Sam era un hombre alto y
robusto, con unos ojos verdes de aquellos que no dejaban indiferente. Tenía un
buen físico, aunque no era de esos que dedicaban demasiado tiempo a sí mismos.
Desde el momento en que
Stacie le había hecho entender que si se pusiese en movimiento su destino
podría, finalmente, cambiar, él había intentado arreglar las cosas. Él creía
seriamente en su historia de amor que, sin embargo, parecía que no acababa de
arrancar. Habían pasado ya dos años desde los buenos tiempos de la Universidad y era
necesario que Sam comenzase a buscar un trabajo serio.
Stacie pertenecía a ese
género de mujeres que parecían tener siempre las ideas claras. Había sido
siempre así desde el momento en que ella y Sam se habían conocido en la Ohio
State University
y habían descubierto que provenían del mismo pueblo de Colorado.
La sorpresa de descubrir
que eran conciudadanos había sido sólo el inicio de una velada con una botella
de Chianti en medio y había acabado
como muchas otras, acostados en una cama o sobre una alfombra delante de una
chimenea todavía humeante de la noche anterior.
Durante los años de
universidad en Ohio, Sam y Stacie no fueron nunca estudiantes modelo. Se
conocieron en una de esas fiestas que se daban en el campus y hubo un entendimiento súbito. Eran dos personas que veían
las cosas de la misma manera. Les encantaba beber vino italiano y a veces exageraban hasta perder el sentido.
Les encantaba estar a lo suyo y, sobre todo, si uno de los dos tenía un
problema el otro sabía perfectamente cómo resolverlo.
Los mejores años de la
relación, sin embargo, se acabaron y los dejaron huérfanos de sueños. La
realidad se demostró enseguida bien distinta de los días de limitados
horizontes de la universidad, un revoltijo asqueroso de sumisiones y jornadas
amargas, renuncias y compromisos que soportar para no acabar aplastado por el
ritmo cotidiano.
Sam había dejado a su
familia en Colorado para ir a la universidad de Ohio, excitado por aquello que
le estaba sucediendo. Estaba tan emocionado que no perdió el tiempo y, durante
los años de estudio, encontró el modo de ganarse la vida cortando el césped y,
a veces, trabajando a media jornada en un local de comida rápida. No tuvo nunca
la posibilidad de entrar en el equipo de fútbol a causa de un problema físico
que intentó esconder incluso a sí mismo.
Stacie, al contrario que
Sam, consiguió vivir los años de universidad con menos preocupaciones
económicas gracias a la beca que había conseguido y a una pequeña herencia
recibida después de la muerte de su abuela.
Los dos vivieron durante
cinco años en perfecta simbiosis sin preocuparse jamás por lo que ocurriría con
ellos en el futuro. Fue un auténtico amor de novela hasta que Sam, una mañana,
decidió que era el momento de cortar con aquella relación.
En Cleveland hacía mucho
frío durante los meses invernales y Stacie solía regresar del bufete de
abogados, donde trabajaba, cuando afuera era ya noche cerrada. La oficina no
estaba demasiado lejos de casa pero estaba mal comunicada. Siempre se veía
obligada a hacer un par de kilómetros a pie después de haber salido del metro.
La nieve o la lluvia contribuían a hacer el recorrido más accidentado.
«Eh, Sam, ¿estás aquí?» preguntó con voz
cansada mientras se sacaba el impermeable. «Eh, Sam, ¿te parece el momento de
bromear?»
Las luces estaban apagadas y el hombre no
respondía. Stacie, entonces, buscó el interruptor general y lo levantó. En ese
momento el salón se iluminó y, mientras observaba la mesa, ella comprendió en
un instante el motivo de aquella oscuridad. Sam apareció después de unos
segundos desde la puerta de la cocina, con una botella de vino en una mano y
dos copas en la otra.
« ¿Cómo haces siempre para no darte
cuenta de que es una sorpresa? Me pones las cosas demasiado fáciles» dijo Sam
con aire complacido.
«No quería desilusionarte, quién sabe
cuánto trabajo te habrá llevado preparar todo esto» le rebatió Stacie con un
punto de sarcasmo.
Sin tener en cuenta la ironía de las
palabras de la mujer Sam fue hacia ella y comenzó a servir el vino. Ella lo
bebió enseguida, casi como si hubiera sido la medicina tan esperada después de
una jornada pesadísima. Para Sam, en cambio, la razón de aquella ansia era
totalmente distinta y con aquel fondo de
incomprensión comenzó una velada que concluiría después de unas horas entre
las mantas de su cama.
A la mañana siguiente Sam se levantó en
primer lugar. Estaba preparado y pasó unos diez minutos decidiendo qué hacer.
Después de vestirse, escribió una nota que pegó en el espejo; rápidamente, se
puso el abrigo y se escabulló afuera por la puerta, temiendo que Stacie pudiese
despertarse de un momento al otro.
No tenía coche, así que se dirigió hacia
el metro a un par de kilómetros de allí; sólo después de un centenar de pasos
desapareció en la niebla.
Sam no tenía las ideas claras sobre a
dónde ir con exactitud, de todas formas aquella noche había decidido que se
marcharía.
Quería dejar Cleveland.
La indecisión que flotaba en su cabeza
era la única cosa auténtica, como era auténtico que no podía estar mucho tiempo
sin beber al menos un vaso de vino.
Caminó durante horas sin una meta fija,
reflexionando sobre todo el tiempo pasado con Stacie y en todos los años de
pasión; pensó en cómo todo había ido, poco a poco, desapareciendo. No soportaba
el hecho de que él, acabados los estudios, hubiese perdido su energía y aquella
ansia de actuar que, hasta el momento, le habían permitido mantener el ritmo de
su mujer.
Ya era por la tarde y Sam se paró en el Wine Lounge Brother en Cleveland Avenue,
donde pasaba mucho tiempo con Stacie. Un local para apasionados del vino,
cuidado en cada detalle por Harry, el propietario amigo de Sam. Habían
compartido todos los años de universidad con la única diferencia que Harry
había demostrado enseguida saber qué quería hacer y, después de acabar los estudios,
se había dedicado en cuerpo y alma a su proyecto.
«Harry, hoy es un día asqueroso. Tú que
sabes escoger siempre bien los vinos, ¿qué me aconsejas en este caso?»
«Que no es un gran día lo llevas escrito
en la cara, pero un buen tinto italiano hará que sea mucho mejor.»
Harry conocía bien los gustos de su
amigo. Sabía que no existía un día tan asqueroso para Sam que pudiese ganar a
un buen vaso de vino tinto italiano.
«Dame el mejor que tengas en la bodega,
porque durante un tiempo no me verás el pelo.»
« ¿Qué vais a hacer? ¿Os vais y me lo
dices con esa cara?» mientras tanto Harry le echaba un poco de Lacryma Christi Rosso.
«No, me voy solo.»
«En el fondo hasta podría ser una buena
noticia. ¿Pero por qué te vas?» preguntó Harry bastante incrédulo por la noticia
de que Stacie no fuese con Sam.
«No lo sé, pero no puedo estar más aquí.»
Y entonces dio un trago. Salió del local, era ya de noche y fue el último en
salir. Caminaba todavía en línea recta, más o menos, pero Harry no habría
apostado un centavo por él. Afuera había un taxi esperándolo: el propietario
del bar lo había llamado y también pagado en nombre de la vieja amistad que
tenía con Sam.
« ¡Al aeropuerto!» fue lo único que
consiguió decir Sam antes de entornar los ojos y reclinar la cabeza hacia atrás.
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