Páginas

sábado, 24 de febrero de 2018

Sombras chinescas

¡Que en una ciudad habitualmente tan tranquila ocurran estas cosas! Había convencido a mi amiga de que la película era totalmente inofensiva, que incluso podíamos llevar a las niñas, puesto que, a pesar de ser una cinta de corte policíaco, no había sangre y la violencia que aparecía en ella era de lo más inocente…se notaba a primera vista que los efectos especiales eran de lo mejorcito (lo cual me apresuré a explicar a las dos pequeñas). Sólo nos dimos cuenta de lo que había ocurrido cuando…
Pero me estoy adelantando a los acontecimientos, más vale que cuente los hechos ordenadamente o no entenderéis nada en absoluto. El caso es que, dado que el día había amanecido nublado y todos nuestros planes se habían ido al garete, decidimos aprovechar la comida que habíamos preparado para tal ocasión y reunirnos en casa de Carmen.
Realmente la programación televisiva era cada año más infame; asi que me puse a hojear el periódico buscando la cartelera, vi el anuncio de una película (medio de risa, medio en serio) con la que había disfrutado años atrás. Este fue en realidad el comienzo de toda esta historia. Pero yo, que siempre me había ufanado de poseer un sexto sentido para el peligro, no lo supe intuir a tiempo esta vez, ¡qué le vamos a hacer!
Pues como iba diciendo, ví aquella película anunciada en el periódico y me dieron ganas de revisarla, quería fijarme en unos cuantos trucos de maquillaje y efectos especiales (una de mis pasiones), y…bueno, resultó que mis argumentos fueron tan sólidos que convencí a mi amiga. Los planes que habíamos hecho eran maravillosos: a las ocho al cine, luego unas tapas, un billar, y más máquinas, respirar el aire de la playa, hablar y pasarlo bien. Algo que pensareis hace toda la gente. Pues os equivocais, la gente lo intenta, pero muchas veces miente: su corazón está roto y su alma es de piedra; tienen una sonrisa en los labios pero sólo los días festivos y las fiestas de guardar, el resto del tiempo vegetan y se engañan a sí mismos y a los demás. Entiendo que me pongo insoportable cuando me da por filosofar. Intentaré no desbarrar en demasía.
Retomemos el asunto y resumámoslo para no cansarnos:
1.                 Queríamos ir a la playa
2.                 El día estaba nublado y desagradable
3.                 Comimos lo preparado para la playa en casa de ella
4.                 Fuimos al cine a ver una película policíaca

Nos sentamos hacia el medio del patio de butacas, tampoco deseábamos que la poca sangre que salía nos salpicase; con un refresco en la mano y un par de paquetes de patatas fritas nos tragamos los anuncios y el par de “trailers” de los estrenos de la próxima semana. Estábamos alegres y expectantes. Aparecieron los rótulos de presentación: un despacho mugriento de un detective en los años 50, la luz entrando por las ventanas a medio cerrar, el vaso de whiskey, medio vacío y gris de suciedad, y varias botellas de bourbon rodeando al protagonista, que tiene sus pies colocados encima de la mesa de madera destartalada, rebosante de papeles. Lleva puesto un sombrero ligeramente echado hacia delante. Enciende un cigarrillo, se nota que se aburre, su mirada, perdida en la pared, se muestra inexpresiva. Se oyen voces airadas tras el cristal esmerilado de la puerta y, bruscamente, ésta se abre, dando paso a la típica rubia de película de cine negro.
Miro a derecha e izquerda: mi amiga ha echado la cabeza hacia atrás y lanzado una carcajada (se lo está pasando bomba, nuestros respectivos retoños permanecen con los ojos muy abiertos, fijos en la pantalla. Se suceden los diálogos entre el duro detective y la rubia explosiva.
