Finalmente he
conseguido obtener audiencia con el Papa Paolo VI. Acabo de llegar al
aeropuerto de Ciampino con mi jet que ahora ya utilizo muy poco. Me
están esperando casi todos los idiotas que representan a mis
empresas en Italia; son muchos, son demasiados, no recordaba que
tuviese tantas bocas a las que dar de comer, debo revisar los
organigramas.
Ya pensaré en esto
cuando vuelva a París.
Entre los que me están
esperando está el Cardenal Leon Etienne Duval, mi querido amigo de
la infancia, fuimos juntos al seminario, luego, por razones que no me
gusta recordar, fui expulsado antes de poder ser ordenado sacerdote.
Ignoro a todas las
sanguijuelas que me esperan, en cambio me paro para saludar a mi
amigo Leon, que ha llegado con un coche con las insignias del
Vaticano. A pesar de que sufro y me muevo vacilante con mis piernas,
todavía consigo caminar, lo sigo hasta el aparcamiento, desde donde
partimos para la Santa Sede.
Leon me confirma que el
Santo Padre nos ha concedido una cita y siente curiosidad por conocer
mi proyecto, del que el mismo Leon tiene pocas y confusas
informaciones.
Mi confesor personal,
el padre Gaetano, ha venido conmigo a Roma, de la que falta desde que
el Papa Pacelli me lo asignó con el cometido de que fuese mi
asistente espiritual.
Es el único que, en el
secreto de confesión, conoce todos mis pecados, que son muchos, de
inenarrable crueldad y ferocidad. Lleva consigo el pesado volumen que
sintetiza el proyecto que quiero mostrar al Papa.
La policía italiana
nos escolta hasta la entrada de la columnata de Bernini,
permitiéndonos saltarnos colas, semáforos y todas las dificultades
ligadas al caótico tráfico de Roma, ciudad que odio, junto con sus
insignificantes, ruidosos, pendencieros y arrogantes habitantes.
El Sumo Pontífice nos
acoge en cuanto llegamos en sus aposentos reservados. En la sala
privada están el Papa, el Secretario de Estado y su asistente
personal, a mí me acompañan Gaetano y Leon. Me hubiera gustado un
encuentro íntimo, sólo nosotros dos, pero me doy cuenta de que los
allí presentes tienen un juramento de confidencialidad.
Después de los saludos
y las presentaciones, el Papa recita una fórmula donde nos invita a
todos a dejarnos guiar por el Espíritu Santo. Finalmente, se me
concede la palabra. Todos los presentes, sentados en cómodas
butacas, escuchan lo que tengo que proponerle al Papa, uno de los
hombres más ricos del mundo. Confieso que estoy emocionado, parece
que haya vuelto a la adolescencia, a punto de examinarme por primera
vez.
― Santidad,
le doy las gracias por haberme concedido un poco de su precioso
tiempo, estoy aquí para mostrarle mi proyecto, para pedir Su
aprobación y Su bendición.
El tomo que
Vos veis aquí posado sobre la mesa representa la síntesis de un
proyecto que estoy estudiando, imaginando y meditando desde hace
muchos años.
El Proyecto
se llama “Jerusalén liberada”.
Percibo
que tengo encima los ojos
de todos los presentes, todos están atentos, el silencio es total.
Continúo.
― El
proyecto se articula en diversas fases, de las cuales algunas ya se
han ejecutado. He contactado con el Rey Hussein de Jordania, del que
he obtenido un amplio territorio semi desértico donde deseo
construir una ciudad de al menos doscientos mil habitantes,
totalmente equipada con mezquitas, escuelas, clínicas, mercados,
instalaciones para artesanos, un zoco estilo árabe, villas para los
notables, chalecitos para la clase media y casas comunes para el
pueblo. La totalidad de calles, aceras, líneas eléctricas,
telefónicas, red de agua y todos los servicios de una ciudad
moderna.
Una
vez que la ciudad sea habitable, comenzaremos a transferir a los
musulmanes que hoy viven en Jerusalén Este, luego
nosotros nos responsabilizaremos de renovar y restaurar las
deterioradas y viejas casuchas de la zona evacuada. Tales edificios,
una vez convertidos en modernos y habitables, serán vendidos a los
cristianos que quieran mudarse a la Ciudad Santa
El
Papa escucha absorto, su Secretario de Estado pregunta cómo haré
para convencer a los musulmanes.
