martes, 31 de marzo de 2020

El misterio de la Iglesia Maldita

Hacía apenas quince días que había acabado el semestre, nos habíamos despedido convencidos de no volver a vernos hasta el fin del verano. Y, de repente, hace dos días, recibo una carta de John-Henry, en la que me pide que lo visite urgentemente pues tiene que comunicarme algo muy importante, añadiendo, para picar aun más mi curiosidad, que de nuestro encuentro puede resultar un hecho que nos haga ganar dinero en abundancia, y terminaba dándome las instrucciones precisas para encontrarme con él.
¿Cómo negarme? Con John-Henry había pasado los mejores momentos de mi vida, era un ser original y divertido, con una gran imaginación y un estudiante excepcional. El tren comenzó a aminorar la velocidad, lo que me hizo abandonar mis reflexiones; abrí la ventanilla y vi que casi habíamos llegado. Creí vislumbrar a mi amigo, su alta y desgarbada figura, caminando impaciente por el andén. En cuanto el tren paró bajé presuroso a su encuentro.
 Me ayudó a trasladar el equipaje hasta su coche, en todo el tiempo que duró el viaje no cesó de hablar de lo bien que lo estaba pasando, de los últimos espectáculos a los que había asistido, y de su nueva afición: la criminología. John-Henry poseía una mente en extremo curiosa que le hacía mantenerse informado en los más insólitos campos del saber. Llevábamos diez minutos en el coche cuando nos paramos frente a una casa, en pleno centro de Londres, en una calle que, según pude leer, se llamaba Baker Street. Nos apeamos y John-Henry se dirigió decidido a la puerta, sacó una llave  del bolsillo derecho del pantalón y la abrió; vi una escalera, por ella subimos hasta unas habitaciones y entramos en la más grande. Aquello parecía un museo: muebles de la época victoriana, libros por todas partes, y un violín encima de una maciza mesa de caoba. Nos sentamos en dos cómodas butacas.
 -Bueno, ahora ¿querrás explicarme por qué hemos venido a aquí?
-Hará una semana mi padre me hizo entrega de un sobre, era un pequeño legado que me había dejado mi madre, que debía serme entregado al cumplir la mayoría de edad; no es bastante para vivir de sus rentas pero sí lo suficiente como para iniciarme en cualquier pequeño negocio. He estado pensando todos estos días qué hacer con él. En uno de mis paseos Vd. que esta casa estaba en venta, no era demasiado cara y la compré. ¿No la reconoces? Es la casa de Sherlock Holmes. He decidido montar mi propia agencia de investigación, quiero que participes en esto conmigo.
-¡Estás como una cabra!
-¡No!, intentémoslo, siempre podemos volvernos atrás en el caso de que fracasemos; pongamos un anuncio en el periódico y si en el plazo de… ¿veinte días, por ejemplo? No recibimos ningún encargo, olvidaremos esta excitante idea.
 La primera semana pasó sin novedad, dudaba que el anuncio atrajese a alguien, pero no dije nada puesto que mi amigo confiaba  en que todo saliese bien, deseaba que el mismo se percatase de lo absurdo de su idea. Hasta que un buen día, casi finalizado el plazo que nos habíamos asignado, llamaron a la puerta; John-Henry bajó a recibir al supuesto cliente. A los pocos minutos apareció acompañado de un joven estrafalario que vestía totalmente de negro.
 Se presentó como el señor William Alexander Higginsthon y había acudido a nosotros a fin de resolver un problema, a primera vista baladí, pero que le intrigaba hasta tal punto que, después de mucho meditarlo, había decidido investigar las causas de tan extraño suceso.
-¿Por qué no ha acudido a la policía?
-No me creerían; es un hecho tan absurdo e ilógico que me despacharían diciendo que soy víctima de una broma pesada.
 Hace apenas un mes que me trasladé a vivir con mis tíos  en su casa de campo, no es demasiado grande pero posee una biblioteca que me puede resultar de utilidad en mis estudios. Es tal mi concentración que las horas se me pasan volando consultando cientos de datos. A veces me he llegado a quedar dormido en la mesa de trabajo, entre un revoltijo de papeles. Hará unos diez días…-se paró de pronto, dudando tal vez de nuestra competencia o quizás escogiendo las palabras adecuadas a fin de interesarnos en su historia.
 Hará unos diez días-repitió-comenzaron a caerse los libros. Ocurría sobre todo las noches en que, rendido de cansancio, no queriendo molestar al resto de la casa,  pernoctaba en la biblioteca; tengo un sueño profundo pero no tanto que no me sobresalte el ruido de un pesado tratado de química al caer. Pensé en ratas o en algún animal que, introduciéndose por un agujero, ocasionase el destrozo. Una noche me quedé en vela con el propósito de averiguar quién era el causante del desaguisado, pero nada sucedió. Cada vez caían más.
-Es muy peculiar lo que está relatando. ¿Quiénes viven en la casa, además de sus tíos y usted?
-Mis dos primas y un muchacho alemán, hijo de un comerciante de Munich, que viene a perfeccionar su inglés.
-¿Sus tíos acostumbran a hospedar estudiantes esporádicamente?-preguntó John-Henry.
-Desde hace aproximadamente cinco años, Bernard, mi primo, viaja a Alemania por medio de una agencia de intercambio de estudiantes.
-Le ayudaremos, ¿verdad Thomas?-dijo haciéndome un guiño-¿de dónde es usted?
-De Edimburgo.
-Bien, -intervine-nos presentará como unos amigos de su ciudad natal a quienes se ha encontrado mientras observaba los escaparates de Picadilly, ¿tiene suficiente confianza con sus tíos como para imponerles nuestra presencia por un par de días?
-No habrá ningún problema,  estarán una temporada en Dover, en casa de unos amigos.
-En ese caso-dijo tendiéndole la mano-prepare al resto de los moradores para la visita que les haremos mañana al mediodía.
-Gracias por ayudarme. Aquí tienen mi dirección.
Tenía que reconocer que la historia se presentaba interesante aunque no era tan optimista como mi amigo con respecto a que todo aquello escondiese un hecho criminal, su imaginación siempre había sido demasiado viva. Al día siguiente salimos temprano, teníamos que trasladarnos hasta una población distante unos cien kilómetros de Londres, en dirección este. William Alexander nos esperaba en  la estación de Oldcastle; nuestro destino se encontraba cerca de allí, a tres kilómetros, en una casa de estilo eduardiano, con planta baja, un piso y buhardillas, que presentaba un frente de cuatro balcones.
