miércoles, 1 de abril de 2020

La moneda de Washington, primeras páginas.


Ariel Sánchez Castro estaba feliz haciendo fotos en los jardines de la Maestranza, dos más y recogería los bártulos, el trípode y la cámara, para seguir su recorrido por la Ciudad Vieja de Coruña. Ya estaba oscureciendo y deseaba poder acabar con este carrete para probar el siguiente, mucho más sensible y adecuado para hacer fotos por la noche. Los callejones y plazas de la antigua ciudad medieval tenían una luz muy especial por la noche y Ariel deseaba hacerles un montón de fotos con el nuevo carrete que había cogido en la tienda donde estaba trabajando. Llevaba allí desde los dieciocho años, es decir, casi quince años, y era amante de la fotografía desde que le regalaran una cámara de fotos con quince. En los momentos de ocio se dedicaba a recorrer la ciudad buscando los mundos mágicos y maravillosos que se encuentran dentro de ella. Mundos que, a lo mejor, sólo veían él y algunos chavales, aunque con los tiempos que corren los chavalitos están más pendientes de la play-station que si detrás de un árbol se puede ver un enano o una hada. Pero Ariel era feliz imaginando los jardines de su ciudad llenos de seres mágicos, tanto buenos como malos, y las historias de las que podían ser protagonistas. En los jardines de la Maestranza la gente estaba empezando a marcharse, tiró la última foto, desenroscó la cámara del trípode, recogió este último, metió cada aparato en su funda, se las puso a la espalda y salió por la puerta más cercana al Jardín de San Carlos. Durante un momento quedó mirando la puerta cerrada de este pequeño parque, que tenía un balcón de piedra desde donde se podía hacer una bonita panorámica del Castillo de San Antón, los cañones y la dársena.
Ariel era un joven de treinta y tres años, alto, de poco más de 1,89, bien formado, con la piel morena y el cabello negro, de ojos grises, un poco miope y demasiado presumido para ponerse gafas, que a veces metía la pata cuando saludaba a alguien por la calle al confundir a una persona con algunos de sus amigos o amigas. Sólo llevaba las gafas por la calle cuando estaba fotografiando alguna cosa, porque de otra manera no podía calcular bien la distancia y no distinguía con precisión el círculo del objetivo de su cámara réflex, de manera que la imagen que veía parecía que estaba partida por la mitad si no estaba bien enfocado el objeto que deseaba fotografiar. En cuanto hacía la foto, quitaba las gafas. Hacía mucho tiempo había tenido unas lentes de contacto pero no se apañaba con ellas, sobre todo en verano cuando iba a la playa, no iba a bañarse con ellas puestas, así que no se las ponía. Y al salir de la playa tampoco, porque eso significaba que tenía que llevar las lentes de contacto, el líquido para limpiarlas y el coso donde las guardaba. Un lío.
Ariel, después de quedar un momento pensativo delante de la puerta de acceso al Jardín de San Carlos, mientras intentaba ordenar sus ideas sobre cuándo podría volver por allí, cogió la calle que bordeaba el dichoso jardín y se dirigió hacia la Iglesia de los Dominicos. Siempre le había asombrado su torre y también el jardín que había cerca del convento. Pero lo que más le gustaba de esa parte de la Ciudad Vieja era la Plaza de las Bárbaras. Aquel rincón era mágico y tenía una luz por la noche muy especial. Allí descansaría un momento a los pies del crucero que había en el centro de la plaza y quedaría durante un buen rato mirando la entrada del convento construido, creía, en el siglo diecisiete. Puede que fuese más antiguo. En esa plaza, cuando era la época de la Feria Medieval que se celebraba todos los veranos, hacían demostraciones de tiro con arco y otros oficios ya olvidados. Hoy, domingo, la plaza estaba extrañamente solitaria, no había nadie en ella, solo él. Ariel se levantó, sacó el trípode de su funda y lo colocó justo delante del crucero, enganchó la cámara y cambió de objetivo, poniendo, en vez del de 50 milímetros, un teleobjetivo. Sacó las gafas de la mochila que siempre llevaba a la espalda, miró por el visor, graduó la altura del trípode, y volvió a mirar. Hizo la misma operación un par de veces más hasta que quedó satisfecho. Entonces tiró la foto. Después miró a su alrededor buscando otra foto. Ariel encuadraba automáticamente, es decir, cuando salía con la cámara no veía edificios ni coches ni árboles ni paisajes: veía fotos. Y para él una foto podía ser un edificio entero o una piedra con una forma extraña o estrafalaria, también la hoja de un árbol o el llamador de una puerta, hasta una tela de araña era una foto. Ya sabía cómo iba a quedar la foto antes de hacerla. Unas veces acertaba y otras no y tenía que hacerla de nuevo. En ese momento no se le ocurría nada. No importaba, la plaza no se iba a marchar y, desde luego, no iba a desaparecer como tantas otras cosas que sí lo hicieron debido a la codicia de los promotores inmobiliarios. Como aquellas hermosas fuentes que había en la Plaza de Galicia, enfrente del Palacio de Justicia, que las sacaron para hacer el aparcamiento subterráneo y no se volvió a saber nada de ellas. Él tenía esas fuentes en una foto. Le dio la impresión de que no iban a durar y les tiró una foto. Había tenido razón. Seguro que llevan años en algún chalé o pazo perteneciente a cualquiera de las personas que tuvieron la genial idea de destruir aquella plaza para construir un aparcamiento.