Mentiras, mamporros y persecuciones llenan los primeros cuarenta y cinco minutos de la cinta. De vez en cuando se oye una risa en la sala, provocada por la exagerada actuación del detective. Llega la escena donde le intentan tender una emboscada a nuestro héroe en el portal de su despacho, y hogar; ve la sombra de un hombre reflejándose tenuemente en el espejo del vestíbulo, empuja con fuerza la puerta, el agresor cae al suelo. Raúdo, Jack le pone un pie en la garganta al tiempo que le encañona con su “magnum”. No dicen palabra ninguno de los personajes mientras suben la oscura escalera; en el primer piso recorren un largo pasillo hasta llegar ante una puerta en la que hay escrito:
Jack Wornhip

Investigador
 




Los dos hombres entran en el despacho, el detective enciende la luz y…
Se oyen silbidos en la sala pues la copia debe estar mal ya que la pantalla se oscurece, ocultando a los protagonistas. Se oye un disparo, la pantalla se ilumina: el malo yace en el suelo con un cuchillo atravesándole la espalda. Resumiendo: nuestro héroe logra desentrañar toda la trama de la que la rubia era el cebo y Jack desaparece por un lóbrego callejón. Fundido en negro. THE END.
Se encienden las luces y, de repente, un chillido taladra nuestros oídos: una mujer, en la fila posterior a la nuestra, mira con cara espantada a la pantalla; todos volvemos la mirada hacia ella y ,siguiendo la dirección de su mano agarrotada, observamos una sombra a su través, la de un hombre con algo sobresaliendo de su espalda. El hombre de su izquierda hace oír su voz pidiendo calma, es un policía. Cuando los empleados del teatro Colón logran retirar la pantalla aparece la tétrica figura de un hombre apuñalado. ¡Habíamos presenciado un asesinato!
Las niñas estaban pasmadas, mi amiga furiosa. El poli mandó cerrar el teatro y la gente permaneció en él hasta que las patrullas mandadas al lugar del crimen se hicieron con la filiación y direcciones de todos los presentes, tanto del patio de butacas como de las localidades del piso superior.
Como amante de las historias de misterio estaba realmente emocionada, esto no significaba que fuera insensible al terible hecho que del que había sido testigo, pero…¡es que ahora era yo quien se veía involucrada en una de esas historias leídas tantas veces al anochecer!. Esa noche no pude dormir,( sé que suena a frase hecha pero…¿acaso ustedes hubieran podido conciliar el sueño si les hubiese sucedido algo parecido? Seguro que no), dándole vueltas y más vueltas a lo ocurrido. Afortunadamente, conocía a algunos de los trabajadores del teatro; entre ellos estaban, un tramoyista jubilado y dos porteros. Ni corta ni perezosa fui a verlos al día siguiente. Recorrí todos los camerinos y los maravillosos pasadizos que hay en la trastienda del edificio. No tardé en encontrarme con el policía que el día anterior estaba viendo la película. Me daba pena, se estaba desgañitando mientras intentaba sacarle información a “Duro de oído”, un vejete delgado, bajo, nacido en Arteixo y que se hacía el sordo cuando lo que oía no le interesaba. No pertenecía al teatro pero periódicamente se pasaba por allí para recoger trastos viejos por orden del dueño del edificio. Pasé por al lado de ellos, en dirección al foso, debajo del escenario. Allí me encontraría con una de las personas que más tiempo llevaba manteniendo relación con este mundillo de la farándula: un hombre fuerte, de mediana estatura, de cincuenta y cinco años; no pertenecía al teatro pero había logrado vivir en sus sótanos desde hacía muchos años, tantos que ni él mismo se acordaba de la cifra exacta. Si alguien había tenido la oportunidad de ver lo que realmente había sucedido esa persona era él.
Era bastante complicado llegar hasta su pequeña morada, pues las vueltas y revueltas de los pasillos escondían mil y una sorpresas que un profano pasaría fácilmente por alto. Tardé casi veinte minutos en llegar a mi destino, una lóbrega sala en donde se amontonaban antiguas piezas de “atrezzo”, de los tiempos gloriosos del teatro, cuando era imprescindible el esplendor de las damas para darle fuste a la representación: lanzas, telas, árboles de cartón piedra, un trozo de carroza dorada, unas falsas cadenas de preso, un baúl lleno de apolillados vestidos, cajas sombrereras y, en una esquina, un hermoso armario de roble macizo, labrado de forma exquisita. Caminé resuelta hacia él, lo abrí: estaba lleno de smokings y capas de los más variados colores y formas. Metí el brazo, manipulé en el fondo y entré en la estancia que ocultaba.
