Bernardino había vuelto a abrir los ojos después de días y días
de inconsciencia. A pesar de que su habitación estaba en penumbra
fue deslumbrado por la luz y por el blanco resplandeciente del
espacio en el que se encontraba. Una pequeña estancia, sin adornos,
con las paredes blancas, sin cuadros, sin frescos en el techo, sin ni
siquiera la compañía de una estantería con algunos libros. Creyó
que había llegado al Paraíso pero los dolores lacerantes que
advertía en todo su cuerpo le hicieron comprender que todavía
estaba con vida. Al oírlo quejarse, una monja se le acercó y le
llevó a los labios la taza de caldo de pollo que, hasta entonces, le
había obligado a engullir a pesar del estado de inconsciencia.
Aunque estaba frío Bernardino lo deglutió
con avidez hasta que se atragantó y comenzó a toser. Pero volvió a
coger el brazo de la monja, que le estaba apartando el precioso
líquido, ya que sentía la garganta tan ardiente que pensaba que
había salido de aquel infierno de llamas sólo unos pocos minutos
antes. Y sin embargo había pasado casi un mes desde el día del
incendio de su taller.
―Todavía estáis
muy débil, amigo mío. Poquito
a poco o tendremos un problema. El
doctor me ha recomendado: pocos sorbos y a menudo. El
doctor Serafino es alguien que sabe lo
que hace, ¡de lo contrario a
estas horas no estaríais entre nosotros! ―le
dijo la monja con amabilidad pero con voz firme.
―El Cardenal, ha
sido el Cardenal… ―intentó
decir Bernardino, con la voz que sofocada
por la tos.
―Sí, sí, ha sido
el Cardenal Baldeschi el que ha querido curaros en este lugar,
gracias a la intercesión de su querida sobrina1.
Por desgracia el Cardenal ya no existe. Una desgracia, una horrible
desgracia. El Cardenal ha sido asesinado por una de sus siervas, por
lo que yo sé, una tal Mira. Lo ha hecho caer desde el balcón de su
estudio, después de haberlo traspasado con un cuchillo muy afilado.
Se dice que el Cardenal sorprendió a la muchacha mientras estaba
robando en su estudio. Comenzaron una pelea entre los dos y el
anciano se llevó la peor parte. Pero la sierva ha sido arrestada y
pagará por su crimen. ¡Vaya si pagará!
A pesar de los
dolores Bernardino aferró la mano de la monja e hizo un esfuerzo
sobrehumano para hablar.
―¿Me estáis
diciendo que el Cardenal Artemio Baldeschi ha muerto? ¿De verdad?
Pero… ¿cuánto tiempo ha pasado desde que perdí el conocimiento?
Por como habláis no parecen hechos atribuibles a ayer o antes de
ayer. ¿Qué ha sucedido con Lucia Baldeschi? ¡Por lo que me decís
debe haberse quedado sola!
―Calmaos. Os lo he
dicho, ¡no debéis hacer esfuerzos! Habéis pasado un mes en este
lecho, preso de la fiebre, del delirio, de sueños que atenazaban
vuestra alma y vuestro corazón. Mis hermanas y yo nos sentíamos
desesperadas pensando si lo conseguiríais. Y en cambio, el Buen
Dios, todavía no ha querido acogeros en su seno y aún estáis con
nosotras. Haré llevar un mensaje a Lucia Baldeschi, advirtiéndole
que habéis recobrado la consciencia. Se pondrá muy contenta y
seguramente os vendrá a visitar en los próximos días.
―Hermana, mandad que
la llamen enseguida. El Palazzo Baldeschi está enfrente, en esta
misma plaza, ¡incluso puedo vislumbrarlo desde la ventana!
La monja sonrió y
apartó la mano, todavía retenida por la de Bernardino.
―Por su seguridad,
la Señora se ha retirado a la residencia de campo de la familia,
cerca de Monsano, junto con sus hijas y sus preceptores. El Papa ya
ha procedido a nombrar un nuevo Cardenal que está a punto de llegar
desde Roma. Debido a que no sé sabe cuáles son sus intenciones, la
Condesa
Lucia prefirió mantenerse alejada de la ciudad, por el momento.
