¡Que en una ciudad
habitualmente tan tranquila ocurran estas cosas! Había convencido a mi amiga de
que la película era totalmente inofensiva, que incluso podíamos llevar a las
niñas, puesto que, a pesar de ser una cinta de corte policíaco, no había sangre
y la violencia que aparecía en ella era de lo más inocente…se notaba a primera
vista que los efectos especiales eran de lo mejorcito (lo cual me apresuré a
explicar a las dos pequeñas). Sólo nos dimos cuenta de lo que había ocurrido
cuando…
Pero me estoy adelantando a
los acontecimientos, más vale que cuente los hechos ordenadamente o no
entenderéis nada en absoluto. El caso es que, dado que el día había amanecido
nublado y todos nuestros planes se habían ido al garete, decidimos aprovechar
la comida que habíamos preparado para tal ocasión y reunirnos en casa de
Carmen.
Realmente la programación
televisiva era cada año más infame; asi que me puse a hojear el periódico
buscando la cartelera, vi el anuncio de una película (medio de risa, medio en
serio) con la que había disfrutado años atrás. Este fue en realidad el comienzo
de toda esta historia. Pero yo, que siempre me había ufanado de poseer un sexto
sentido para el peligro, no lo supe intuir a tiempo esta vez, ¡qué le vamos a
hacer!
Pues como iba diciendo, ví
aquella película anunciada en el periódico y me dieron ganas de revisarla,
quería fijarme en unos cuantos trucos de maquillaje y efectos especiales (una
de mis pasiones), y…bueno, resultó que mis argumentos fueron tan sólidos que
convencí a mi amiga. Los planes que habíamos hecho eran maravillosos: a las
ocho al cine, luego unas tapas, un billar, y más máquinas, respirar el aire de
la playa, hablar y pasarlo bien. Algo que pensareis hace toda la gente. Pues os
equivocais, la gente lo intenta, pero muchas veces miente: su corazón está roto
y su alma es de piedra; tienen una sonrisa en los labios pero sólo los días
festivos y las fiestas de guardar, el resto del tiempo vegetan y se engañan a
sí mismos y a los demás. Entiendo que me pongo insoportable cuando me da por
filosofar. Intentaré no desbarrar en demasía.
Retomemos el asunto y resumámoslo
para no cansarnos:
1.
Queríamos ir a la playa
2.
El día estaba nublado y desagradable
3.
Comimos lo preparado para la playa en casa de ella
4.
Fuimos al cine a ver una película policíaca
Nos sentamos hacia el medio
del patio de butacas, tampoco deseábamos que la poca sangre que salía nos
salpicase; con un refresco en la mano y un par de paquetes de patatas fritas
nos tragamos los anuncios y el par de “trailers” de los estrenos de la próxima
semana. Estábamos alegres y expectantes. Aparecieron los rótulos de
presentación: un despacho mugriento de un detective en los años 50, la luz
entrando por las ventanas a medio cerrar, el vaso de whiskey, medio vacío y
gris de suciedad, y varias botellas de bourbon rodeando al protagonista, que
tiene sus pies colocados encima de la mesa de madera destartalada, rebosante de
papeles. Lleva puesto un sombrero ligeramente echado hacia delante. Enciende un
cigarrillo, se nota que se aburre, su mirada, perdida en la pared, se muestra
inexpresiva. Se oyen voces airadas tras el cristal esmerilado de la puerta y,
bruscamente, ésta se abre, dando paso a la típica rubia de película de cine
negro.
Miro a derecha e izquerda: mi
amiga ha echado la cabeza hacia atrás y lanzado una carcajada (se lo está
pasando bomba, nuestros respectivos retoños permanecen con los ojos muy
abiertos, fijos en la pantalla. Se suceden los diálogos entre el duro detective
y la rubia explosiva.