 Nos presentó a sus primas, Yocasta y Marlene, y al huésped, Heinrich, que en esos momentos estaban almorzando. Después de tomar un ligero refrigerio nos trasladamos a la biblioteca con nuestro anfitrión. El único toque de modernidad de la estancia estaba representado por una enorme mesa de metacrilato en forma de U; un sillón-cama en un rincón, un sofá enfrente de la chimenea, y al lado de cada uno de ellos una mesita con una lámpara, componían el mobiliario de la habitación. Los libros cubrían las paredes desde el suelo al techo, tan sólo interrumpido su orden por un enorme cuadro que representaba la muerte de Héctor. La luz entraba a raudales por un gran ventanal, desde donde se divisaba el jardín. La cerradura no había sido forzada. Inspeccionamos uno por uno los cristales que componían la puerta, pero en ninguno de ellos pudimos observar la más leve manipulación. Deberíamos esperar a la noche. Salimos al jardín.
-¿Dónde nos podríamos esconder?-inquirí.
-El cuadro que vieron es un capricho de mi tía, los ojos de las figuras se pueden deslizar dejando al descubierto un orificio; una persona situada en el despacho de mi tío, contiguo a la biblioteca, puede mirar sin ser vista.
-Una última pregunta-dijo Jonh-Henry-la puerta ¿permanece abierta o cerrada mientras está en el interior de la biblioteca?
-Únicamente la cierro cuando no se utiliza, y la llave la tengo yo.
 Pasamos el día conociendo el pueblo, comenzaba a ponerse el sol cuando llegamos a la casa; la cena, de todo punto informal, se componía de platos preparados provenientes de una tienda especializada en ellos. El muchacho alemán había salido, (todas las noches lo hacía), a visitar unas ruinas que había visto a unos cinco kilómetros de Oldcastle y que pensaba pertenecían a una iglesia maldita del siglo XV. Estudiaba las inscripciones y dibujos grabados en la piedra, decía que la noche le inspiraba; bien, allá cada uno con sus manías, pensé. Las primas se retiraron a una habitación situada en la parte de atrás de la casa, en donde pasaban muchas horas tocando la trompeta y el saxofón, pues eran aficionadas al “jazz”.Subimos a nuestro cuarto. Al cabo de una hora oímos voces que se acercaban, eran Yocasta y Marlene que se dirigían a sus habitaciones en el fondo del pasillo. Esperamos todavía un buen rato antes de salir; bajamos cuidadosamente la escalera y empujamos la puerta del despacho, encontramos con facilidad el lugar indicado por William Alexander y nos dispusimos a vigilar la biblioteca.
 Apenas eran las doce, nuestro anfitrión se encontraba, al parecer, totalmente enfrascado en la lectura de un grueso volumen, de vez en cuando tomaba notas en una libreta; únicamente se oía el ruido de la pluma sobre el papel. Pasaron dos horas, al término de las cuales William Alexander comenzó a cabecear; entonces vimos cómo se levantaba y se dirigía hacia el sillón-cama, lo abrió, se desvistió, quedando en ropa interior, luego sacó una fina manta de uno de los laterales del mueble y la extendió sobre él. De un pequeño estante próximo cogió una botella de whisky, se sirvió un poco en un vaso largo con hielo, seleccionó un libro de la parte inferior y se tendió en la improvisada cama; estuvo bebiendo y leyendo por espacio de un cuarto de hora, hasta que se quedó dormido.
 En la casa no se escuchaba el más leve ruido, desesperábamos de que ocurriese algo. Llevábamos más de cuatro horas encerrados en aquel cuarto cuando escuchamos que alguien abría la puerta principal, los pasos se aproximaban, vimos cómo cedía la puerta de la biblioteca. Era Heinrich. Miró receloso la figura de William Alexander, durante unos minutos permaneció quieto cerca del hombre dormido. Sigilosamente se dirigió al extremo de la librería más cercano al ventanal, sacó unos cuantos libros, metió una mano en el bolsillo del pantalón y, apoyándose en la estantería, comenzó a escribir.
 Al rato sacó más libros y realizó idéntica operación; el dormido emitió un quejido, Heinrich pegó un respingo y, sin preocuparse de los libros, se deslizó hasta la puerta, la cerró y a continuación llamó con los nudillos a ella. William Alexander se despertó, abrió y se encontró con el alemán que se disculpaba por llegar tarde. Nos miramos asombrados, no entendíamos el comportamiento de Heinrich. Vimos cómo salían, y los oímos hablar al pasar al lado de nuestro escondite. Cuando lo creímos prudente salimos de él. En el pasillo superior Heinrich explicaba sus últimos descubrimientos acerca de la iglesia. No esperábamos por el momento ser molestados, así que intentamos abrir la puerta de la biblioteca sin resultado, había echado la llave. Regresamos al cuarto en que habíamos estado escondidos, pues aún se oían voces y no interesaba que Heinrich sospechara que había sido espiado. Nuevamente quedó la casa en silencio; eran las cinco de la madrugada cuando subimos a nuestra habitación, estábamos sumamente excitados por tan extraños sucesos y nos costó conciliar el sueño.
John-Henry apenas durmió, exultante de alegría me despertó a las diez, ya arreglado y vestido. Al cabo de un rato bajamos, en el comedor estaban todos desayunando; Marlene y Yocasta hablaban animadamente sobre los planes del día, el alemán estaba absorto escuchándolas:
-¿Les gustaría acompañarnos?-dijo Yocasta-hay lugares maravillosos por aquí que deben conocer.
-Me temo-respondió John-Henry-que no va a ser posible, Thomas ha recordado que hoy mismo debemos llevar a efecto una gestión en Londres y no la podemos retrasar. Sintiéndolo mucho debemos ausentarnos por un día o dos. Seguro que el señor Heinrich estará encantado de poder practicar su inglés con ustedes.
 El joven alemán se sobresaltó ligeramente, pero, no viendo una manera educada de escapar al compromiso que se le imponía, no tuvo más remedio que aceptar. Sus ojos, pequeños y grises, expresaban una gran contrariedad y resentimiento, pues debimos de trastocar todos sus planes. William Alexander tenía que ir a Londres, así que le acompañaríamos. Al poco las primas se levantaron y salieron, seguidas por Heinrich.
-¿Qué descubrieron?