¡Considerad
que Jesi va a la deriva! Ya no
tenemos ni autoridad civil, ni religiosa, y podríamos ser una
presa fácil para los enemigos,
tanto internos como externos. Por lo tanto, creo que es sabia la
decisión de la noble dama, a fin
de protegerse y
de amparar a
sus hijas. No
debemos olvidar que su prometido, Andrea, está todavía por ahí y
podría llegar de un momento a otro para
reclamar su puesto de Capitano
del Popolo, así como la mano
de la noble Baldeschi.
―Después de todo,
tiene todo el derecho. El título de Capitano del Popolo le
pertenece y en las venas de la pequeña Laura corre su sangre ―dijo
Bernardino con la voz que comenzaba a aclararse.
―¿Hace poco que os
habéis recuperado y ya no conseguís poner freno a esa maldita boca?
¡No digáis herejías! ¿No os ha llegado con escapar de las llamas
una vez? ¿Queréis acabar de nuevo en ellas? ―replicó la monja
con ironía yendo a cerrar las contraventanas para dejar la
habitación a oscuras. ―Reposad, ahora, ¡lo necesitáis!
―Sólo una cosa,
hermana. Tengo ganas de orinar. ¿Cómo puedo hacer? ¡No conseguiré
levantarme de aquí!
―¿Cómo pensáis
que habéis hecho todos estos días? Relajaos,
permaneced tranquilo. Os hemos puesto un tubo flexible que
canaliza directamente vuestros humores2
en un recipiente que hay debajo de la cama.
Bernardino dejó
escapar la orina asombrándose de cómo, en efecto, en la estancia
flotaba un olor extraño, debido a las medicinas y a los emplastos
que le habían aplicado sobre las quemaduras, pero no se advertía
olor a excrementos en absoluto. ¡Y ya debía de haber pasado un mes
desde que estaba acostado en la cama!
Si bien no recordaba
nada de los delirios y de los sueños de los días anteriores, a
partir de ese momento el reposo de Bernardino fue constantemente
agitado por pesadillas, por sueños y por visiones que a él mismo,
en el duermevela, casi le costaba distinguirlos de la realidad. Ya se
volvía a ver rodeado de llamas, ya se sentía protegido entre los
dulces brazos de Lucia. Sólo ahora comprendió que había sido ella
quien lo había socorrido, quien le había salvado la vida. La había
visto claramente sobre él antes de perder el conocimiento. Y habría
esperado verla a su lado en cuanto abriese los ojos. Pero cada vez
que se volvía a despertar se encontraba en la misma habitación semi
oscura, inerme, incapaz incluso de levantarse. La única presencia
humana eran las hermanas, ya una, ya otra, que se alternaban en la
cabecera de su cama, que se esforzaban por extender sobre él
ungüentos y emplastos, e intentaban hacerle engullir el caldo
habitual. Parecía que en aquel hospital no había otro tipo de
alimento. Sólo una vez había percibido la presencia del médico a
su lado, un hombre rudo, con espesos cabellos blancos y con una
perilla del mismo color. Había acercado la oreja a su pecho y había
sentenciado:
―Dentro de tres días
probaremos a levantarle. A pesar de su edad este hombre es una roca.
Tiene un corazón más resistente que el mío. Mañana podemos dejar
que lo visite la noble Baldeschi. ¡Sólo unos minutos, hermana! No
debemos fatigarlo. Una emoción demasiado fuerte podría ser fatal
para él.
El impresor volvió a
caer dormido, también debido a las medicinas que le eran
suministradas para aliviar el dolor. Y esta vez soñó que estaba de
nuevo trabajando en su tipografía, completamente reconstruida y
renovada, más hermosa que antes. Y soñó que le daba buenos
consejos a la noble Señora, su amiga. Y soñó que la veía sobre el
escaño del Capitano del Popolo, en la sala de los Migliori
en el interior del Palazzo del Governo. Y soñó con las niñas, Anna
y Laura, que jugaban y se perseguían en el parque de una lujosa
residencia en el campo mientras que él las observaba como un abuelo
cariñoso.
