respondió ella mientras nos
estrechaba la mano a modo de despedida.
Nosotros volvimos a nuestra casa con el mismo taxista amigo de Esmeralda
que, del mismo modo que el día anterior, nos estaba esperando a la puerta de su
vivienda. Antes de que el taxi se pusiese en marcha pudimos oír el eco de las
risas y de las animadas conversaciones procedentes del salón de la moderna
bruja.
Mientras Carlos y Mariana charlaban animadamente en el sofá de su casa
Esmeralda estaba despidiendo a sus amigos en la suya. Cuando por fin quedó a
solas siguió la rutina que desde hacía unos años se había impuesto: fue a
comprobar que todos sus perros estaban en perfectas condiciones, dejó a cada
uno de ellos un caramelo, semejante al que le había dado a Carlos el día anterior,
en sus respectivos cuencos de comida; cerró la puerta del jardín, apagó todas
las luces de la planta baja, comprobó que tanto la puerta de entrada como las
ventanas estaban correctamente cerradas y la alarma conectada y, sólo entonces,
cogió un pesado candelabro con una enorme vela azul, la encendió y subió las
escaleras para dirigirse a su dormitorio.
Era esta la única habitación que no había mostrado nunca a ninguna de sus
clientes; era un sitio íntimo en el que nunca nadie había entrado, ni siquiera
sus mejores amigos, ni tampoco ninguno de sus amantes; para esos menesteres
poseía otra casa. Esta vivienda de la calle de la Merced era su castillo
inexpugnable, al que sólo se accedía por estricta invitación y esta habitación
era su celda, su lugar sagrado, donde ella dejaba vagar sus pensamientos con
tranquilidad sin miedo a posibles intromisiones.
Era muy parecida a la estancia en donde Carlos había permanecido
encerrado las últimas veinticuatro horas sólo que ésta habitación estaba
profusamente amueblada con elementos encontrados en anticuarios de todas las
partes del mundo. En la habitación había, aparte de una cama con dosel, un baúl
a los pies de la misma, dos hermosas y pequeñas mesitas de noche a ambos lados
de la cabecera, un armario ropero pegado a una ventana con vidrieras, un enorme
buró donde Esmeralda todas las noches, sentada en una cómoda banqueta forrada
de terciopelo rojo, antes de sumergirse en la suavidad de sus sábanas de seda,
escribía su diario. Al lado una puerta labrada daba paso al vestidor de la
moderna bruja. A diferencia de la otra puerta esta no tenía ni cerradura ni
pomo que pudiese servir para abrirla. Ni falta que hacía. En cuanto Esmeralda
se acercó a ella la puerta se abrió silenciosamente y dejó ver un pequeño
cuarto con un sillón de orejas en donde se encontraba un precioso pijama de dos
piezas del mismo color que los ojos de Esmeralda. Se lo puso y a continuación
salió del cuarto que se cerró a su espalda de la misma manera silenciosa que en
su apertura.
Luego se sentó en la banqueta, bajó la pesada tapa y acarició con
evidente cariño un enorme libro con tapas de cuero viejo en las que no había
ningún tipo de inscripción ni símbolo. Cogió una pluma de ave que había a su
derecha, la introdujo en un pequeño y hermoso tintero de plata y, de la misma
forma que la puerta, nada más acercar la pluma al enorme libro este se abrió
por la página adecuada y Esmeralda comenzó a escribir:
8 de octubre de 2005
He ayudado a otra mujer. Todo ha
salido según lo planeado. He perfeccionado el método. Ahora ya no me desespero
con ellos, los trato como si fueran niños pequeños. Sigo convirtiéndolos en
perros para enseñarles lo que significa la palabra fidelidad y les muestro la
foto de su compañera, novia, amante o esposa para que la relacionen con el ser
al que deben ser incondicionalmente fieles y también les enseño el dolor que se
siente cuando se es ignorado. La mayoría comprenden cómo deben comportarse: los
llevo a pasear y les impido que traten con otros perros, al fin al cabo son
humanos y no puedo interferir en la relación entre especies, y aprenden que
sólo deben obedecer a mi voz y que cuánto más dóciles sean conmigo más cerca
están de recuperar su forma humana. Acaban comprendiendo el valor de tener a
alguien a quien amar y con el que compartir su vida, sus alegrías y sus
tristezas, sus éxitos y sus fracasos. A algunos debo tratarlos más cruelmente
que a otros, como a los seis que tengo en el jardín, que todavía no han
aprendido la lección, ni creo que la aprendan en la vida. Esos son casos
perdidos aunque siempre mantengo la esperanza de que puedan ser curados. Pero
en cuanto los vuelvo a convertir en hombres olvidan mis enseñanzas y vuelven a
reincidir en su lascivia. Con Carlos fue sencillo; quizás demasiado fácil,
espero que no tenga que volver a tenerlo de cliente. Es un hombre muy atractivo
y, aunque en todo el tiempo que llevo haciendo este trabajo he conseguido no
sentirme atraída por ninguno de ellos, con él me resultó más difícil. Al fin al
cabo, aunque bruja también soy humana. Pero yo estoy aquí para ayudar a sus
compañeras no para sumirlas en la desesperación por un capricho de mi instinto
sexual.