Me encontré en una espaciosa habitación, amueblada con todos aquellos enseres que alguna vez adornaron el bello escenario: el baúl sin fondo del mago, la cama de “La dama de las camelias”, el mural retractil de una obra de misterio, las lentejuelas de la mujer fatal, la otomana de una tragedia romántica, el baño en donde muere Marat, la mesa y sillas de un drama rústico, el espejo de tres hojas (a modo de biombo) de un vodevil francés,…y un perchero de pie, del que pendían boas de diferentes texturas y colores, un par de bastones con mango de marfil y dos sombreros de copa, una biblioteca de madera con puertas de cristal, repleta de volúmenes, un arcón forrado de terciopelo azul y un escritorio de estilo inglés, pertenecientes a una comedia de enredo. Completaba tan peculiar ambiente una inmensa y esponjosa alfombra de lana de vivos colores. Lo único que resultaba anacrónico en el conjunto, aunque realmente necesaria, era una cocina de tres fuegos al lado de una ventana, la única, que daba al exterior y estaba pintada de color oscuro; tenía a su lado un frigorífico de dos puertas y un pequeño armario que Marcelo usaba de despensa.
No estaba en el habitáculo, pero conociendo sus costumbres imaginé que no tardaría en aparecer. Nunca se alejaba demasiado de allí, salvo por la mañana muy temprano pues iba a la lonja y al matadero a aprovisionarse; poco antes del mediodía reaparecía en el teatro. Por la noche se dedicaba a recorrer los pasadizos y el escenario, recogiendo objetos perdidos u olvidados por sus dueños, a veces los arreglaba y pasaban a engrosar su colección de objetos que guardaba en el baúl forrado de tercikopelo.
Cogi un libro de la estantería y me puse a hojearlo sentada a la mesa, no pasó mucho tiempo cuando escuché el ruido que hace la puerta del armario al ser abierta.
-¡Susana!¡Hola! tu perfume te delata antes de que te vea, ven ayúdame con esto-dijo una voz, la de Marcelo, por supuesto.
Fui corriendo hasta la habitación contigua, un enorme sofá tapaba la salida, saqué toda la ropa, la amontoné encima de la mesa, cogí uno de los extremos del mueble y al cabo de un cuarto de hora logramos ubicarlo en el lugar correcto: al lado del biombo y enfrente de una mesita de patas de bronce en forma de garras de león, la cual había sido cubierta con un cristal astillado, que venía atada cuidadosamente al sofá.
-¿Te gusta? Lo he encontrado esta mañana en la basura, y la mesita me la ha regalado el amigo que me ayudó a trasladarlo hasta el escenario, y estas ruedas-dijo, mostrándome un ingenioso artilugio-lo han traído hasta aquí. Hacía lo menos un mes que no me visitabas. ¿Qué te trae por el teatro? Espero que no sea nada malo. Está muy bien esto de vivir en los sótanos a cambio de la vigilancia nocturna, este sitio, cada día que pasa, me fascina más, además…
-Me encanta escucharte, siempre me has contado cosas muy interesantes y me has enseñado algunas bastante curiosas; pero no he venido a charlar sino a que me escuches tú a mí-dije de manera más seria posible pues quería captar su atención, lo cual conseguí al instante ya que su semblante al momento cambió a una expresión de preocupación y desconcierto.-Ayer ocurrió algo mientras tenía lugar la sesión de tarde: un hombre fue asesinado tras la pantalla, ¿andabas a esas horas cerca del escenario? ¿viste o escuchaste algo que no fuera el diálogo de la película?
-¿Ver u oír algo? Déjame pensar…dices que sucedió durante la primera sesión, ¿sabrías más o menos la hora? Eso me ayudaría con mi maldita memoria; aunque nada importante se me escapa, sólo las pequeñas cosas.
