San Silvestre 1979
El día se estaba desvaneciendo con sus frías
luces invernales en un crepúsculo claro y sereno. Una respiración forzada salía
en forma de pequeñas y brumosas nubes de los labios exangües de la parturienta
que yacía sobre una sábana arrugada, descompuesta, despeinada, casi falta de
fuerzas.
Otra mujer, también con el vientre hinchado,
esperaba atemorizada, como una sombra, entre los gritos de dolor que rebotaban
con ecos similares a polillas enloquecidas, aprisionadas entre los primitivos
muros de aquella gran habitación con el techo alto y oscuro.
Fuera del gran ventanal, única fuente de luz
de aquel ambiente angosto, blindado por una reja de oscuras barras de hierro,
el horizonte se extendía inmóvil al final de los campos oscuros, cortando el
tejido cerúleo del cielo con su hoja afilada.
Durante un momento las dos mujeres se
encontraron actuando de manera idéntica: cuatro ojos miraron en la misma
dirección, cuatro ojos se abrieron como platos, asombrados al ver la escena que
se mostró sólo por un momento, apenas deformada por la superficie rústica de
aquellos vidrios seculares.
Hacia la puesta de sol dos esferas
contrapuestas y luminosas se enfrentaban, una al final de su camino, la otra en
los primeros instantes de su trayecto. Ante aquella visión, pensamientos sin un
sentido aparente nacieron en la mente de la joven mujer extendida sobre la
cama: veía mucho dolor, incógnitas antiguas como el universo, heridas de dolor
y de nostalgia, anhelo morboso de que aquel encuentro pudiese repetirse de
alguna manera, incluso la más impensable.
En la sombra, un hombre con los labios
delgados, sonreía: su primera flor estaba a punto de florecer.
En un instante el sol desapareció de la vista
de las dos mujeres: en ese momento saborearon las primeras gotas de un veneno
que podía llevar el mundo a la locura, sin posibilidad de retorno.
Sin anunciarse, como cuando un dique es
arrollado por la potencia de las corrientes que durante siglos lo han rozado,
las contracciones volvieron a invadir el cuerpo de la parturienta.
Le pareció que el dolor no la dejaba ni
siquiera respirar mientras los largos minutos discurrían mezclados con gotas de
sudor.
La garganta de Silene rugió con un grito de
dolor y de liberación infinito, culmen de sus sufrimientos, luego se liberó en
el aire el llanto del pequeño que acababa de superar la gran prueba del parto.
Se balanceaba, quizás todavía preso del pánico al sentirse apartado de aquel
lugar eterno y caliente que hasta entonces lo había protegido y alimentado.
Silene relajó los músculos tensos hasta el
espasmo y, cansada, miró a su hijo: el cordón umbilical todavía no había sido
cortado y él era tan pequeño… había sabido que era un varón en cuanto advirtió
su presencia en el regazo. Con un hilo de voz lo llamó con el nombre que en los
largos meses del embarazo había pensado para él: Guglielmo, este será tú nombre, mi pequeño.
Lo había escogido entre miles, lo había
buscado con cuidado porque quería para su hijo un nombre que pudiese protegerlo
(extraña idea) y, en fin, había escogido uno en desuso y quizás un poco
anticuado porque significa hombre que con
su tenaz voluntad de vivir se defiende de los ataques de los otros. Ella
tenía experiencia en el significado de palabras como soledad, marginación,
dolor, violencia y precisamente para su hijo nacido de la violencia quería una
vida distinta.
Inmersa en esos pensamientos Silene advirtió
un dolor sutil en el pecho pero no se paró a tenerlo en cuenta: sólo imaginó
que la excesiva felicidad que sentía presionaba con fuerza desde el esternón, que
no conseguía contenerla totalmente.
Ella y su pequeño habían logrado sobrevivir a
aquel parto, contrariamente a las pesadillas que la habían perseguido:
últimamente en sus sueños veía una muerte y el comienzo de un tiempo lleno de
sombras y dolor.
Lleno de esa felicidad tan efímera su corazón
dejó de latir en pocos segundos.
Silene se había apagado con la imagen de su
hijo Guglielmo impresa en sus ojos, casi sin darse cuenta, sin sentir inquietud
por el fin que le esperaba a ella y a su pequeño…
La historia de aquella extraña noche que
podría parecer inverosímil a un oyente normal, resonaría más adelante, en un
futuro, como una de esas premoniciones que a los ancianos videntes les complace
contar en las noches de tormenta…había
una vez una joven mujer que fue secuestrada el día en que debía dar a luz un
niño…
El hombre que había gozado en la sombra de
cada uno de los gemidos de dolor de Silene había escapado: de todas maneras
todo iría como la seda. Había trabajado tan bien que, aunque una de las dos
mujeres había muerto, no tenía importancia: debería sólo cambiar ligeramente
sus planes.
La luna brillaba en lo alto del cielo, negro
como la pez.
Lina, la mujer que se había quedado en la
sombra, estaba perturbada, paralizada por el terror.
Cuando decidió acercarse a Silene, sus
sospechas cobraron vida… estaba muerta y la luna estaba ya arriba en el cielo:
fue entonces, y sólo por un momento, que su mente volvió a recordar nítidamente
el sol y la luna que tocaban al mismo tiempo la línea del cielo, cruzando sus
destinos sólo durante un suspiro… tampoco ella sabía, como Silene, que aquello
que había visto no era sólo una simple coincidencia, y por lo tanto, no conocía
bien el significado que debía atribuir a aquello de lo que había sido testigo.
El sol se había puesto, Silene había sido
arrastrada a las tinieblas con el corazón destrozado… quedaban sólo el pequeño
Guglielmo y una gran luna roja de sangre en el cielo.
Ese pensamiento la devolvió a la realidad,
tenía una misión que cumplir. El hombre, probablemente, no había previsto que
Silene muriese y ella no tenía ni la más mínima idea de qué hacer en ese
momento con el niño.
Lo decidió en un decir Jesús: no contaría
jamás a nadie lo que había sucedido. El pequeño, criado en una familia normal, que no tenía
nada que ver con aquella horrible noche, no correría ningún peligro. Por otra
parte, si aquel hombre no estaba loco ya no la buscaría más: era un peligro
demasiado grande el que correría exponiéndose de aquella manera.
Todo había acabado.
Un escalofrío helado la golpeó en los riñones
y un dolor agudo, serpenteante, le envolvió el vientre.
Sin pensar envolvió al pequeño, que se había
adormecido, en el camisón con el cual Silene había sido raptada y abandonó
aquellos primitivos y tétricos muros que la separaban del aire fresco de la
noche: dejó a sus espaldas el cadáver de Silene todavía caliente, decidida a
abandonar al recién nacido en la primera casa que encontrase.
El destino se había cumplido.
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