viernes, 17 de abril de 2020

Extravagancia Mortal, quinta parte

6. Hechos tenebrosos salen a la luz
Aunque estaba ansioso porque su padre terminara, llevaba cerca de veinte días encerrado saliendo sólo para avituallarse de bocadillos, sabía que cuando concluyese habría hecho un trabajo minucioso y exacto, era muy lento pero no dudaba de la competencia de su progenitor. Desde el día del descubrimiento los dos amigos se habían visto unas cuantas veces, habían salido los fines de semana a tomar algunas copas y Eduardo de vez en cuando lo visitaba en su tienda, incluso compró alguna que otra cosa para un compromiso; de las estufas habían hablado poco y desde aquella famosa noche no habían vuelto por la casa de Coristanco. Juan Alfonso prefería esperara a tener la traducción con él. Estaban a mediados del mes de junio, faltaba apenas cinco días para que entrase oficialmente el verano, no tenía muchas ganas de salir ese viernes, así que se quedó en su habitación escribiendo en su diario todas las impresiones de estos últimos días. Estaba tan absorto en su labor que no oyó que alguien abría la puerta.
-¡Ya está traducido!
-¡Vaya susto, papá! Te ha costado lo tuyo, ¿eh?, estoy deseando leerlo.
-Espera, dentro de unas horas lo tendré pasado a limpio, si te lo dejo ahora no vas a entender nada, ya sabes como es mi letra.
En casa lo llamábamos señor Doctor porque lo que mi padre plasmaba en el papel semejaban notas taquigráficas y no escritura.
Menos mal que tenía una velocidad mecanográfica bastante considerable; así que imaginé que, como mucho, dentro de unas cuatro o cinco horas, tendría en mi poder la traducción del manuscrito: no sabía si llamar a Eduardo o esperar al día siguiente. Seguí con mi tarea aunque ya no me lograba concentrar tanto como antes, vagando mi mente hacia las más extrañas y fantásticas conjeturas acerca del misterio que rodeaba a las estufas. Los gemelos estaban al tanto de que el diario había sido encontrado y que les sería devuelto pues, a pesar de que en el momento del descubrimiento las estufas eran mías, también era cierto que el diario era parte de su herencia familiar; yo me conformaba con la posesión de una copia del original y con la traducción. Había quedado en avisarlos tan pronto finalizase ésta y, no habiendo salido de su país nunca, vendrían hasta Coruña a por él y de paso harían algo de turismo por España, país que, según me dijeron, sólo conocían por referencias.
Cada dos por tres miraba el reloj, ahora que sabía que no tardaría en enterarse de la historia no podía contener sus nervios, y le resultaba prácticamente imposible ensimismarse con una de las cosas que más le fascinaban: escribir con aquella vieja pluma en su diario. Salió a dar una vuelta, caminó bastante tiempo por el paseo marítimo observando cómo la gente tomaba el sol en la playa; eran muy pocos pues todavía no hacía demasiado calor, y también se quedó un rato observando a los surfistas en el Orzán; no lograba relajarse pero el tiempo había pasado más rápido de lo que había supuesto, se dirigió de nuevo hacia su casa. Cuando llegó pensó que su padre debía de haber acabado pues no se escuchaba el sonido de su vieja máquina de escribir; lo encontró en la cocina tomándose un bocadillo de jamón asado con un vaso de ribeiro. Había acabado hacía cinco minutos y, observando que se había ido, le había dejado el montón de folios resultantes de su arduo trabajo de traducción encima de la mesa de su cuarto. Se alegraba de haber terminado pues, aunque le resultó muy interesante descifrar el peculiar documento, también le pareció bastante desasosegante lo que se contaba en él.
Extrañado por estas palabras Juan Alfonso subió rápidamente a su cuarto, allí, encima de la mesa, escritos a un espacio, había un montón de folios; los cogió, se echó encima de la cama y empezó a leer. Al principio no comprendió a qué se refería su padre, eran detalles técnicos sobre la construcción de las estufas y cómo habían sido un regalo de Otto Sturm a su bella esposa y a su hijo primogénito, nada fuera de lo corriente; en estas páginas poco más se decía que no supiera Juan Alfonso  por el relato que le había hecho Eduardo al principio de conocerse: el nombre de los artesanos, el tiempo que tardaron en fabricarlas, los materiales que utilizaron, las fórmulas de las pinturas y la generosidad de Otto al finalizar su trabajo. Pero cuando acabó de leer todo aquello empezó a barruntar por qué su padre se había expresado de esa manera. De repente el relato, eminentemente técnico, escrito de forma muy precisa, dio paso a palabras vacilantes y frases inconexas; los tres folios siguientes estaban llenos de expresiones del tipo tendría que contar la verdad, no puedo escribir lo que ha sucedido, es demasiado horrible, la maldición ha caído sobre mi familia, es una monstruosidad, y frases similares.