Mentiras, mamporros y
persecuciones llenan los primeros cuarenta y cinco minutos de la cinta. De vez
en cuando se oye una risa en la sala, provocada por la exagerada actuación del
detective. Llega la escena donde le intentan tender una emboscada a nuestro
héroe en el portal de su despacho, y hogar; ve la sombra de un hombre
reflejándose tenuemente en el espejo del vestíbulo, empuja con fuerza la
puerta, el agresor cae al suelo. Raúdo, Jack le pone un pie en la garganta al
tiempo que le encañona con su “magnum”. No dicen palabra ninguno de los personajes
mientras suben la oscura escalera; en el primer piso recorren un largo pasillo
hasta llegar ante una puerta en la que hay escrito:
Jack Wornhip
Investigador
|
Los dos hombres entran en el
despacho, el detective enciende la luz y…
Se oyen silbidos en la sala
pues la copia debe estar mal ya que la pantalla se oscurece, ocultando a los
protagonistas. Se oye un disparo, la pantalla se ilumina: el malo yace en el
suelo con un cuchillo atravesándole la espalda. Resumiendo: nuestro héroe logra
desentrañar toda la trama de la que la rubia era el cebo y Jack desaparece por
un lóbrego callejón. Fundido en negro. THE END.
Se encienden las luces y, de
repente, un chillido taladra nuestros oídos: una mujer, en la fila posterior a
la nuestra, mira con cara espantada a la pantalla; todos volvemos la mirada
hacia ella y ,siguiendo la dirección de su mano agarrotada, observamos una
sombra a su través, la de un hombre con algo sobresaliendo de su espalda. El
hombre de su izquierda hace oír su voz pidiendo calma, es un policía. Cuando
los empleados del teatro Colón logran retirar la pantalla aparece la tétrica
figura de un hombre apuñalado. ¡Habíamos presenciado un asesinato!
Las niñas estaban pasmadas,
mi amiga furiosa. El poli mandó cerrar el teatro y la gente permaneció en él
hasta que las patrullas mandadas al lugar del crimen se hicieron con la
filiación y direcciones de todos los presentes, tanto del patio de butacas como
de las localidades del piso superior.
Como amante de las historias
de misterio estaba realmente emocionada, esto no significaba que fuera
insensible al terible hecho que del que había sido testigo, pero…¡es que ahora
era yo quien se veía involucrada en una de esas historias leídas tantas veces
al anochecer!. Esa noche no pude dormir,( sé que suena a frase hecha pero…¿acaso
ustedes hubieran podido conciliar el sueño si les hubiese sucedido algo
parecido? Seguro que no), dándole vueltas y más vueltas a lo ocurrido.
Afortunadamente, conocía a algunos de los trabajadores del teatro; entre ellos
estaban, un tramoyista jubilado y dos porteros. Ni corta ni perezosa fui a
verlos al día siguiente. Recorrí todos los camerinos y los maravillosos
pasadizos que hay en la trastienda del edificio. No tardé en encontrarme con el
policía que el día anterior estaba viendo la película. Me daba pena, se estaba
desgañitando mientras intentaba sacarle información a “Duro de oído”, un vejete
delgado, bajo, nacido en Arteixo y que se hacía el sordo cuando lo que oía no
le interesaba. No pertenecía al teatro pero periódicamente se pasaba por allí para
recoger trastos viejos por orden del dueño del edificio. Pasé por al lado de
ellos, en dirección al foso, debajo del escenario. Allí me encontraría con una
de las personas que más tiempo llevaba manteniendo relación con este mundillo
de la farándula: un hombre fuerte, de mediana estatura, de cincuenta y cinco
años; no pertenecía al teatro pero había logrado vivir en sus sótanos desde
hacía muchos años, tantos que ni él mismo se acordaba de la cifra exacta. Si
alguien había tenido la oportunidad de ver lo que realmente había sucedido esa
persona era él.
Era bastante complicado llegar
hasta su pequeña morada, pues las vueltas y revueltas de los pasillos escondían
mil y una sorpresas que un profano pasaría fácilmente por alto. Tardé casi
veinte minutos en llegar a mi destino, una lóbrega sala en donde se amontonaban
antiguas piezas de “atrezzo”, de los tiempos gloriosos del teatro, cuando era
imprescindible el esplendor de las damas para darle fuste a la representación:
lanzas, telas, árboles de cartón piedra, un trozo de carroza dorada, unas
falsas cadenas de preso, un baúl lleno de apolillados vestidos, cajas
sombrereras y, en una esquina, un hermoso armario de roble macizo, labrado de
forma exquisita. Caminé resuelta hacia él, lo abrí: estaba lleno de smokings y
capas de los más variados colores y formas. Metí el brazo, manipulé en el fondo
y entré en la estancia que ocultaba.