― Me
doy cuenta de que esto podría representar un problema: hemos
programado tres fases, en la primera procederemos ofreciendo dinero y
una casa mejor que en la que ahora residen. Para aquellos que lo
rechacen procederemos con una deportación forzosa y, finalmente,
para los más obstinados recurriremos al viejo método utilizado en
las antiguas cruzadas.
Mientras
suministro las lógicas y racionales explicaciones veo que el Santo
Padre tiene los ojos cerrados, parece que se está adormeciendo,
observo, sin embargo, que mueve los labios, está rezando. Continúo:
― A
la luz de todo lo que he expuesto aquí, Le pido que bendiga el
Volumen que encierra los detalles del proyecto; después de su
Bendición y Aprobación, empezaré
de inmediato.
Pasan
unos minutos de silencio, nadie respira, sólo se siente un
amortiguado y lejano sonido de campanas. Finalmente el Papa abre los
ojos, me mira con atención como si quisiese imprimir mi rostro en su
mente; recita una plegaria en latín y me apostrofa de manera directa
y sin posibilidad de equívoco:
― Señor
Marcel. Nos nunca daremos Nuestra bendición y Nuestra aprobación a
una moderna cruzada, no queremos repetir los mismos errores cometidos
hace muchos siglos y de los que todavía
ahora estamos
pagando las consecuencias. Si usted se obstinase en poner en marcha
una monstruosidad semejante, Nos nos veremos obligados a emitir una
Bula Papal de excomunión.
Inseguro
sobre sus piernas, se levanta y se aleja, vuelve a sus aposentos sin
volverse y sin ni siquiera dignarse a saludarme o a darme
la bendición. Me
he quedado atónito, desilusionado, amargado, luego me asalta una
rabia feroz, emito un grito que creo que nadie nunca debe haber
pronunciado dentro de las salas ricamente decoradas con frescos, cojo
el volumen que había preparado para el Papa y lo arrojo al suelo.
Gaetano
se acerca, me coge de las manos, me acaricia con dulzura como se hace
con un niño caprichoso, es el único que sabe cómo tranquilizarme,
poco a poco vuelvo en mí. Me invita a arrodillarme y comienza una
plegaria, a la cual me uno.
El
Cardenal Leon me invita a tener paciencia, quizás el futuro Papa sea
más accesible.
Puede.
En
el año 1978 Paolo VI muere; antes de ir a Roma veo al Cardenal
Duval, mi amigo, lo exhorto para que convenza al cónclave para que
elija un Papa más moderno y que quiera dar un giro definitivo a la
historia de la Iglesia de Roma. Naturalmente me recuerda que es el
Espíritu Santo el que guía las mentes de los numerosos cardenales:
que se haga Su Voluntad
La
fumata bianca1
anuncia la elección: ha sido elegido Luciani, un cardenal
desconocido, no estaba incluido entre los papables y entre aquellos
que tenían posibilidades de ser elegidos. Es cierto que en el
cónclave, quien entra
papa, sale cardenal,
confirmando que los pronósticos casi siempre se incumplen.
Toma
el nombre de Giovanni Paolo I, como queriendo aunar en su persona las
características de los dos Papas anteriores.
Es
un papado breve y anodino que deja ninguna huella de su paso. El
Padre Eterno ha creído oportuno llamarlo enseguida con él antes de
que crease algún problema.
De
nuevo se repite la liturgia del Cónclave; es elegido un joven
polaco, toma el nombre de Giovanni Paolo II, siguiendo
a su predecesor.
Es
joven, parece ambicioso, es polaco, nación de la que proceden los
católicos más convencidos y practicantes, fueron los polacos los
que salvaron a Viena de los ataques de los musulmanes. Tengo
esperanzas en que mi proyecto pueda obtener la aprobación tan
deseada.
Vaticano, 1979
Es
septiembre del año 1979, siempre gracias a la intercesión de Leon,
finalmente el nuevo Papa me concede la audiencia tan esperada.