Le narramos el extraño comportamiento de Heinrich, y quedó bastante sorprendido por la actitud de su huésped; nos dejó la llave de la biblioteca y se marchó. Nos metimos en ella, cerrando a continuación. Sacamos los libros de donde lo había hecho el alemán: había dos trozos de granito incrustados en la madera, formando parte del estante; en ellos había grabadas inscripciones en un idioma desconocido para mí, y que John-Henry identificó como griego clásico. Sacó del bolsillo de su camisa un lápiz así como dos láminas de fino papel vegetal y poniéndolas encima de las palabras sacó una copia de aquellos caracteres. Dejamos todo como estaba y salimos de la casa, siguiendo caminos vecinales llegamos a la famosa iglesia maldita, pues sospechábamos, con razón, que formaba parte del enigma.
 Era un pequeño edificio cuyo tejado estaba semiderruido, una inscripción en la parte superior del ábside central nos informaba que allí habían tenido lugar una serie de ritos siniestros  hacía más de cinco siglos. Empezamos a examinar minuciosamente la construcción. La única particularidad que descubrimos fue la siguiente: la iglesia tenía tres ábsides, en cada uno de ellos había un altar, el de en medio dos veces mayor que los laterales, tanto este como el de la derecha tenían una serie de palabras escritas en su parte superior, no así el de la izquierda que permanecía liso. Aquello no cuadraba, la simetría era consustancial a este tipo de construcciones. Observamos que mientras la mayoría de las piedras mostraban un parecido aspecto de antigüedad, no ocurría lo mismo con este altar, en el que la parte superior se notaba más clara que el resto.
 Hallamos otra particularidad: las inscripciones eran en realidad tapaderas de un osario. Alguien había trocado la tapa original por aquella otra totalmente lisa. Tenía que existir una relación entre la iglesia y la biblioteca…
-¡Claro! Fíjate, también es griego clásico, hagamos una comprobación-dijo John-Henry al tiempo que extraía las láminas de papel vegetal y las colocaba sobre el altar –encajan perfectamente.
 Ya sabíamos lo que estaba buscando Heinrich. Sacamos copia de todo y, dirigiéndonos al pueblo más cercano cogimos el tren hacia Londres, allí John-Henry pasó la mayor parte de la noche descifrando los textos; yo me había quedado dormido en uno de los sillones, así que me dio un buen susto cunado, jubiloso, gritó:
-¡Ya lo tengo Thomas! Es un ritual para convocar al demonio, pero aún hay otra cosa, acrósticamente nos muestra un mensaje. Estas letras son posteriores ya que son caracteres griegos ocultando un mensaje en inglés:
behind  the left  altar
-¿Quién puede haberlo escrito y qué significa?
-No lo sé, no he encontrado ningún dato de interés que pueda echar luz sobre este asunto. Regresemos, tenemos que averiguar qué está ocurriendo.
Momentos antes de subir al tren John-Henry hizo una llamada a Munich para confirmar la veracidad de la historia de Heinrich. No dijo una palabra en todo el trayecto, nos apeamos en la estación anterior a Oldcastle y campo traviesa llegamos a la iglesia. Nos dirigimos al altar de la izquierda como indicaba el mensaje y encontramos en la parte trasera una inscripción que, debido al paso del tiempo, se hallaba recubierta de una espesa  tela de araña. La limpiamos cuidadosamente, letra a letra. No bien habíamos acabado nuestra labor con el último signo cuando el altar giró sobre si mismo dejando al descubierto una escalera de piedra. Estábamos a punto de bajar por ella cuando oímos el ruido de unos pasos que se acercaban. No podíamos escondernos así que nos acurrucamos lo mejor posible detrás del altar. Sonaban cada vez más próximos, y de repente pararon.
-¿Qué hacen ustedes ahí?
-Lo mismo podríamos preguntarle nosotros-respondí, medio enfadado por haberme descubierto el alemán en una postura tan ridícula.
-¿Yo? ¡Estoy en mi derecho!-gritó Heinrich lívido de furor-sea lo que sea ha pertenecido siempre a mi familia. Esta es la historia: allá por el siglo IV un mercenario bárbaro del ejército del emperador romano Juliano cruzó el estrecho que separa la Galia del país de los bretones, dejó constancia en sus memorias de que había salvado algo muy valioso, perteneciente al Emperador, en un templo dedicado a Hermes que se encontraba situado al sur del país. Repito, el manuscrito ha pertenecido siempre a mi familia, durante siglos hemos intentado encontrar el tesoro escondido por mi antepasado, infructuosamente, hasta que a mediados de los años 70 el hermano mayor de mi padre, que estaba buscando un terreno por esta zona pues quería instalar aquí su residencia, creyó encontrar la ubicación exacta del antiguo templo de Hermes, y posiblemente el pasadizo, dado que ustedes han logrado descifrar el mensaje.
-Sí, y me extraña que usted no lo haya conseguido-replicó John-Henry.
-Mi tío, efectivamente, escribió una carta a mi padre, muy sucinta por cierto, en que tan sólo le desvelaba lo que acabo de relatarle. No tuvo tiempo para más, el avión en que viajaba de regreso a Munich se estrelló, no hubo supervivientes. Hace apenas un año que me han puesto al corriente de toda esta historia, y por fin tuve la oportunidad de viajar a Inglaterra.
-Sé que dice la verdad. Veamos ese tesoro. ¿Tiene una linterna? Enfoque la escalera.
 Heinrich hizo lo que se le pedía, y vimos que el pasadizo estaba excavado a poca profundidad, bajamos por ella. Caminamos durante unos diez minutos hasta que nos topamos con una pequeña sala, construida enteramente de granito; en una de las piedras se hallaba incrustada una calavera, en cuya frente alguien había grabado toscamente un águila sobre lo que parecía una media luna. Heinrich pegó un grito:
-¡El escudo de mi familia! Ese dibujo…estaba en las memorias.
-Imagino que será la puerta que nos desvelará el secreto. Por favor, introduzca tres dedos en los agujeros de la calavera-dijo John-Henry.
 Se oyó un ruido y una porción del muro se movió dejando al descubierto un bloque de piedra con el mismo motivo grabado en ella. Heinrich dio muestras de una gran decepción, no así John-Henry que se apresuró a decir:
-Nadie toma tantas precauciones si no considerase que hay algo muy importante por medio, fíjese que esta piedra no ha sido tocada en siglos, pues está recubierta de un tupido musgo; debe de haber un mecanismo que abra el último escondite.