Me encontré en una espaciosa
habitación, amueblada con todos aquellos enseres que alguna vez adornaron el
bello escenario: el baúl sin fondo del mago, la cama de “La dama de las
camelias”, el mural retractil de una obra de misterio, las lentejuelas de la
mujer fatal, la otomana de una tragedia romántica, el baño en donde muere
Marat, la mesa y sillas de un drama rústico, el espejo de tres hojas (a modo de
biombo) de un vodevil francés,…y un perchero de pie, del que pendían boas de
diferentes texturas y colores, un par de bastones con mango de marfil y dos
sombreros de copa, una biblioteca de madera con puertas de cristal, repleta de
volúmenes, un arcón forrado de terciopelo azul y un escritorio de estilo
inglés, pertenecientes a una comedia de enredo. Completaba tan peculiar
ambiente una inmensa y esponjosa alfombra de lana de vivos colores. Lo único
que resultaba anacrónico en el conjunto, aunque realmente necesaria, era una
cocina de tres fuegos al lado de una ventana, la única, que daba al exterior y
estaba pintada de color oscuro; tenía a su lado un frigorífico de dos puertas y
un pequeño armario que Marcelo usaba de despensa.
No estaba en el habitáculo,
pero conociendo sus costumbres imaginé que no tardaría en aparecer. Nunca se
alejaba demasiado de allí, salvo por la mañana muy temprano pues iba a la lonja
y al matadero a aprovisionarse; poco antes del mediodía reaparecía en el teatro.
Por la noche se dedicaba a recorrer los pasadizos y el escenario, recogiendo
objetos perdidos u olvidados por sus dueños, a veces los arreglaba y pasaban a
engrosar su colección de objetos que guardaba en el baúl forrado de
tercikopelo.
Cogi un libro de la
estantería y me puse a hojearlo sentada a la mesa, no pasó mucho tiempo cuando
escuché el ruido que hace la puerta del armario al ser abierta.
-¡Susana!¡Hola! tu perfume te
delata antes de que te vea, ven ayúdame con esto-dijo una voz, la de Marcelo, por
supuesto.
Fui corriendo hasta la
habitación contigua, un enorme sofá tapaba la salida, saqué toda la ropa, la
amontoné encima de la mesa, cogí uno de los extremos del mueble y al cabo de un
cuarto de hora logramos ubicarlo en el lugar correcto: al lado del biombo y
enfrente de una mesita de patas de bronce en forma de garras de león, la cual
había sido cubierta con un cristal astillado, que venía atada cuidadosamente al
sofá.
-¿Te gusta? Lo he encontrado esta
mañana en la basura, y la mesita me la ha regalado el amigo que me ayudó a
trasladarlo hasta el escenario, y estas ruedas-dijo, mostrándome un ingenioso
artilugio-lo han traído hasta aquí. Hacía lo menos un mes que no me visitabas.
¿Qué te trae por el teatro? Espero que no sea nada malo. Está muy bien esto de
vivir en los sótanos a cambio de la vigilancia nocturna, este sitio, cada día
que pasa, me fascina más, además…
-Me encanta escucharte, siempre
me has contado cosas muy interesantes y me has enseñado algunas bastante
curiosas; pero no he venido a charlar sino a que me escuches tú a mí-dije de
manera más seria posible pues quería captar su atención, lo cual conseguí al
instante ya que su semblante al momento cambió a una expresión de preocupación
y desconcierto.-Ayer ocurrió algo mientras tenía lugar la sesión de tarde: un
hombre fue asesinado tras la pantalla, ¿andabas a esas horas cerca del
escenario? ¿viste o escuchaste algo que no fuera el diálogo de la película?
-¿Ver u oír algo? Déjame
pensar…dices que sucedió durante la primera sesión, ¿sabrías más o menos la
hora? Eso me ayudaría con mi maldita memoria; aunque nada importante se me
escapa, sólo las pequeñas cosas.