Llego
a Roma, esta vez en silla de ruedas, mis piernas ya no quieren
sostenerme. Después de una pequeña espera soy admitido en presencia
de Su Santidad.
Quedo
sorprendido al constatar la juventud y el espíritu batallador que lo
anima; después de las frases de rigor, los saludos y las
presentaciones, pido poder mostrar mi proyecto.
Repito
todo como en la audiencia anterior. Al principio la propuesta de
construir y permitir el uso de toda una ciudad le ha impresionado
positivamente, lo ha considerado una forma de beneficencia a gran
escala.
La
situación cambia
cuando pronuncio la palabra deportación;
da un bote sobre la silla, da la vuelta alrededor de la mesa, se me
acerca rabioso, apunta su grueso índice a pocos centímetros de mi
rostro y me dice que deje enseguida la Santa Sede, nunca jamás dará
su beneplácito a un proyecto
tan obsceno,
amenazándome con la excomunión.
Me
controlo, no reacciono, otra derrota, otra desilusión. Pienso con
amargura que el Papa es joven, ni siquiera puedo esperar que muera
antes que yo, que soy de edad avanzada.
La
Iglesia de Roma está dirigida por Papas incapaces, sin una visión
de la historia y de su papel en el mundo, mientras que los musulmanes
son cada vez más, año tras año, nosotros, los católicos, nos
escondemos detrás de viejas y superadas fórmulas de tolerancia y
misericordia.
Necesitamos
un guía distinto y más emprendedor.
El Papa polaco no es el adecuado para guiar a una Iglesia que quiera
reivindicar una función de guía en el Mundo. Este Papa no puede y
no debe permanecer mucho tiempo en el solio de Pietro, si el Padre
Eterno no interviene acortando su vida, deberé ponerle remedio. He
comenzado a estudiar una solución.
Vaticano,
1981
Después
de la decepcionante audiencia con el Papa polaco en septiembre de
1979, he asumido la derrota, pero no he renunciado al proyecto.
Estoy
pensando en proceder incluso sin la aprobación del Vaticano. Sería
un salto al vacío, podría construir la ciudad ideal donde poder
transferir a los musulmanes pero no podría quedar vacía para que se
marchitase. Debo seguir un camino distinto, cada vez que pienso en
ello, me pongo malo, tampoco hablo
de esto durante el
sacramento de la confesión.
Es
algo que me roe las
entrañas. Finalmente lo reconozco: debo hacer que
eliminen a este Papa
demasiado joven que se opone a mi proyecto.
Necesito
un nuevo Pontífice, más audaz, más interesado en la difusión de
la Iglesia de Roma.
La
supresión del Papa debe ocurrir en la plaza de San Pedro, por parte
de un musulmán para soliviantar la indignación popular cristiana.
Tengo
un viejo contacto en Bulgaria, lo conozco como Slutanu, formaba parte
de las agencias de espionaje de aquel país, ahora está jubilado.
A
través de extraños e inconfesables canales llego hasta él,
naturalmente no conoce ni conocerá jamás mi identidad. Le expongo
mi proyecto, habrá una compensación de un millón de dólares, si
un sicario, musulmán, sigue correctamente la tarea, la mitad
anticipadamente y la otra mitad a trabajo acabado.
Tiene
el hombre adecuado, se llama Ali Agca, es turco, pertenece a una
banda de locos llamada Lobos
Grises que aspiran a
la conquista del Mundo en nombre del Islam. Se fija la fecha para el
último domingo de abril; por desgracia ese día llueve a mares en
Roma, así que el Papa se queda en sus aposentos;
la fecha se traslada, será
dentro de dos semanas.
Llega
el 13 de mayo de 1981, data fatídica para la ejecución de mi
proyecto. Estoy conectado al canal de televisión del Vaticano, el
Papa recorre la plaza, un altercado en una esquina me dice que mi
hombre ha cumplido su trabajo.
El
Papa se desploma, luego su coche parte como un rayo y desaparece de
la pantalla.
Espero
nervioso, luego, poco a poco, comprendo que ese estúpido musulmán
ha fracasado, el Papa está vivo, sólo está herido; después de
unos días lo dan de alta en el hospital.
El
sicario es arrestado.
Me
pondría a llorar: mi proyecto está, definitivamente, muerto.
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