Juan Alfonso dejó a un lado todos aquellos folios. Aunque deseaba continuar con la lectura se sentía ligeramente fatigado, la manía de su padre de ahorrar papel le hacía escribir a un espacio y dejando apenas márgenes, no llevaba ni siete folios y ya le bailaban las letras delante de los ojos. Fue hacia la ventana y la abrió; todo el ruido de la circulación inundó la habitación, había un buen atasco en Juan Flórez y los conductores impacientes tocaban los cláxones. No aguantaba mucho tiempo ese ruido pero le ayudaba a apreciar la tranquilidad de su habitación en cuanto cerraba la ventana. Apenas soportó durante diez minutos aquel tráfago, cerró al ventana y echó las cortinas, volviendo a tumbarse en la cama para continuar con su lectura. No tardó en comprender el comentario de su padre y las vacilaciones de Otto. Era realmente horrible hasta donde había llegado la crueldad de Gunter:

“A veces dudo que sea hijo mío (escribía Otto): el castigo al enemigo, la tortura para sacarle información y ganar una guerra, la esclavitud de los vencidos. Todo es producto de la guerra y cualquiera en estos tiempos lo comprende, pero lo que él hace ... Incluso yo, que nunca he retrocedido ante el enemigo y he sido el primero en la batalla y en cercenar brazos y piernas en el ardor del combate, no entiendo este afán de Gunter de hacer daño sin razón. Lo que hizo el otro día al desventurado escanciador de vino, y todo por derramar una gota encima de sus ropas: lo quemó a trozos en la estufa, le fue cortando miembro a miembro y el pobre lanzaba unos gritos desgarradores, y ya cuando le había dejado sin brazos ni piernas y apenas quedaba vida en el pobre hombre, echó el resto al fuego.
Hace tiempo que mi poder se ha esfumado y que él y su cruel esposa son dueños de Taühausser, aún me tiene un cierto temor y por eso no se ha atrevido a acabar conmigo, pero ¿qué ocurrirá el día en que ese temor desaparezca? ¡Dios misericordioso! ¿Cuánto tendremos que aguantar todavía? Ninguno de los criados se atreve a cruzar con él ni una mirada, todos están cabizbajos y en silencio, tratando de pasar desapercibidos, temiendo ser el siguiente. Y la culpa la tiene Brígida, esa salvaje mujer suya, mi Gunter nunca había sido tan cruel, a partir de los esponsales con Brígida su carácter ha empezado a cambiar. Lo del otro día ... Eso para mí resulta incomprensible. Gracias a Dios ha partido hacia el Norte, a la casa de los padres de Brígida, y tendremos un poco de tranquilidad.
De pequeño ya tenía un carácter un tanto peculiar pero, cuando cogía las lagartijas y les quitaba la cola o partía a los gusanos por la mitad, pensaba en mi infancia y en cuántos niños habían hecho exactamente lo mismo; suelen ser estos juegos crueles fruto de la curiosidad más que de la mala fe. Pero ya entonces se reía y solazaba cuando veía cómo el pobre bicho se retorcía de dolor, tenía incluso una expresión de auténtica satisfacción cuando, partiendo poco a poco con su cuchillo, no el rabo de la lagartija, sino su cuerpo, observaba como el pobre animal luchaba por desasirse de sus manos. Yo pensaba es un crío, está jugando; de hecho, cuando empezó su educación como heredero de Taühausser parecía encarrilado a cazar y entrenarse para la guerra. Era fiero, pero era consciente de que esa furia le sería útil en el combate; se mostraba arrojado, valiente, a veces bastante temerario. Evidentemente era mi hijo y recordaba mi juventud y el orgullo de mi padre cuando maté mi primer ciervo o fui herido mientras me defendía de un enemigo superior la primera vez que me llevó con él a una guerra. Pero mi padre me enseñó que, aunque ante un enemigo la piedad es mala porque es tu vida o la de él la que está en juego, también me educó para que no me ensañara con los débiles y que a veces es preciso mostrarse un poco indulgente; pero este hijo mío no conoce el significado de semejante palabra. Hasta las faltas más nimias que podrían castigarse con unos simples azotes, él las interpreta como una falta de consideración hacia su honor y no siente remordimientos al aplicar un castigo desproporcionado. Desde que se casó su crueldad ha aumentado, esa mujer ha sido una mala influencia, atiende a todos sus consejos y sugerencias siempre que impliquen dolor, y ella disfruta tanto o más que él.”