 Heinrich examinó la piedra, la intentó girar, levantar de su sitio, sólo cuando posó su mano sobre el dibujo se movió, dejando ver una caja de plomo sellada con lacre. La sacó, y poniéndola en el suelo se dispuso a abrirla, al cabo de unos minutos finalizó la operación. El interior guardaba un cilindro de plomo que John-Henry identificó como un recipiente de los utilizados en la antigüedad para conservar los pergaminos; efectivamente, así era. John-Henry sacó los documentos cuidadosamente y estuvo examinándolos un buen rato, uno de ellos presentaba el mismo dibujo del águila.
-Ciertamente es un tesoro pero no como lo imaginábamos. El emperador Juliano era un adepto del culto de Eleusis, tenía prohibido revelar el contenido de los misterios a que eran sometidos todos los iniciados; pero Juliano era un hombre que muchas veces pensaba en términos futuros, y decidió escribir todo lo que sabía acerca de ellos, creía que las generaciones que estaban por venir debían conocerlos, tal vez con la vana esperanza de que algún día triunfase el culto de Eleusis sobre los demás. Este último comentario es mío, el resto lo cuenta ampliamente tu antepasado en el pergamino. El otro, con la firma del emperador, es una relación completa de todo lo que vio y aprendió el día que fue invitado a participar en los sagrados ritos. Tu antepasado te legó un gran tesoro: uno de los secretos mejor guardados de todos los siglos. Ahora todos los museos disputarán su posesión, podrás sacar un gran beneficio económico.
-No niego que esperaba alguno, pero resulta un orgullo para mí que el fundador de nuestra familia guardase con tanto celo el manuscrito de Juliano.
-Ya podemos irnos-dije-hemos de explicar a William Alexander lo ocurrido.
 Y así terminó felizmente nuestra primera aventura, pues este fue el comienzo de nuestra carrera de investigadores. William Alexander quedó sumamente agradecido por nuestra ayuda, aunque fuera en un asunto tan nimio, que se tradujo generosamente en dinero; Heinrich, por su parte, cedió a buen precio el manuscrito al Museo Británico, volviendo dos semanas después a su país.
                                  

O sacrificio das salíquidas

¡Oh, deuses inmortais: os que habitades no luminoso firmamento, na fondura das covas, nos ledos ríos, nos feraces campos, nos caudalosos ríos, no misterioso Averno e no inmenso mar; que existides antes de que eu, un insignificante mortal, vise a luz na miña querida Ática. E aínda antes de que o heroico Odiseo pasase mil afanes na procura do seu fogar, Ítaca; e aínda antes de que Orfeo roubásevos o segredo do fogo, e de que Perseo cortase a cabeza da Medusa e de que Atlas fora condenado a levar sobre os seus ombreiros á Terra como castigo á súa ousadía; antes de que nosoutros, pobres mortais, fosemos redimidos pola vosa xenerosidade grazas a Démeter, que nos mostrou o segredo das estacións.
Pídovos que teñades clemencia, que as miñas palabras, contando o sacrificio das salíquidas, non vos parezan ofensivas e pouco corteses; e se a miña explicación non vos semella axeitada ou barruntades que hai xenreira no meu relato, será a causa da miña ignorancia e non porqué sinta animadversión cara a vosoutros.

Sabede, ¡oh, espartanos!, que houbo un tempo no que os deuses gobernaban na Terra e os humanos vivían nunha perfecta harmonía entre eles: non existían as enfermidades, nin as guerras, nin a envexa, nin o odio; os pobos mirábanse con curiosidade e non con desconfianza, o estranxeiro era benvido e non encarcerado, as colleitas eran abundantes e ninguén morría de fame, houbo un tempo no que os nenos eran felices, as mulleres moi belas e os homes fortes, e todos eles nobres e xenerosos. Todo isto, agora, gárdao Cronos na súa arca e só pola súa vontade tornará o que perderamos pola nosa iniquidade.
Ocorreu un día, nunha das praias do Peloponeso, que chegou un estranxeiro atado a un anaco de mastro: estaba seminu, era novo e forte. As olas deixárono suavemente na area. Aulicas, a brisa salgada, secoulle o seu corpo mentres xacía exhausto e sen sentido, e Helios protexíao co seu suave e cálido manto. Nunha duna preto de alí as fillas do rei Epurión estaban a xogar: Ecautia era tan áxil como un corzo, Cartía era tan flexible como un xunco e Parmenia, a maior delas, era tan prudente e sabia como a curuxa.
Era Ecautia a instigadora de tódolos xogos cos que pasaban a maior parte do tempo tódalas mañás: súa foi a idea do refuxio no souto, onde retirábanse a soñar coas terras alén do mar; súa foi a iniciativa que as levou a descubri-lo pequeno habitáculo enriba dos seus apousentos e a atopar nel tan só po e sucidade, onde, a partir de entón, gardaban os seus pequenos tesouros. E tamén foi súa a idea de iren a xogar á praia aquela mañá primaveral.
Ían vestidas cunhas curtas túnicas vermellas e os seus cabelos levábanos adornados cunhas coroas de flores fabricadas pola maior; cada unha delas portaba unha bolsa de tea branca na cintura, onde gardaban abondo de cousas miúdas, moitas das cales encontrábanas mentres percorrían polo bosque ou pola praia. Ese día ían na busca dos tesouros que Poseidón non desexa ¡el ten tantos¡ como as diminutas pedras de cores, as conchas anacaradas ou os restos dos naufraxios. Estaban moi ledas, pois Cartía atopara unha marabillosa buguina, chea de pinchos por fóra e cunha familia pequerrecha de cangrexos brancos coma o leite no seu interior, ós que devolveron á area, roubándolles o seu incrible e fermoso fogar; o mar estaba nela, pois escoltaban o seu murmurio cando a poñían preto das súas orellas.
Ían pasándose unhas a outras a xigantesca cuncha, rindo e bailando mentres o facían cando, de súpeto, Ecautia tropezou e caeu sobre a area; miraron cara a abaixo e foi nese intre cando se decataron da presencia do fermoso mozo que xacía inconsciente ós seus pés. Observárono abraiadas, pois endexamais viran un home como aquel: o seu corpo, de cor vermella, ardía, e tamén vermellos como o fogo eran o seu cabelo e a súa barba; tocárono temerosas, mais o mozo non se moveu. Vestía unha estraña roupa de cor escura que desprendía un cheiro nauseabundo, semellaba coiro en putrefacción; non levaba ningún tipo de arma pero si un enigmático colgante no pescozo, no que alguén gravara un martelo e un sol poñente. As fillas do rei Epurión posuían moi boas calidades: eran valentes, ledas, xenerosas, curiosas, aínda que non impertinentes; e, por suposto, pois na súa terra era case unha relixión, moi hospitalarias. Moitos estranxeiros atravesaban as terras do seu pai: xa camiño do país dos celtas e dos bretóns, xa na procura das misteriosas terras do leste, cara as rexións onde crecían as máis estrañas e olorosas especias e onde se tecían aquelas teas brillantes e suaves, as preferidas pola súa nai. Todos pasaban por alí pois coñecían a amable acollida dos seus pais.
