martes, 29 de enero de 2019

La Última Oportunidad de María Acosta y Sergio Presciutti - Primeras páginas

Pr
imavera de 2014, Ancona (Le Marche)
Se había despertado a las seis de la madrugada. Estaba tan nervioso que no había conseguido volver a dormirse después de habérsele ocurrido la solución a sus problemas, así, por pura casualidad, mientras estaba en la cocina comiendo un trozo de crostata di mele.1 A veces este dulce le ayudaba a relajarse, otras personas lo conseguían tomando una taza de té o un vaso de leche caliente. A él, la crostata di mele le hacía el mismo efecto que una tisana. La comía despacio, deleitándose. En ese momento su cerebro dejaba de pensar en el problema y su mente hacía borrón y cuenta nueva y recomenzaba desde el principio. A veces funcionaba y a veces no. Pero esta vez lo había hecho: el problema había dejado de existir.
Vivía en un piso en vía Flaminia, cerca del mar; tenía casi doscientos metros cuadrados, era lo que los ingleses llaman un loft, un espacio enorme con los muebles precisos para vivir con comodidad, con estrechas alfombras de colores que dividían el espacio en distintos ambientes. Al fondo, con una ventana que iba desde el suelo al techo, estaba la cocina. Le gustaba cocinar, y comer, pero no lo hacía a menudo porque debía trabajar como un loco en su laboratorio, un edificio moderno no muy alejado del antiguo faro de Ancona, donde estaba la vieja estación de telégrafos desde donde su antepasado, Guglielmo Marconi, había conseguido llevar a cabo sus primeros experimentos con las señales de radio, en el año 1904. Aquella histórica fecha quedaba muy lejos, la tecnología había evolucionado muy rápidamente y, ahora, en el siglo XXI, era algo cotidiano. La tecnología estaba por todas partes.
Siempre había sido un loco de la tecnología, de los ordenadores y de la electricidad; había comenzado a desmontar sus juguetes desde edad muy temprana, luego los arreglaba. Siempre había sido así. Después se convirtió en ingeniero, aprendió todo lo necesario para desarrollar sus ideas y desde hacía diez años trabajaba por cuenta propia, poniendo en práctica sus proyectos que tenían como base los ordenadores y el bienestar de los ciudadanos. Tenía un montón de patentes y ahora estaba a punto de acabar un invento tan revolucionario que le haría ganar no sólo un montón de dinero, incluso podría convertirse en un benefactor de la Humanidad. La verdad es que le importaba un pimiento. A él, lo que en realidad le gustaba, era el reto en sí: pensar que podía hacer algo y conseguirlo. No trabajaba solo, por supuesto. Un proyecto tan ambicioso no habría sido posible sin la ayuda de su equipo, un grupo de ingenieros de diversos campos, inteligentes y trabajadores, a los que les gustaba formar parte de su empresa, donde nadie era subvalorado: eran los mejores de toda Italia, hombres y mujeres de todas las edades con la ambición y la experiencia necesarias para sacar adelante cualquier idea revolucionaria pero factible. Todos eran fantásticos, todos eran imprescindibles. El era el jefe del equipo, pero esto no significaba que no trabajase duro. Él era el propietario, tenía el dinero, las ideas, había construido el edificio donde trabajaban, había comprado la maquinaria, pero, al mismo tiempo, era un trabajador de la empresa, uno de ellos. Los beneficios se dividían a partes iguales: estaba el activo para invertir en tecnología y luego los beneficios que se repartían entre todos.
Gianluca encendió el ordenador que estaba al lado de la cocina, en la parte opuesta de la ventana: tenía que hacer una cosa antes de salir. Todavía era muy temprano. ¿Podría desarrollar su idea antes de ir a trabajar?
Creía que sí.
El piso donde vivía había sido reestructurado por él mismo. Todo lo que tenía relación con la tecnología era obra suya: el suelo autolimpiable, las luces que se encendían solas dependiendo de donde se encontrase en ese momento, los estantes escondidos entre las paredes, los muebles transformables y provistos con ruedas que se movían por medio de control remoto con la ayuda de leds colocados en los laterales, las alfombras ignífugas que cambiaban de color dependiendo de la luz que entraba por las ventanas. Y luego las mismas ventanas, indeformables, los muebles de la cocina que no se ensuciaban jamás porque habían sido fabricados con productos que rechazaban la suciedad, los tabiques escondidos debajo del suelo del piso que aparecían o desaparecían con la ayuda de un programa que controlaba por medio del ordenador o la tablet que utilizaba todos los días. Todo esto y mucho más había sido producido por su imaginación y por su trabajo de ingeniero. Esto no significaba que hubiese sido fácil sacarlos adelante, al contrario, había trabajado como un loco durante un año, y otro, y otro más. No tenía novia, ni siquiera una compañera sentimental. A pesar de los consejos de su madre: “Hijo mío, no trabajes tanto, encuentra una muchacha, tendrías que descansar, pasear, divertirte,” él sonreía y no decía nada. Para él divertirse significaba inventar algo nuevo, su trabajo no sólo era importante, era también su principal pasatiempo.
¡Conseguido! Había resuelto el problema. Gianluca miró el reloj que estaba detrás del ordenador, colgado de la pared. Ya era la hora.
¡Apágate! –dijo en voz alta.
El ordenador hizo su sonido característico y después de unos segundos volvió el silencio al apartamento. A continuación Gianluca cogió una mochila que siempre llevaba con él y se fue.