-Tengo la impresión que sucedió en el momento en que el detective y un hombre que quería matarlo entra en el despacho; cuando se oscurece la película porque la copia debe estar estropeada.
-He visto por lo menos cinco veces esa película y la copia está perfecta, no le pasa nada-respondió extrañado Marcelo.
-¡Eso significa que todos los que estábamos en el cine fuimos testigos presenciales de un asesinato! ¡Es increíble Marcelo!
Marcelo  seguía en la misma postura, sentado en una de las sillas y con la cabeza apoyada en las manos, la mirada fija en el tablero de la mesa; de vez en cuando hacía remolinos con su escaso y teñido cabello negro. Pasaron todavía unos minutos antes de que Marcelo tomara la iniciativa en la conversación, tiempo que aproveché para recordar el momento, veinte años atrás, en que mi abuelo me llevó por primera vez al teatro y me presentó a Marcelo, un agradable joven de treinta y tantos años que dejó fascinada a aquella muchacha de diez que era yo. Quedé fuertemente impresionada por su figura atlética enfundada en unos vaqueros y una camiseta blanca, manchada por algunas partes de grasa, y su cara sonriente, con su pelo rizado y revuelto, dejó una honda huella en mí. Aún conservaba parte de aquel atractivo juvenil, concentrado ahora casi enteramente en sus ojos grises y en un cuerpo que se negaba a envejecer a base de ejercicio.
Lanzó un suspiro, apoyó las manos en la mesa, se echó hacia atrás y se levantó, dio unos pasos hacia el sofá, se volvió hacia mí y dijo:
-Sé casi seguro quién es el asesino, pero nos va a resultar muy difícil demostrar su culpabilidad.
-¿Acaso viste a…?-grité, levantándome tan rápida que mi silla cayó estrepitosamente-hay un policía en el teatro, vamos a hablar con él, tienes que contarle todo lo que sabes.
-No puedo hacer eso, no me pidas que lo haga.
-¿Pero por qué? ¿tienen algo en contra tuya?
-No, pero lo tuvieron hace tiempo y si salgo a la luz perderé lo que tanto trabajo me ha costado mantener: la tranquilidad y el anonimato. El único que te puede ayudar es “Duro de oído”. Yo te contaré mis sospechas, tú sólo tienes que contárselo al pasma diciendo lo que a ti te parezca más oportuno para convencerlo, “Duro de oído” asentirá a todo, de eso me ocupo yo. Ahora atiende a lo que te voy a decir.
Y durante más de una hora Marcelo me estuvo narrando todo lo que sabía acerca de ese crimen, yo asentía sin decir palabra, con todos mis sentidos concentrados en escuchar aquella asombrosa historia. Luego me fui, estuve todo el día pensando en lo que me había dicho Marcelo, y en cómo afrontaría al día siguiente mi entrevista con el policía, pues estaba casi segura que lo volvería a encontrar en el teatro. En caso contrario iría a comisaría. Pero no quería adelantar acontecimientos; me ocupé de las cosas normales que una mujer con una hija en edad escolar se supone debe realizar y me acosté relativamente temprano, durmiendo el sueño de los justos, como le gustaba decir a mi abuelo, hasta que sonó el despertador avisándome que empezaba  la pesada y rutinaria jornada de un ama de casa. Después de dejar a la niña en el colegio me encaminé  hacia el teatro. Un coche celular se encontraba a la puerta del edificio y el policía que había sido mi compañero de butaca salió de él; apresuré mis pasos, quería pararle antes de que entrase en el recinto, lo alcancé antes de terminar de subir los dos escalones de la entrada.
-Perdone agente.
-Comisario Caruncho-respondió volviéndose-¿qué desea?
-Tengo que comunicarle algo muy importante en relación con la muerte de hace dos días; hay un hombre ahí dentro que sabe lo ocurrido.
-¿Y se puede saber cómo es que usted tiene conocimiento de ello? Entrevisté a la mayoría de los empleados y ninguno ha querido o podido contarme nada importante-replicó, dejando entrever su desconfianza.