Cuando, volviendo a la
realidad de uno de sus innumerables y turbulentos sueños, se dio
cuenta de que al lado de su cama estaba la noble Lucia, tuvo la
impresión de que todos los dolores de repente hubiesen desaparecido
y que estuviese recuperando las fuerzas. Tanto que consiguió
levantarse un poco mientras Lucia, con un gesto amable más que
caritativo, le colocó una almohada detrás de la espalda de manera
que estuviese más a gusto, permitiéndole, al mismo tiempo, mantener
aquella posición.
―¡Decidme que no
sois un sueño, mi Señora! ―dijo Bernardino con la voz
interrumpida por un ataque de tos.
Sintió las manos de
Lucia buscar una de las suyas para estrecharla, haciéndole sentir
una sensación de calor inesperada, que infundió en él una nueva
fuerza. Se levantó un poco más con la espalda, entre las protestas
de la monja que amenazaba con interrumpir enseguida la visita. El
gesto que dirigió Lucia a la cara de la hermana no fue percibido por
Bernardino, pero el resultado fue evidente porque ésta se calló, es
más, se fue de la habitación dejando a los dos amigos libres de
hablar entre ellos.
―Soy feliz de que os
estéis recuperando, Bernardino. No sabéis cuánto os necesito, en
este momento, a vos y a vuestros consejos. El Cardenal ha muerto y en
la ciudad la situación es realmente difícil. Parece ser que el Papa
nos había enviado un nuevo obispo y la elección había caído sobre
el anciano Cardenal Ghislieri, de origen jesino. Debería haberse
hecho cargo tanto de la Iglesia como del Gobierno de la ciudad, pero…
Nunca ha llegado a Jesi.
―¿Cómo es posible,
si puede saberse? ―preguntó Bernardino con curiosidad.
―Por desgracia Leone
X ha muerto de repente días atrás.
―¡Pero
si sólo tenía cuarenta y seis años!
―Justo, muchos creen
que fue envenenado. Giovanni de’ Medici estaba demasiado próximo a
su familia, a los Señores de Firenze, para que la oligarquía
eclesiástica lo continuase aceptando. Y ahora, a la espera de la
elección del nuevo Papa, los Cardenales reunidos en cónclave en
Roma están repartiéndose los territorios entre ellos. Parece ser
que ha sido nombrado el Cardenal Jacobacci como legado de la Santa
Sede en nuestra ciudad, sin perjuicio de los derechos y privilegios
del Concejo3.
―Pero Jacobacci está
ligado a la peor facción integrista de los Güelfos.
―Justo pero tampoco
de este tal Jacobacci hemos visto ni siquiera su sombra en Jesi. Y
mientras tanto la miseria, después del saco del año 1517, hace
estragos en el campo y en las ciudades. Y parece ser que la peste
haya llegado a Ancona ¡y no creo que tarde en llegar hasta nosotros!
―¡Escuchadme,
Lucia! Tomad las riendas del gobierno de la ciudad. Tenéis todo el
derecho. No tengáis miedo por el hecho de ser mujer. Movilizad a los
nobles jesinos, estarán muy contentos de poderos ayudar. Y haced
poner una corona sobre el león rampante representado en la fachada
del Palazzo del Governo. Recordará a todos que Jesi es una ciudad
Real y que se gobernará de manera independiente a la Iglesia. Si el
Cardenal tarda en aparecer, peor para él. Cuando llegue se encargará
de los asuntos religiosos mientras que el Gobierno Civil será del
pueblo, como debe ser.
―¿Me estáis
instigando a fomentar una rebelión?
―No, os estoy
diciendo que debéis asumir vuestras responsabilidades. Y coger el
puesto que os corresponde. ¡No hay otra solución!
1Nota del traductor: Recordemos que Lucia es sobrina nieta del Cardenal ya que la abuela de Lucia era la hermana de éste. Utilizamos sobrina por ser una palabra más corta.
2Nota del traductor: En el sentido de cada uno de los líquidos de un organismo vivo.
3Nota del traductor: En italiano, Comune. He decidido traducirla como Concejo, por ser una palabra menos moderna que la de ayuntamiento y que parece más acorde con la época en que se desarrolla la novela.
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