Su empresa, cercana a la antigua estación de radio, estaba bajo tierra. Un pequeño edificio reestructurado era la entrada hacia las modernas instalaciones donde él y sus compañeros desarrollaban sus ideas. No lo había hecho así por secretismo sino porque no quería destruir el bellísimo paisaje de los alrededores de la antigua estación de telégrafos. El edificio que estaba encima de las instalaciones era una especie de museo tecnológico, con modelos (tanto en madera como de metal) de sus inventos. Un ascensor, en el que se entraba sólo por medio de una llave especial que poseía todo aquel que trabajase bajo tierra, daba acceso a los otros pisos: también la llave había sido una invención suya. Sólo él era capaz de hacer una copia. Nadie dudaba que fuese un gran científico pero no alardeaba de ello. En el piso más próximo a la superficie estaban las oficinas de administración y publicidad, en el piso de abajo la planta donde se desarrollaban los proyectos, y en la planta más lejana a la superficie estaban los prototipos. Era allí donde tendría que trabajar esa mañana para resolver los problemas del humanoide. Consistía en un proyecto que había comenzado a desarrollar de manera práctica a comienzos del mes de enero. Desde el momento en que se le había ocurrido la idea había sido consciente de la dificultad de ponerla en práctica, pero esto no le atemorizaba. El reto, esto era lo más importante: aceptar el reto y trabajar para que se convirtiese en realidad.
En aquella habitación estaban amontonados todos los prototipos que había construido en los últimos diez años. Por motivos de seguridad ninguno de ellos funcionaba, a cada uno le faltaba algo, las piezas sustraídas estaban en un lugar que sólo él conocía. En el centro de la habitación había un robot, tan grande como un niño de diez años, sus compañeros estaban reunidos entorno a él: Iva, Federico, Nino, Alessandra, Chiara y Fabrizio. Cada uno de ellos estaba sentado delante de un ordenador intentando resolver el problema que desde había tanto tiempo les estaba volviendo locos. Gianluca se sentó en su puesto, entre Nino y Alexandra. Desde cada ordenador salía un cable que iba a parar a una parte distinta del robot. Dio los buenos días y empezó a explicar la solución que, sólo unas cuantas horas antes, había encontrado.
-Entonces, ¿lo hemos conseguido? –preguntó Iva.
-Creo que sí –respondió Gianluca. –Veamos qué ocurre. ¡Ánimo muchachos!
En aquel momento siete cabezas se concentraron sobre las pantallas de los ordenadores desarrollando lo que Gianluca, de manera impecable, había pensado. Los meses siguientes serían muy duros pero ahora sabían perfectamente qué deberían hacer y cómo hacerlo.


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