-Tengo la impresión que sucedió
en el momento en que el detective y un hombre que quería matarlo entra en el
despacho; cuando se oscurece la película porque la copia debe estar estropeada.
-He visto por lo menos cinco
veces esa película y la copia está perfecta, no le pasa nada-respondió
extrañado Marcelo.
-¡Eso significa que todos los que
estábamos en el cine fuimos testigos presenciales de un asesinato! ¡Es
increíble Marcelo!
Marcelo seguía en la misma postura, sentado en una de
las sillas y con la cabeza apoyada en las manos, la mirada fija en el tablero
de la mesa; de vez en cuando hacía remolinos con su escaso y teñido cabello negro.
Pasaron todavía unos minutos antes de que Marcelo tomara la iniciativa en la
conversación, tiempo que aproveché para recordar el momento, veinte años atrás,
en que mi abuelo me llevó por primera vez al teatro y me presentó a Marcelo, un
agradable joven de treinta y tantos años que dejó fascinada a aquella muchacha
de diez que era yo. Quedé fuertemente impresionada por su figura atlética
enfundada en unos vaqueros y una camiseta blanca, manchada por algunas partes
de grasa, y su cara sonriente, con su pelo rizado y revuelto, dejó una honda
huella en mí. Aún conservaba parte de aquel atractivo juvenil, concentrado
ahora casi enteramente en sus ojos grises y en un cuerpo que se negaba a
envejecer a base de ejercicio.
Lanzó un suspiro, apoyó las manos
en la mesa, se echó hacia atrás y se levantó, dio unos pasos hacia el sofá, se
volvió hacia mí y dijo:
-Sé casi seguro quién es el
asesino, pero nos va a resultar muy difícil demostrar su culpabilidad.
-¿Acaso viste a…?-grité,
levantándome tan rápida que mi silla cayó estrepitosamente-hay un policía en el
teatro, vamos a hablar con él, tienes que contarle todo lo que sabes.
-No puedo hacer eso, no me pidas
que lo haga.
-¿Pero por qué? ¿tienen algo en
contra tuya?
-No, pero lo tuvieron hace tiempo
y si salgo a la luz perderé lo que tanto trabajo me ha costado mantener: la
tranquilidad y el anonimato. El único que te puede ayudar es “Duro de oído”. Yo
te contaré mis sospechas, tú sólo tienes que contárselo al pasma diciendo lo
que a ti te parezca más oportuno para convencerlo, “Duro de oído” asentirá a
todo, de eso me ocupo yo. Ahora atiende a lo que te voy a decir.
Y durante más de una hora
Marcelo me estuvo narrando todo lo que sabía acerca de ese crimen, yo asentía
sin decir palabra, con todos mis sentidos concentrados en escuchar aquella
asombrosa historia. Luego me fui, estuve todo el día pensando en lo que me
había dicho Marcelo, y en cómo afrontaría al día siguiente mi entrevista con el
policía, pues estaba casi segura que lo volvería a encontrar en el teatro. En
caso contrario iría a comisaría. Pero no quería adelantar acontecimientos; me
ocupé de las cosas normales que una mujer con una hija en edad escolar se
supone debe realizar y me acosté relativamente temprano, durmiendo el sueño de
los justos, como le gustaba decir a mi abuelo, hasta que sonó el despertador
avisándome que empezaba la pesada y
rutinaria jornada de un ama de casa. Después de dejar a la niña en el colegio
me encaminé hacia el teatro. Un coche
celular se encontraba a la puerta del edificio y el policía que había sido mi
compañero de butaca salió de él; apresuré mis pasos, quería pararle antes de
que entrase en el recinto, lo alcancé antes de terminar de subir los dos
escalones de la entrada.
-Perdone agente.
-Comisario Caruncho-respondió volviéndose-¿qué
desea?
-Tengo que comunicarle algo muy
importante en relación con la muerte de hace dos días; hay un hombre ahí dentro
que sabe lo ocurrido.
-¿Y se puede saber cómo es que
usted tiene conocimiento de ello? Entrevisté a la mayoría de los empleados y
ninguno ha querido o podido contarme nada importante-replicó, dejando entrever
su desconfianza.