Seguían dos o tres páginas más de consejos sobre cómo debía ser el carácter de un auténtico caballero y del comportamiento que debía adoptar con sus súbditos y allegados, con las mujeres y con el enemigo, con los pobres y con los ricos, en la guerra y en la paz, sobre la fidelidad y la valentía, y muchos temas que, aunque interesantes, no atraían tanto a Juan Alfonso, por el momento, como al historia de las crueldades de Gunter. Consultó el original para ver la letra del hombre que había sido el fundador de un linaje, le pareció bastante correcta y clara, aunque el alemán antiguo no lo entendía; su padre había tenido a bien poner unas serie de acotaciones para que pudiera comparar el original con la traducción, se dio cuenta por dónde iba leyendo y que poco faltaba para que aquella seguridad desapareciese y en su lugar surgiera una letra un tanto temblona y vacilante pero todavía escrita en el mismo tipo de papel. Siguió mirando el original hasta encontrar la acotación anterior, comparó con la traducción y siguió leyendo; se había saltado unas cuantas páginas que por ahora no le interesaban.
“He recibido un mensaje de Gunter anunciándome su inminente llegada, dentro de dos días estará de vuelta, pernoctarán durante ese tiempo en un pueblo distante diez leguas, me pide que le prepare una fiesta pues vienen con él unos invitados, primos de Brígida. Nada más enterarse de la noticia los criados han empezado a ponerse nerviosos, y no es para menos, es como si estos viajes al Norte lo proveyeran de nuevas fuerzas para mostrarse más implacable, como si alguien lo estuviera educando para el mal. Es una influencia más profunda que la de su esposa, no se quién puede ser.”

Luego venían una serie de tachones que mi padre intentó descifrar sin éxito según pude constatar, a continuación la letra temblona proseguía el relato, cogí de nuevo los folios:

“Ha sido realmente espeluznante. Gunter pareció volver de su viaje bastante tranquilo, los primos de su mujer parecían jóvenes normales, bebedores y mujeriegos, pero normales; no permanecieron aquí demasiado tiempo, apenas dos semanas, los criados se sintieron aliviados pues la fiesta resultó del gusto de mi hijo y no fueron reconvenidos siquiera, pensaba que tal vez se había operado un cambio en ambos.
La Cuaresma acababa dentro de unos días y en el pueblo y el castillo comenzaron los preparativos para la Semana Santa, Gunter me pidió permiso para organizarla él. En nuestra casa siempre habíamos plantado una cruz en el patio y hacíamos una representación de la Pasión de Nuestro Señor, pero este año Gunter pidió que dejásemos la cruz en el suelo, que la levantaríamos en su momento; no entendí entonces a qué se refería pero no tardaríamos en enterarnos.
Contrató a todos los carpinteros de nuestro feudo y sacó los caballos de los establos, limpió las caballerizas e instaló allí a los carpinteros, a los que proveyó de madera. Durante una semana no se oyó en el castillo más que el golpeteo de los martillos, nadie podía entrar en el improvisado taller, nadie podía ver el progreso de los trabajos que se estaban llevando a cabo, estoy seguro que ni los carpinteros entendían lo que estaban haciendo. Luego, la mañana del Jueves Santo amaneció el patio lleno de cruces, bellamente talladas, alineadas en el suelo, unas más grandes que otras, al lado de cada una de ellas había un martillo y tres clavos enormes; no sospechaba lo que se le había pasado por la imaginación.