Fue hasta el fondo y se metió por un callejón estrecho, donde estaba la casa de María Pita. Iba mirando hacia arriba, despreocupado, intentando adivinar si valía la pena hacer una foto a cualquiera de las casas. De vez en cuando miraba hacia el suelo, hecho con grandes piedras, intentando no pisar cualquier cosa indebida como un trozo de cristal o cosas aún peores y, de repente, un brillo un metro más allá de donde se encontraba llamó su atención. Cogió la cámara y se puso a caminar hacia el brillo intentando enfocar el objeto que lo producía y se quedó alucinado cuando descubrió que era una moneda o algo parecido. Ariel se agachó para observarla mejor y se dio cuenta que estaba rota en tres pedazos. La cogió. Volvió a la plaza de las Bárbaras y se sentó de nuevo en el crucero; luego sacó una hoja de un pequeño cuaderno que llevaba siempre encima para apuntar el nombre de las fotos y sus características técnicas, lo apoyó en uno de los escalones del crucero y encima de él los pedazos de aquello que parecía una moneda o una medalla. Quedó de una pieza cuando se dio cuenta de lo que estaba viendo era la cara archiconocida del que fuera el primer presidente de los Estados Unidos de América: George Washington. Era una moneda y brillaba tanto que parecía que había sido acuñada recientemente. Lo que más asombraba a Ariel era la fecha que aparecía en la moneda: 1776. Creía recordar que ese fue el año de la Declaración de Independencia. Puede que fuese una moneda conmemorativa. Puede que fuese auténtica. ¿Por qué estaría partida en tres pedazos? ¿Quién sería el dueño? ¿Era realmente de plata? ¿Cómo había ido a parar a aquel callejón? No sabía casi nada sobre la época de la Independencia de Estados Unidos, lo que sabía la mayoría de la gente: que la Declaración de Independencia fue el 4 de julio de 1776 y que hubo algo referente a unos americanos disfrazados de indios que tiraron al mar el té que traía un barco. Poco más.