-Tal vez porque los conozco a
todos desde que era una cría.
-Entre conmigo y muéstreme a esa
persona-dijo en un tono bastante autoritario.
Sabía que a esas horas “Duro de
oído” estaría tomando su desayuno cómodamente instalado en una mesita detrás
del escenario, asi que con paso resuelto lo conduje hasta él.
-Este es el hombre-le dije-él no
vio el rostro del criminal pero oyó perfectamente la conversación que este
mantuvo con la víctima y reconoció su voz, ¿cierto?-afirmé, volviéndome hacia
el viejo tramoyista.
Ël movió la cabeza
afirmativamente. El comisario lo observaba con desconfianza, pero yo estaba muy
segura de mi misma y del plan que Marcelo y yo habíamos trazado, asi que sin
dejarme amilanar por el policía continué con mi relato.
-Él se encontraba en esos
momentos en el foso que hay debajo del escenario reparando el relleno de su
sillón, ese donde se queda adormilado después de la comida; estaba a punto de
finalizar su labor cuando se percató de que necesitaba una herramienta y que se
la había dejado en la mesa del apuntador, al lado de la polea del telón. Subió
por la frágil escala que comunica la “trampilla de las desapariciones” con el
escenario pero no llegó a salir pues escuchó una voz airada y amenazante,
aunque contenido, ya que no deseaba no ser escuchada, y lo que aquella voz dijo
fue lo siguiente: “llevo años pagándote, no puedes ahora ir a la policía con el
cuento de que quería quemar el teatro para cobrar el seguro, no lo permitiré,
casi me he arruinado por tu culpa y no pienso ir a la cárcel por algo que
sucedió hace diez años. Dáte por satisfecho con el último, ¿has oído bien? ¡el
último pago!, que me sacarás, no me presiones demasiado o lo lamentarás”.
No oyó la contestación del otro
hombre pero si el sonido pesado de su cuerpo al caer, bajó otra vez la escala y
permaneció allí hasta que acabó la película, ¿verdad?-nuevo asentimiento del
anciano, que ofreció al comisario su expresión más tranquila e inocente.
-¿Sabe, entonces, de quién era
aquella voz?
-Sí, del dueño del
teatro-respondí.
-¡Caray! ¿está seguro,
completamente seguro? No querría ponerme en ridículo acusando a un antiguo y
buen amigo del Jefe Superior de Policía, me juego mi carrera.
-Este hombre ha trabajado en el
teatro desde que era joven y conoce muy bien a todas las personas relacionadas
con él, a veces no habla de lo que sabe pero no es un mentiroso. Tal vez si
mandamos al culpable un anónimo con todo lo que sabemos, proponiéndole un nuevo
chantaje por este último delito pierda los nervios y…
-¿Pero sabe usted lo que me está
proponiendo?-gritó fuera de sí el comisario-usted debe pensar que esto es un
juego, ¡esto es la vida real, señora! Alguien puede resultar herido, por no
decir otra cosa; ni lo piense, déjeme actuar a mi manera.
Estuvimos discutiendo del asunto,
de sus pros y sus contras, durante bastante rato, pero al fin mi tozudez lo
convenció. Redactamos la carta, conminándole a encontrarse con su autor al cabo
de tres días en el mismo sitio en que había matado a aquel hombre, un agente de
paisano, convenientemente disfrazado, haría de chantajista. Sólo nos quedaba
entregar la misiva por medio de un repartidor de propaganda y esperar los
resultados.
Fueron dos días de
incertidumbre los que pasé, el comisario confiaba en que el asesino no se
percataría de la trampa, como asi sucedió. Cayó en ella, aunque no sin
dificultad, pues estuvo a punto de herir seriamente al policía con un saco de
arena lanzado desde las bambalinas, pero el recinto estaba copado por los
agentes del orden que lograron prenderle y hacerle confesar. Y así acabó la
única colaboración que tuve jamás con la policía y mi único contacto con el
mundo del crimen. Marcelo y yo seguimos cultivando nuestra amistad y mi vida
volvió a su cauce tranquilo y sosegado.