-Tal vez porque los conozco a todos desde que era una cría.
-Entre conmigo y muéstreme a esa persona-dijo en un tono bastante autoritario.
Sabía que a esas horas “Duro de oído” estaría tomando su desayuno cómodamente instalado en una mesita detrás del escenario, asi que con paso resuelto lo conduje hasta él.
-Este es el hombre-le dije-él no vio el rostro del criminal pero oyó perfectamente la conversación que este mantuvo con la víctima y reconoció su voz, ¿cierto?-afirmé, volviéndome hacia el viejo tramoyista.
Ël movió la cabeza afirmativamente. El comisario lo observaba con desconfianza, pero yo estaba muy segura de mi misma y del plan que Marcelo y yo habíamos trazado, asi que sin dejarme amilanar por el policía continué con mi relato.
-Él se encontraba en esos momentos en el foso que hay debajo del escenario reparando el relleno de su sillón, ese donde se queda adormilado después de la comida; estaba a punto de finalizar su labor cuando se percató de que necesitaba una herramienta y que se la había dejado en la mesa del apuntador, al lado de la polea del telón. Subió por la frágil escala que comunica la “trampilla de las desapariciones” con el escenario pero no llegó a salir pues escuchó una voz airada y amenazante, aunque contenido, ya que no deseaba no ser escuchada, y lo que aquella voz dijo fue lo siguiente: “llevo años pagándote, no puedes ahora ir a la policía con el cuento de que quería quemar el teatro para cobrar el seguro, no lo permitiré, casi me he arruinado por tu culpa y no pienso ir a la cárcel por algo que sucedió hace diez años. Dáte por satisfecho con el último, ¿has oído bien? ¡el último pago!, que me sacarás, no me presiones demasiado o lo lamentarás”.
No oyó la contestación del otro hombre pero si el sonido pesado de su cuerpo al caer, bajó otra vez la escala y permaneció allí hasta que acabó la película, ¿verdad?-nuevo asentimiento del anciano, que ofreció al comisario su expresión más tranquila e inocente.
-¿Sabe, entonces, de quién era aquella voz?
-Sí, del dueño del teatro-respondí.
-¡Caray! ¿está seguro, completamente seguro? No querría ponerme en ridículo acusando a un antiguo y buen amigo del Jefe Superior de Policía, me juego mi carrera.
-Este hombre ha trabajado en el teatro desde que era joven y conoce muy bien a todas las personas relacionadas con él, a veces no habla de lo que sabe pero no es un mentiroso. Tal vez si mandamos al culpable un anónimo con todo lo que sabemos, proponiéndole un nuevo chantaje por este último delito pierda los nervios y…
-¿Pero sabe usted lo que me está proponiendo?-gritó fuera de sí el comisario-usted debe pensar que esto es un juego, ¡esto es la vida real, señora! Alguien puede resultar herido, por no decir otra cosa; ni lo piense, déjeme actuar a mi manera.
Estuvimos discutiendo del asunto, de sus pros y sus contras, durante bastante rato, pero al fin mi tozudez lo convenció. Redactamos la carta, conminándole a encontrarse con su autor al cabo de tres días en el mismo sitio en que había matado a aquel hombre, un agente de paisano, convenientemente disfrazado, haría de chantajista. Sólo nos quedaba entregar la misiva por medio de un repartidor de propaganda y esperar los resultados.

Fueron dos días de incertidumbre los que pasé, el comisario confiaba en que el asesino no se percataría de la trampa, como asi sucedió. Cayó en ella, aunque no sin dificultad, pues estuvo a punto de herir seriamente al policía con un saco de arena lanzado desde las bambalinas, pero el recinto estaba copado por los agentes del orden que lograron prenderle y hacerle confesar. Y así acabó la única colaboración que tuve jamás con la policía y mi único contacto con el mundo del crimen. Marcelo y yo seguimos cultivando nuestra amistad y mi vida volvió a su cauce tranquilo y sosegado.