Sentáronse a examina-lo mozo dende unha distancia prudencial, non por medo senón para poder fita-lo cunha maior tranquilidade. Ecautia, cansa de esperar, achegouse a el para comprobar se cruzara xa o Leteo e aplicou a súa orella ó peito: o seu corazón, aínda que debilmente, latexaba con regularidade. Entón Ecautia, a menor e máis intrépida, dixo ás súas irmás:
-Irmás, este home vive, aínda non sei por canto tempo. Eu son a máis rápida das tres e propóñovos que sexa eu quen vaia na busca de axuda mentres vosoutras botades unha ollada ó estranxeiro; co auxilio de Artemisa correrei como o vento ata o pazo do noso pai, el saberá que facer.
Non ben rematara de pronunciar estas palabras ela partiu veloz coma unha frecha, sen que as súas irmás tivesen nin a máis pequena posibilidade de dicir calquera outra cousa en contra da súa idea.
Ecautia correu atallando polo souto dos freixos, onde as ninfas Tarquía e Aniope, as fillas máis pequechas e queridas de Zeus, gustaban de xogar e de cantar ó solpor, cando Helios anda na procura doutros lugares ós que alumar coa súa brillante luz. Ela escoitáraas entoar estraños e insólitos cantos nunha lingua non enteiramente comprendida por Ecautia, aínda que xamais lograra ve-los seus rostros ou albisca-los seus corpos; de calquera xeito, agasallábaas de cando en vez deixando, debaixo do vello carballo na linde do bosque, preto do seu fogar, unha xerra chea de mel de romeu, pois sabía que lles gustaba xa que pola maná o xerro estaba baleiro. Correu entre o s freixos, non tardando en chegar á súa casa; aínda non rematara de saír do arboredo cando escoitou música que viña do pazo: o seu pai estaría agasallando a algún mercador dos moitos ós que ofrecía a súa hospitalidade. Chegou coa lingua fóra, coa cara vermella e suorenta; entrou coma unha tromba na sala do banquete, onde unhas bailarinas estaban interpretando un vello e fermoso baile; os invitados rían debido ás palabras do anfitrión, aínda que ó principio ninguén se decatou da súa presencia ela si notou que o home preto do seu pai era moi semellante ó home da praia; aínda que un pouco máis baixo e máis corpulento, posuía o mesmo cabelo vermello e a mesma poboada barba; mais vestía a túnica grega e ría fortemente, coa boca totalmente aberta mentres botaba o corpo para atrás e golpeaba o seu ventre e daba unha puñada na táboa, o que facía saltar o seu prato e a súa copa de viño.
Ecautia respirou fondo e procurou tranquiliza-lo seu folgo, logo entrou no salón; ó ve-la chegar sen as súas irmás o seu pai deixou de falar, tódolos alí presentes calaron na espera dos acontecementos. Ecautia tranquilizou ó seu proxenitor, contoulle dun xeito breve a aventura da praia e como o seu invitado parecíase abondo ó home que ela e mailas súas irmás encontraran na area.

Cartía e máis Parmenia falaban en voz baixa acerca do mozo descoñecido e facían conxecturas sobre a súa orixe e a súa liñaxe; o mozo seguía inmóbil, cuberto pola area que as dúas irmás puxeran sobre el para refresca-lo seu ardente corpo. Escoitaron un xemido e o mozo axitouse levemente, elas acadaron un pouco máis pois coidaron oírlle murmurar. Esperaron impacientes, case encima del, mentres facían sombra cos seus corpos, a que tornase a falar ou recuperase a consciencia, e non tardaron en ve-los seus desexos cumpridos:
- Briggitt und Heine, Briggitt und Heine....Kurt.
Apartáronse a modiño do mozo, estaban a meditar sobre o ocorrido cando escoitaron voces que viñan das árbores pretas á praia, xusto por onde desaparecera a súa irmá; axiña viron ó seu pai e máis un montón de xente, e tamén a un home moi semellante ó estranxeiro da area.
Epurión traía consigo un palanquín, o mesmo que utilizaba cando percorría o seu reino, e alí instalaron comodamente ó mozo; Parmenia imaxinou ver unha mirada de curiosidade, e quizabes de temor, no hóspede do rei, ó mellor eran imaxinacións súas. Chegaron de contado ó pazo, onde a súa nai e mailas súas doncelas acomodaron ó forasteiro que seguía inconsciente, preparáronlle unha alcoba na cal a súa máis fiel doncela, unha muller bretona moi forte, vixiaría o seu soño.
O rei pediu ó seu hóspede, o cal nome era Willem, que permanecese con el, se iso non retrasaba a súa viaxe, ata que o enfermo recuperase o senso e puidese falar, pois coidaba que ámbolos dous tiñan unha mesma orixe. Willem non se puido negar.
O mozo estaba ben coidado por Gwen, a bretona, e máis por Hypólita, unha matrona de certa idade, fiel ata a morte a Kiobe, a esposa de Epurión. Non se separarían del nin un momento; e cando tiveron que facelo, dúas veces, habíaas substituído Camila, a filla da matrona. Hypólita era unha viúva romana, compañeira de Kiobe dende nenas; aceptara o ofrecemento da súa amiga de ir vivir con ela cando morreu o seu marido, e como Hypólita non tiña a ninguén no mundo e a parentela do seu esposo odiábaa por casar con el, coidou aceptar a hospitalidade de Kiobe e daquela vivía na súa casa; sempre fora tratada con respecto e a súa filla recibira a mesma educación cás fillas do rei. Camila era moi amiga de Ecautia, Cartía e Parmenia; ese día non fora con elas aínda que sempre as acompañaba nas súas correrías e xogos, sempre que a súa nai non a necesitaba. Hoxe non puidera porqué o rei pediulle que fixese aqueles doces de mel con améndoas e sésamo que tanto lle gustaban, e pasara toda a mañá ocupada naquel traballo. Quería a Epurión como se fose o seu pai, o seu verdadeiro proxenitor morrera cando ela era unha rapaciña e non posuía ningún recordo daqueles tempos, só sabía que ocorreu nunha das moitas loitas ás que van a miúdo os homes,
O mozo durmira tranquilo e repousadamente toda a tarde, mais pola noite subiulle a febre, as tres mulleres escoitaran os seus delirios naquela lingua incomprensible para elas e alternáronse poñéndolle compresas de auga fría na fronte, intentando que lle baixase aquel ardor que lle facía axitarse no leito.