Estaba el sol en todo lo alto cuando las puertas del castillo fueron abiertas y entraron campesinos provenientes de todos los puntos de la comarca, era extraño que no hubiera entre ellos ninguna mujer, eran todos hombres con sus hijos: desde niños recién nacidos a muchachos de doce años, sólo niños. Cada hombre se puso delante de una cruz y cuando estuvieron todos colocados ante ellas las puertas se cerraron; detrás de cada campesino se situó un soldado con una lanza, no me gustaba el cariz que estaba tomando el asunto. Mi mujer y yo permanecimos dentro del castillo observando todo desde la balconada, ella estaba muy inquieta y me apretaba la mano mientras yo se la acariciaba intentando tranquilizarla. Habían instalado una especie de escenario y colocado en él un par de asientos; en ellos se sentaron Gunter y Brígida, desde allí dominaban todo el panorama. Los dos vestían sus mejores prendas, Gunter se levantó, el murmullo de desconcierto y curiosidad cesó. Lo que dijo a continuación nos puso a todos los pelos de punta: para celebrar con todo el esplendor la Pasión de Jesucristo había hecho construir tantas cruces, cada hombre debía crucificar a su hijo primogénito, a semejanza de cómo Dios había permitido que matasen al suyo, los soldados tenían orden de alancear a todo aquel que se negase.
No se puede describir con exactitud todo el horror que sentí, ni los gritos de angustia, miedo y dolor, ni la satisfacción de mi hijo y de su mujer, aquella desnaturalizada que reía mientras veía sufrir a aquellos niños y a sus padres; no se cuánto duró aquello pero me pareció una eternidad. Mi mujer enloqueció: no aguantando tanto sufrimiento puso fin a su vida tirándose por la ventana, no pude hacer nada para impedirlo. Y todos aquellos cuerpos destrozados mi hijo los utilizó de combustible para sus estufas.
¿A quién recurrir en busca de ayuda y consuelo? Estaba solo frente a él, mi único apoyo y amiga había dejado de existir.
Por esas fechas su mujer había quedado encinta, yo ya no mandaba, se hacía tan solo su voluntad, y utilizaba las bellas estufas para impartir justicia, si a lo que hacía se le podía definir con ese nombre. La más grande había quedado para su uso personal, la había instalado en el aposento donde su madre y yo lo habíamos concebido; la otra, en la sala donde antaño recibiera a todo aquel que venía en busca de socorro o de ayuda, en donde yo, con la mejor voluntad, intentaba dirimir las disputas entre mis súbditos. Pero lo que hacía Gunter era una mascarada para satisfacer su crueldad.
Un día llegó un monje mendicante a las puertas del castillo, mi hijo lo recibió con gusto: eran los monjes y frailes las únicas personas que merecían su aprobación, así había sido desde pequeño; en mí nació la esperanza de que aquel santo varón le hiciera ver los errores y tremendos pecados en que había incurrido. Durante unos días la fortaleza vivió unos momentos de paz y sosiego como no había conocido desde hacía bastante tiempo; confiaba en que la influencia del monje fuera positiva.
¡Oh, Dios de los Cielos!¡Cuán equivocado estaba! Aquel era un monje de Satán, un fanático más cruel incluso que mi Gunter, detrás de aquellos hábitos sencillos y monacales se escondía un hombre de alma retorcida y malvada, venía del país de Brígida y era quien había incitado a mi hijo a cometer todas las barbaridades cometidas hasta ahora.
Los primeros días de su estancia discurrieron con normalidad, ambos permanecieron encerrados en los aposentos de Gunter, no saliendo ni para las comidas del día; yo imaginaba que estarían haciendo penitencia o rezando, pero pronto se me reveló la verdadera naturaleza de sus reuniones. Durante el tiempo que estuvieron enclaustrados Gunter delegó en mí la administración de la justicia, y había que ver el alivio de mis antiguos súbditos cuando se daban cuenta que era a mí a quien debían exponerle sus quejas. Pero, por desgracia, no duró mucho tiempo esta situación. Ambos salieron de su encierro al cabo de quince días.
¿Cómo un hombre de Dios puede estar tan pervertido?¿Cómo, Santos del Cielo, pueden vivir sin remordimientos gente como mi hijo y el monje? La crueldad de Semana Santa no fue nada comparada con los que vino a continuación. Ahora el monje no se apartaba de su lado, ni siquiera cuando celebraba audiencia. Repugna a mi conciencia dar a conocer lo que esos dos monstruos fueron capaces de hacer en colaboración, sólo resaltaré dos hechos: el primero de ellos fue en relación con Brígida, que estaba a punto de dar a luz. La encerraron en el calabozo más húmedo del castillo acompañada por un buey y una mula, pues el monje lo había convencido de que ningún ser humano era superior a Jesucristo y su hijo debería nacer en las mismas condiciones que lo había hecho Nuestro Señor. El niño sobrevivió a semejante prueba pero la madre, abandonada de esa manera después de haber conocido el lujo, y sin la asistencia de ninguna comadrona o mujer que la ayudase, parió entre terroríficos gritos y murió desangrada después de nacer el pequeño.