He logrado mejorar la píldora
transformadora. Antes, cuando dejaba de surtir efecto, los que la tomaban
recordaban, aunque de forma nebulosa, no haber sido ellos mismos durante un
tiempo. Ahora he conseguido fabricar un componente que permite que olviden
totalmente su etapa de animales y que sólo permanezcan en su subconsciente las
pautas de comportamiento que deben seguir con la persona con la que están
conviviendo. Tampoco sufren ya con la transformación, como ocurría al
principio, cuando era tan lenta que incluso algunos observaban aterrorizados
como sus miembros y todo su cuerpo se llenaba de un espeso y oscuro pelo, y
cómo sus miembros inferiores eran incapaces de sostenerlos en posición
vertical. Lo que antes duraba cinco minutos he logrado reducirlo a apenas
treinta segundos. El cambio de naturaleza es casi instantáneo e indoloro y eso
también es importante. No deben de sufrir innecesariamente.
Estoy satisfecha con lo que hago y
me gusta ayudar a la gente. Espero poder seguir haciéndolo durante muchos años.
Esmeralda dejó la pluma en su sitio, el diario se cerró y ella volvió a
colocar en su sitio la tapa del buró. Luego se dirigió a la cama, leyó durante
cinco minutos unas cuantas páginas de un pesado libro que tenía en la mesilla
de la izquierda, apagó la vela del candelabro y se durmió.
Como todos los días Esmeralda marchó a su trabajo de programadora en una
empresa en el polígono de La Grela-Bens. Le
gustaba también este otro trabajo que le permitía mantenerse y hacer lo que
realmente deseaba: seguir investigando en el comportamiento humano y utilizar
sus conocimientos mágicos para hacer de este mundo un lugar mejor. A las cinco
de la tarde regresó a su casa. En cuanto abrió la puerta se dirigió
apresuradamente hacia el teléfono, que había escuchado empezar a sonar cuando
todavía estaba abriendo la puerta. Era Mariana: esa misma tarde iría a
visitarla y a llevarle un regalo para demostrar su agradecimiento por todo lo
que había hecho por ellos. Esmeralda no puso objeción alguna a su visita.
Cerca de las siete Esmeralda escuchó el ruido de una furgoneta que se
acercaba. Descorrió la cortina de la cocina. Eran Carlos y Mariana. Cargaban
entre los dos un paquete enorme; no imaginaba lo que podría ser. Abrió
enseguida la puerta y bajó los tres escalones que la separaban de la entrada de
la casa para ayudarlos a introducir el paquete en el salón.
-Claudia fue la
que nos dio la idea. Parece que te conoce muy bien –dijo Mariana.
-Somos amigas
desde que éramos pequeñas –respondió Esmeralda comenzando a desenvolver el
enorme paquete que habían colocado, no sin esfuerzo, en su despacho.
Le estaba costando sacar todo aquel papel pues el paquete de vez en
cuando se tambaleaba; Esmeralda estaba empezando a intuir lo que podría ser. Y
había tenido razón: una hermosa y esbelta mecedora de madera con asiento de
rejilla, muy parecida a la que tenía su abuela materna, meiga[1]
durante muchos años de su aldea del interior de Galicia.
-Muchas gracias.
No teníais que haberos molestado.
-Gracias a ti
todo se ha arreglado –replicó Carlos –era lo menos que podíamos hacer.
-Ya nos vamos.
Gracias de nuevo –dijo Mariana.
-Espero que no
volváis a necesitar de mis servicios como experta, como amiga siempre estaré a
vuestra disposición.
-Lo tendremos en
cuenta. Ahora debemos irnos. Vamos a celebrar nuestro aniversario de boda
–explicó el feliz matrimonio mientras bajaban la escalera que conducía hasta la
salida de la casa.
Esmeralda estrechó las manos de ambos y los despidió con un fuerte abrazo
de agradecimiento. Generalmente la mayoría de las personas a las que había
ayudado no se acordaban más de ella después de resolver sus problemas. Era
evidente que Carlos y Mariana eran distintos. Nada más irse subió corriendo las
escaleras; quería observar con atención la mecedora. Puede que fuesen
imaginaciones suyas pero el mueble le resultaba tremendamente familiar. Entró
como una tromba en el despacho, levantó la mecedora y la volteó totalmente.
Allí estaba. Su intuición no le había fallado. Semioculta por el polvo de años,
en la parte frontal e interior de una de las espirales, el dibujo que ella
había grabado con una pequeña navaja cuando sólo tenía siete años y su abuela
empezó a introducirla en los misterios de la magia, las pociones y los
sortilegios. Era la mecedora de su abuela.
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