Eos, a dos rosados dedos, viu como ó fin descansaba cun sono sosegado; Helios brillaba con todo o seu esplendor no alto cando o mozo abriu os ollos; rapidamente as mulleres faláronlle a modiño para tranquilizalo e Camila correu a avisar ó rei e á raíña. Axiña o apousento encheuse de xente, tamén estaba Willem que ía se-lo intérprete do enfermo:
-¿Que fas aquí, Heine? ¿Que ocorreu co barco? -preguntou Willem.
O mozo observábao receoso e Epurión pensou que non entendía o que lle estaban a dicir; moi ó contrario xa que, aínda que Willem non informara ó rei da identidade do estranxeiro, este coñecíao de abondo pois era o seu sobriño, ó que intentara matar ó provocar un motín no seu barco: era o fillo único do seu irmán Kurt e ademais o herdeiro ó trono de Dinamarca. No caso de que o rapaz morrese el, Willem, ocuparía o seu lugar no trono e máis na voda coa súa noiva Briggitt e converteríase dese xeito en rei de Dinamarca e de Normandía. Os seus planos malográranse, Willem, pensando que Heine non entendera a súa pregunta, volveu a repetila e o rapaz respondeu:
-¡Traidor oín perfectamente os teus planos cando lle dabas as ordes ó meu piloto no porto; de calquera maneira, embarquei. Crin que aquel home, compañeiro meu nun montón de expedicións, non me traizoaría a pesar dos teus manexos e do gran botín que lle prometeras; aínda que non me matou como ti pretendías: abandonoume nun bote sen auga nin comida, pois o medo que ten ó meu pai foi máis forte cás túas ameazas.
-¿Que di? -preguntou Kiobe -¿entendes o que está dicindo?
-Sí, coido que ó fillo dun mercador e que naufragou por mor dunha treboada preta das illas Cícladas, e que collendo unha póla dunha árbore logrou salva-la vida, chegando deste xeito ata a praia cerca do souto dos freixos, onde perdeu o senso e onde as vosas fillas o atoparon.
Aínda que Epurión creu todo o que Willem dixera, Kiobe notou un matiz de falsidade nas súas palabras; nunca lle gustara aquel home. O seu instinto dicíalle que, a pesar de que o seu marido tíñao en moito, ese home de pel branca e cabelo vermello podería trae-la ruína á súa casa.
Pasaron dous días, aínda que o mozo ía recuperando as forzas pouco a pouco non estaba o suficientemente restablecido como para acompañar a Willem na súa viaxe; Epurión, que quería ás súas fillas tanto que non lles negaba nin a cousa máis pequena, claudicou cando elas pedíronlle que consentise a Heine quedar na casa ata que puidese valerse por se mesmo; Willem recolleríao cando tornase, despois de dous ou tres meses.
Así que Willem partiu cara ó país dos escitas mentres Heine era coidado e mimado polos habitantes do pazo. Era un mozo intelixente e aprendeu, con non pouco esforzo, aquela lingua complicada, pero moi fermosa, de Epurión. Trabou unha gran amizade coas catro rapazas e elas queríano coma un irmán. Moitas veces tiñan paseado ata a praia onde o atoparan e contáronlle a historia do souto dos freixos, onde pronto ían celebrar as festas no honor de Artemisa e Selene. Chegou o día e Heine foi con elas; os pastores e pastoras reais ofreceron o seu derradeiro año recentemente nato ás deusas, o rei e mailas súas fillas sacrificaron un xato branco como o leite; bailaron, xantaron e beberon ata que cansos quedaron todos durmidos, pois tal foi o desexo de Perséfone que ansiaba botar unha axuda a Tarquía e máis Aniope, as ninfas; sen tardar apareceron nos soños de Ecautia e dixeron:
 -Ecautia, Ecautia, escoita ben o que temos que dicir: coñeces o poso aprecio pois a mel de romeu que tódolos días nos deixas como agasallo es de tódolos regalos que nos fan o máis querido por nosoutras, e agora que a túa familia está en perigo debemos avisarche. O home vermello só os traerá males de abondo aínda que non será pola súa man senón por outra máis querida e que vive convosco dende moito tempo atrás. Ecautia, Ecautia, sé prudente, ti e mailos teus parentes e amizades estades baixo a nosa protección, pero hai cousas dabondo que só o mesmo Zeus pode evitar, e sen embargo, nalgunhas delas nin sequera el ten poder para intervir.
E dicindo estas palabras foise a visión; Ecautia espertou sobresaltada polas palabras das ninfas, estaba a piques de amencer e ó seu redor todos durmían profundamente. Arranxou a túnica e camiñou ata o regato preto do claro do souto, a auga limpa e fresca despexouna totalmente; sen embargo o seu desacougo ía cada vez a máis, dáballe voltas e máis voltas ás palabras das súas divinas amigas, non podía concibir que alguén preto dela puidese facer mal á súa familia.
O tempo foi pasando ata remata-lo primeiro mes da estancia no pazo do estranxeiro. Ecautia case esquecera o aviso que lle fixeran Tarquía e Aniope, sabía que os deuses non se enganan endexamais nas súas predicións, mais o anunciado non o descubrira: todo era quietude e felicidade entre os seus. Heine e máis Camila fixéranse moi amigos, inseparables camiñaban polo souto e pola praia; eran xente nova e comezaron a sentiren un fondo amor entre eles, tanto que, cando o rapaz falaba coas tres irmás Camila, sen podelo evitar, sentía unha furia no seu interior irrefreable que lle provocaba pensamentos malévolos e destructivos contra as que, ata agora, foran as súas mellores amigas. Ó comezo esa furia duráballe pouco e avergoñábase das abraiantes cousas que pasaban polo seu pensamento; os días transcorran e a ira e a desconfianza foron a máis. O afecto de Heine, cara a Camila, aínda que máis sosegado, era igual de intenso e caía nunha fonda melancolía se por algunha razón atopábase lonxe dela demasiado tempo, entón dedicábase a dar longos paseos completamente só polo xardín do pazo, sen poder deixar de pensar nela.