El segundo fue mucho más sutil, refinado y cruel: mi hijo hizo tapizar la habitación donde recibía a sus vasallos con la piel de los que martirizaba, piel que le era arrancada al desdichado en vida antes de que, como era su costumbre, lo cortase en trozos y lo echase al fuego.”
Juan Alfonso estaba fascinado y horrorizado por todo lo que estaba leyendo y al llegar a este pasaje dejó la lectura. ¡Así que era eso lo que había visto en su sueño: la piel de las víctimas de Gunter forrando la pared del actual comedor! No había leído ni la tercera parte del diario, ni se sentía con fuerzas de seguir haciéndolo. Necesitaba tomar el aire; no le extrañaba que su padre hubiera deseado terminar cuanto antes la traducción. Era realmente increíble hasta dónde podían llegar los desvaríos de una mente enferma, tampoco le sorprendía el temor de los descendientes a que aquellos artefactos fueran usados de nuevo en crueles designios; él no había sentido nada cuando estuvo al calor de la estufa, tal vez porque aún no conocía los verdaderos motivos que llevaron a algunos miembros de la familia Taühausser a hacer esas reconvenciones en el diario.
Había salido de casa, pero era tan fuerte su concentración cuando lo hizo que, cuando volvió de sus reflexiones, se encontró con que estaba caminando por la playa, era de noche y sólo unas cuantas personas con sus respectivos perros se intuían en el arenal.
¿Qué hacer con las estufas ahora que conocía la verdad sobre su origen y los hechos de los que fueron involuntarias protagonistas? Dudaba si quedárselas, satisfacían sus ansias de morbo; pero evidentemente existía el peligro, al adoptar esta decisión, de que su mente imaginativa pudiera sentirse atraída a hacer un uso indebido de ellas: sólo pensaba en perros y gatos muertos crepitando en el fuego, pero consideró que siquiera pensar en esas cosas era ya una crueldad. Se desharía de las estufas, ¡qué lástima, con lo bonitas que eran y lo bien que se había sentido rodeado del calor que desprendían! Y si al fin se decidía ¿se las devolvería a los gemelos? No podía hacer eso, había quedado claro que no heredarían a no ser que se desprendieran de ambos muebles. Entonces ¿qué?.
Con la mente dándole vueltas, intentando encontrar una solución al problema, recorrió dos veces Orzán y Riazor. El murmullo del mar llegando hasta la orilla resultó un sedante para Juan Alfonso que, despacio y cabizbajo, volvió a su hogar.

7. Todo vuelve a su cauce
Su padre estaba viendo la televisión, era un poco sordo y a veces subía el volumen demasiado; al abrir la puerta oyó los clásicos ruidos de tiros y pelea, estaba viendo una película de Humphrey Bogart, con un wiskey al lado y en medio de la penumbra; se puso una copa y se sentó junto a él. Ahora sería inútil hablarle, no le haría ni caso, estaba demasiado concentrado en el telefilme. ¿Qué hacer con las estufas? Ahora que conocía parte de la historia sentía que podían ser realmente una mala influencia. Su curiosidad lo impelía a intentar descubrir más información acerca de ellas, su prudencia lo obligaba a deshacerse de tan bellos muebles, y su afán de posesión de algo hermoso y útil lo echaba para atrás en su decisión de abandonarlas en algún escondrijo.
Durante unos momentos dejó que su mente vagara por otros derroteros e intentó concentrarse en la televisión sin conseguirlo. Se encontraba cansado, al día siguiente debería llevar a cabo muchas cosas y necesitaba estar en plena forma y fresco como una lechuga. Silenciosamente se retiró a su cuarto, deshizo la cama, cogió la traducción del diario, se puso el pijama y, acostándose, se dispuso a seguir leyendo; estuvo durante unos minutos ojeando aquí y allá, parándose de vez en cuando para centrarse en un párrafo determinado que llamaba su atención. Como suponía, las atrocidades habían seguido durante un par de generaciones más, luego, un descendiente de un biznieto de Gunter, que había escogido la vocación monástica, se las llevó como dote a su convento y estuvieron calentando a los peregrinos y romeros que pasaban por allí durante bastante tiempo. Cuando murió las estufas retornaron a la familia, a cambio de una sustanciosa compensación a la orden monástica a que había pertenecido Hans Taühausser el Iluminado.