Camila sempre levaba con ela un pequeno coitelo co que recollía as plantas e mailas raíces que a súa nai lle pedía, (ben para a cociña, ben para facer remedios contra todo tipo de enfermidades); un día, mentres apañaba romeu e lavanda, creu ouvir unhas voces coñecidas preto da linde do claro do souto, moi quedo foi achegándose e dende detrás dun arbusto viu ó seu amado Heine, cos xeonllos na terra fronte de Parmenia mentres lle bicaba un pé. O seu sangue ferveu e a súa cólera alcanzou tal dimensión que, sen pensar nas consecuencias, abalanzouse sobre eles ferindo no intre á rapaza e, antes de que Heine puidese repoñerse da sorpresa, deu unha reviravolta e atravesou o pescozo del. O seu carácter, noutro tempo doce, era pura maldade, a morte daqueles dous seres non lle afectou nin o máis mínimo; un tras outro arrastrou os corpos mortos ata a ribeira e botounos ó mar deixando cás ondas os afastaran.
Crede, ¡oh, espartanos!, se vos digo, que tan axiña como o mar alongou ós xoves, Camila caeu nunha desesperación maior cá que sentira a causa dos celos; toda a súa furia desapareceu coas ondas do mar e no seu lugar quedou un corazón esfarrapado e desolado polo comportamento que tivera, tanto co seu amado coma con aquela coa que se criara como unha irmá.
En canto Camila decatouse do que fixera comezou a chorar de abondo; sen darse de conta, mentres ía deste xeito, chegou ó pequeno claro do souto dos freixos onde caeu nun fondo soño. No pazo empezaran a notar a longa ausencia de Heine e máis Camila, sobre todo da moza, pois Willem chegara de súpeto aquela mesma tarde, e precisaba a súa nai a axuda da rapaza para agasallar de maneira conveniente ó invitado, que non só rematara satisfactoriamente os seus negocios senón que arribou cuns regalos moi estraños para toda a  xente do pazo: teas brillantes de fantásticas cores bordadas con fíos de ouro e prata, aparellos de cobre e bronce, espellos puídos como endexamais os viran, especias e alimentos descoñecidos naquelas latitudes; e incluso tres gatiños moi peludos para as tres fillas de Epurión e dous cans para o rei e maila raíña, tan fracos que semellaban estar mortos de fame, e que Willem dixo que se chamaban galgos. Tiñan que mostraren agradecemento cun home tan xeneroso e por iso organizaron unha esmorga; foi lembrada durante moito tempo como a meirande que viran os cidadáns de Ythión dende que o rei Epuri6n comezara o seu reinado. Esta era a razón pola que cumpría a presencia de Camila.
Hypólita, que coñecía moi ben á súa filla, pensou que algunha cousa moi importante impedira que estivese preto dela, e xa que ela non podía saír da cociña pediu a Gwen que fora na súa procura; a rapaza ía acompañada polas tres fillas do rei.
Foron directamente ó souto, Hypólita indicáralles o sitio por onde ela adoitaba ir  recolle-las herbas cando eran precisas; o silencio era absoluto agás polo oulear intermitente dalgún moucho. Comezaron a berra-lo nome da súa amiga, pois aquel estraño ambiente presaxiaba algunha desgracia, e non tardaron en dar con ela: atopárona en medio do claro do souto e, ó parecer, axitábase mentres soñaba e murmuraba non sei que. As rapazas achegáronse ata Camila e intentaron espertala, pero non foi posible; apenas podían distingui-las palabras que saían da súa boca pois pronunciábaas entre irrefreables choros e, aínda que a axitaron para espertala , non o conseguiron. Axiña entenderon o que Camila dicía e escoitaron abraiadas os feitos que ocorreran, non facía moito, no mesmo sitio onde se encontraban.
Todas miraron abraiadas á doce rapaza de enormes ollos negros e rizado cabelo escuro; Ecautia lembrou as palabras das ninfas pero non dixo ren. Intentaron por tódolos medios que Camila volvese en si pero non houbo maneira, ata que Cartía pensou en esparexer auga do mar na súa cara, o que provocou que a rapaza espertase de súpeto berrando de abondo. Tentaron acougala, aínda que non lle dixeron o que escoitaran dos seus beizos. Camila non deixaba de mirar a Parmenia totalmente aterrada, non tiña ollos senón para ela, como se tódalas cousas que estaban ó seu redor non existisen, mirábaa e palpábaa unha e outra vez. Conseguiron leva-la ó pazo, mais no estado no que se atopaba non servía de axuda, así que a súa nai deitouna de contado e deulle un bebedizo para calmala. Ecautia velou o seu soño toda a noite.
A nova da desaparición de Heine alegrou a Willem no fondo do seu corazón, xa se vía gobernando ó seu xeito o reino do seu irmán enfermo, ó que non lle quedaba moito tempo de vida, pero non podía viaxar aló nestas circunstancias, aínda que só fora por garda-las aparencias tiña que ir na busca do seu sobriño; a pesar de que el sabía que non podería atopalo endexamais xa que escoitara acochado a conversa das rapazas co rei. Tampouco imaxinaba quen puidese se-la moza que Camila confundira con Parmenia e que desaparecera con Heine no fondo do mar. Mais, iso tanto lle deu.
Esa noite desencadeouse unha treboada como nunca se vira en Ythión; os habitantes do pazo, asustados, decidiron facer un sacrificio a Zeus pois sentían que o pai. dos deuses anoxárase cos habitantes da cidade. Choveu toda a noite, e ó día seguinte tamén, e as augas non deixaron de caer na terra durante unha semana: as árbores desarraigáronse, as colleitas malográronse, os ríos subiron tanto o seu nivel que moitas das aldeas e casas do redor da cidade foron sepultadas por aquela abraiante riada de lama, madeira e auga. Moitos animais pereceran afogados e moitos outros foron sacrificados no honor do pai dos deuses, aínda que todo foi inútil. Decote, Camila permanecera naquel estraño estado inconsciente e ó non poder comer nin beber íase consumindo pouco a pouco; case non tiña forzas, o seu corpo estaba a se resecar e a súa cor desaparecera das súas meixelas. Ecautia desfalecía, non deixara de coidala nin un intre en tódolos días e, a pesar da súa fortaleza, non puido evitar esa noite quedar fondamente durmida. Tarquía aparecéuselle:
-Ecautia, Ecautia, todos vós pereceredes pola culpa dun só, tódolos vosos sacrificios son infructuosos, todos morreredes de fame e enfermidade sen que logredes que Zeus vos perdoe; só un sacrificio humano aplacará a súa ira, e ten que ser voluntario, e ten que ser alguén tan querido por vosoutros como o era a miña irmá polo noso pai; só deste xeito conseguiredes que as augas tornen ó seu leito e que cese o sufrimento dos teus concidadáns. Era a miña irmá a que se namorou dese mortal que chamades Heine e non sabendo como abordarlle finxiu que se lle cravara unha espiña no pé para así chama-la  súa atención, e foi nese intre cando a moza Camila sorprendeullos e matounos. Ecautia, Ecautia queda moi pouco tempo -e dicindo isto a visión desapareceu.