Poco más de interés se decía en el diario. Ya lo leería con calma más adelante, ahora tenía mucho sueño y necesitaba dormir. Se arrebujó, dio un par de vueltas y perdió la consciencia; estuvo durante un buen rato descansando plácidamente, empezó a tener sueños difusos, casi parecía que estaba despierto, pero tal vez estuviera dormido. Se despertó y miró el reloj. Hacía cinco horas que se había acostado. Casi no podía creerlo. Apagó la luz y volvió a dormirse; soñó con las estufas, pero no fue como las otras veces: nada de nerviosismo ni de temor, era más bien un sentimiento de calma y normalidad el que lo embargaba.
Estaba en la biblioteca del castillo, rodeado de libros y sentado en una de las estufas, afuera lucía el sol aunque parecía que no calentaba demasiado y por esa razón debía de tenerla encendida; pero notaba algo raro en ella, no parecía la misma. Se levantó y se puso a observarla, los dibujos eran más modernos y los colores más desvaídos, sintió unos deseos irreprimibles de mirar por la ventana; no ocurría, aparentemente, nada raro allí fuera. Brillaba el sol, los árboles estaban llenos de pájaros que trinaban alegres, la hierba deslumbraba de tan verde. A lo lejos creyó ver algo, una serie de figuras, o de casas, abrió la ventana, se apoyó en el pretil y saltó, se puso a volar en la dirección deseada, poco a poco las figuras fueron aclarándose, eran de forma cuadrada. De repente descubrió que en los árboles, colocados artísticamente, había un montón de cuadros y estatuas. Era un bosque de pinturas y esculturas. Bajó suavemente, posó sus pies en el prado y comenzó a caminar entre obras de todo tipo, no podía decir cuánto tiempo estuvo inmerso en este extraño y fantástico bosque hasta que llegó a un claro. Allí, en medio, fuertemente encadenadas estaban las dos estufas, tan bellas y fascinadoras como la primera vez que las vio en el castillo alemán.
Se despertó comprendiendo lo que debía hacer: fabricaría una copia de las estufas, las originales las donaría a un museo de la ciudad y escribiría un libro acerca de la historia de ambos muebles. Ya eran las nueve de la mañana, saltó de la cama alegremente y de la misma manera se dirigió a la ducha, desayunó ligero y se fue a dar un reconfortante paseo por la playa. Se llevó el bañador, igual hasta se pegaba un chapuzón, a Eduardo sería inútil llamarlo a estas horas, sabía que los sábados dormía hasta tarde.
Estaba disfrutando como un niño en la playa del Orzán, saltando olas y atravesándolas buceando cuando eran demasiado grandes para saltarlas. Regresó a tiempo para comer con toda la familia y nada más acabar llamó a Eduardo. Quedaron en verse un poco más tarde en su casa. Su padre había ido a una inauguración de una galería, su madre estaba con sus amigas merendando en el Casino, y su hermano menor se había reunido con el resto de la familia en la casa de Coristanco. Pasaron la tarde hablando de las estufas, de que tenían que avisar a Otto y Hans y de lo que había pensado Juan Alfonso hacer con ellas. Le contó un poco por encima todo lo que había leído y convino Eduardo que lo que su amigo había pensado era la postura más sensata que se podía adoptar.
Los gemelos fueron avisados y aparecieron en Coruña al cabo de dos días, estuvieron durante una semana haciendo turismo por la ciudad y sus alrededores, luego partieron, rumbo a otros lugares de nuestra geografía. El diario se lo dejaban a Juan Alfonso, volverían a por él cuando dieran por finalizado su periplo por España. Las estufas fueron donadas al Museo de Bellas Artes y en cuanto acabó el verano Juan Alfonso y Eduardo comenzaron su colaboración para escribir un estudio pormenorizado de las estufas. Juan Alfonso hizo fabricar un par de copias y las instaló donde antes había estado ubicadas las originales. Esta fue la historia más excitante que le ocurrió en su vida.
Eduardo cogió fama de excelente investigador después de la publicación del estudio que hizo a medias con su amigo, e incluso fue invitado a dar conferencias y a participar en coloquios, a veces bastante esotéricos y otros mucho más técnicos.