¡Deuses do Olimpo! agora entendía todo o que estaba a suceder, desexou ir de contado na busca do seu pai para informarlle do que lle dixera Tarquía, mais unha forza invisible retíñaa no asento, unha néboa inundou a habitación e ante ela apareceron Heine e máis Aniope, que lle dixeron:
-Todo o dito por Tarquía é verdade, non sufras por nós pois Camíla non chegou a matarnos, aínda que agora non poidamos tornar á nosa antiga natureza, nin sequera a nosa forma é a que coñecías aínda que aparezamos ante ti deste xeito; nós perdoamos a Camila pero a furia de Zeus é moi difícil de aplacar e seica cómpre un sacrificio máis grande que o sinalado pola ninfa. Ecautia, non debes dicir a ninguén o que pasa, a un mal privado corresponde un sacrificio do mesmo tipo; sabemos que ti es xenerosa e valente, non temas morrer porque vivirás connosco por sempre. Sae da casa cando empece a alborexar sen dicir nada a ninguén, descalza e vestida cunha túnica azul, vai á praia onde ocorreu todo. Será só un momento e salvarás ós teus da morte. Esperámosche, Ecautia.
E tal como chegara a néboa desapareceu.
Ecautia quedou pensativa, non tanto polo que ía facer como polo que pensarían os seus pais e mailas súas irmás ó descubri-la súa desaparición; xa non puido concilia-lo sono no resto da noite. Cando chegou o momento vestiuse corno lle pediran e saíu a modiño; deixara de chover pero no ceo aínda podíanse ver espesas e negras nubes, mais naquel preciso momento o ambiente era tranquilo.
¿Cal seria a forma na que atoparía ós seus amigos? Non entendía moi ben o que se referiran e cando acadou o sitio indicado non puido ver a ninguén. De súpeto observou que as augas encomezaban a axitarse e ó pouco apareceron ante ela un xeito de peixes, en verdade grandes, que nadaron case ata a mesma ribeira; non tivo medo, pois a súa mirada era doce e invitaba a achegárselles, o que fixo a rapaza de contado. Tiñan que ser eles: ningún outro ser vivente víase en todo ó redor. Un daqueles peixes abriu a súa xigantesca boca e deixou escapar un suave murmurio, que a rapaza comprendeu integramente:
-Son Heine e esta é Aniope, agora somos salíquidas ou baleas, como nos chaman noutros lugares; as fillas de Poseidón curaron as nosas feridas e salvaron as nosas vidas, pero a costa de perdermos a nosa natureza humana en favor da actual. Ti serás, en canto nos acompañes, coma nós; os teus pais chorarán a túa perda e farán loito os habitantes de Ythión, mais Zeus quedará satisfeito e os teus serán salvados. Ven connosco. Non teñas medo,  espérache unha vida como non te imaxinas.
E Ecautia, sen pensalo dúas veces, camiñou cara a eles ata que os tres desapareceron no mar.
Cando no pazo se decataron da desaparición da menor das fillas do rei Epurión, non entenderon onde podía estar; así como este feito deixáraos abraiados, tamén quedaron pasmados pola rápida recuperación de Camila, á que xa crían moribunda.
Pasaron as horas e aínda que todos se moveran para iren na procura de Ecautia esta non aparecía de ningún xeito; durante días os habitantes do país non deixaron de buscala..
Un día ás irmás ocorréuselles achegarse á praia, non esperaban xa atopar a Ecautia pero desexaban lembrar todo o feito xuntas un milleiro de veces. Ían camiñando e recollendo cunchiñas, o mar estaba calmo, o ceo sen unha nube, era un día moi fermoso; pero elas non estaban alegres como adoitaban cando lles acompañaba Ecautia. Ó pasar un médano viron tres estraños e enormes peixes case na mesma ribeira, a poucos metros de onde encontraran a Heine. Achegáronse a modiño aínda que non parecían animais perigosos. Nada perturbaba o silencio daquela escena, tan só un doce son do que non coñecían a procedencia. Nada á vistas excepto aqueles enormes peixes que lles miraban como se as coñecesen; quizais aquel son proviñese deles, ata semellaban sorrir. Creron escoitar a voz da súa irmá que lles chamaba, unha voz estrañamente fonda pero sen dúbida era a súa voz a que dicía:
-Irmás, atendede, dicide ó no so pai que non estou morta,    que eu vivo, e que xa non debe temer por moito tempo á cólera de Zeus, pois eu sacrifiqueime por vosoutros.
Por máis que miraban ó seu redor non lograban distingui-1a figura esvelta e familiar de Ecautia; foi Parmenia a primeira en decatarse de que un daqueles peixes semellaba xesticular cos seus enormes beizos:
-Aínda que me vexas neste corpo xigantesco son eu, quen están preto de min son Heine e a ninfa Aniope. Retornar non é posible pero sempre estaremos convosco para protexervos da furia do pai dos deuses e os nosos descendentes protexerán ós vosos, e desta maneira ata que o mundo desapareza.. Agora pertencemos ó pobo das salíquídas ou peixes humanos sempre estaremos a velar por vosoutros pero debedes cambiar; cómpre ser bos coas criaturas dos bosques, cos mares e mailos ríos, cos animais do mar e cos que voan, cos pequenos e cos grandes; e, por suposto, co resto da humanidade porque, aínda que nosoutras poidamos sacrificarnos morrendo varadas nas praias da terra para así aplaca-la cólera de Zeus cando as vosas accións non lle parezan axeitadas, pode chega-1o momento no que o sacrificio de tódalas salíquidas non abonde para calma-lo seu anoxo.
Falade disto con toda a xente de Ythión, e non vos esquezades dos vosos amigos Heine, Aniope e Ecautia. Adeus, irmás.
E dicindo estas palabras as tres salíquidas desapareceron no mar.

A idade dourada non tornará a non ser que os deuses o permitan; espartanos, decatádevos do aviso das salíquidas, non o esquezades, e actuade dun xeito bondadoso con tódalas criaturas, pois se a maldade do home chega moi lonxe nin tan sequera o sacrificio de tódalas salíquidas da terra poderá salvarnos dunha destrucción segura.