El precio del infierno de Federico Betti - Primer capítulo

Stefano Zamagni era un agente del Departamento de Homicidios. Le gustaba mucho la vida tranquila y en su tiempo libre le encantaba recorrer Bologna con su deportivo de dos plazas color gris plata. Una fría mañana de enero  se levantó, se tomó un rápido desayuno a base de zumo de pomelo y algunas rebanadas de pan ácimo y salió para ir a trabajar. Tenía su pistola de calibre 38 en la cartuchera.
En cuanto llegó a vía Rizzoli, al ver que llegaba temprano al trabajo, decidió pararse para saludar a su amigo Mauro Romani en el local de comida rápida del que era propietario, en el número 68 de la misma calle.
En cuanto entró vio a un individuo sospechoso en la otra parte de la barra con una escopeta de cañones recortados en la mano derecha, preparado para hacer fuego sobre el señor Romani si no le daba el contenido de la caja.
Cuando vio el saco del dinero en las manos del atracador y a su amigo Mario libre, sacó la pistola de la cartuchera que llevaba debajo de la chaqueta.
– ¡Quieto, policía! –dijo Stefano esperando que el individuo se parase. Pero eso no ocurrió: el hombre enmascarado se escabulló detrás de una puerta que daba al sótano.
Sin dudarlo un momento Stefano, con el arma en la mano, persiguió al atracador por las escaleras esperando que no hubiese desaparecido en la nada.
Lo intentó durante mucho tiempo pero no lo encontró.
Quizás realmente había conseguido escapar, o quizás no.
Estaba a punto de irse cuando fue atraído por un extraño resplandor rojizo que provenía de detrás de la esquina.
Con mucho cuidado, manteniendo siempre la calibre 38 en la mano, se movió hacia aquella extraña e intensa luz. En dicho lugar había un libro en el suelo. La portada era de raso rojo. Un rojo oscuro. Oscurísimo. Estridente.
No se pudo resistir.
En cuanto Stefano tocó el libro, el resplandor cegador desapareció.
Cogió el libro y se lo llevó a comisaría, donde trabajaba.
Con tranquilidad, se puso a trabajar en su escritorio. Estaba buscando la manera de encontrar a aquel sombrío individuo con el que se había topado en el local de vía Rizzoli.
Tenía un poco de migraña pero no le hizo caso porque después de demasiadas jornadas de intenso trabajo acostumbraba a padecerlas. Después de unos minutos hizo una señal a sus compañeros y se fue a casa.
Subió al deportivo y se puso en marcha con el libro en el otro asiento del coche.
Encendió la radio para escuchar si había novedades sobre lo que le había ocurrido en el local de comida rápida u otras noticias que le pudiesen interesar: le volvían loco aquellas que eran curiosas o se salían de lo común. El locutor no dijo nada de particular, así que Stefano apagó la radio.
En cuanto llegó a casa, cogió el libro que había encontrado por la mañana, lo puso sobre el escritorio de su estudio y se puso a leer el periódico.
Le atrajo inmediatamente un titular en grandes caracteres en la primera página:
INTENTO DE ROBO EN UN LOCAL DE COMIDA RÁPIDA EN VÍA RIZZOLI.
Por lo que leyó comprendió inmediatamente que todavía no habían identificado al atracador. Cerró el periódico.
Para intentar calmarse definitivamente se hizo una infusión a base de menta, hibisco y otras hierbas refrescantes, y se tumbó en el sofá del salón esperando que nadie lo fastidiase con el teléfono o llamando al timbre. No tenía ganas de hablar.

La investigación sobre el atracador y su identidad seguían su curso, aunque Stefano no estuviese en la comisaría.


La traccia di un crimine

Dopo dieci anni di aver vissuto nell’estero Luca torna a Venezia. Tiene in mente di vivere nel palazzo dei suoi antenati, ma prima di tutto dovrebbe osservare bene che cosa devono cambiare nell’edificio e che cosa devono rimanere.
L’aereo è atterrato alle 8:15. Sta piovendo. È una pioggia molto sottile. Luca ha guardato in su: il cielo è coperto di grosse nuvole nere ed il vento comincia a soffiare. Ha preso le valigie ed è salito su un tassi.
Mezz’ora dopo è arrivato al palazzo in gondola. Sbatte sulla porta con la mano destra e aspetta pocchi minuti. Sa che c’è un portiere, un uomo molto vecchio, che cammina pian pianino ma anche è un bravo lavoratore: pulisce il palazzo, fa l’idraulico, lavora come falegname e fa anche l’elettricista.
Luca guarda il suo orologio: sono già pasati quindici minuti, avvicina l’orecchio alla porta e crede d’ascoltare un fiato, si tira indietro ed aspetta. A mano a mano la porta si apre e compare un uomo vecchio con un’altezza quasi due metri. Luca lo osserva stupito.
-Buongiorno –dice l’uomo. –Che desidera?
-Buongiorno –risponde lui fissando lo sguardo sull’uomo. –Sono Luca Moretti.
-Piacere, dottore! Piacere! –dice l’uomo scostandosi dalla porta per che Luca si metta dentro la casa. –Sono Flavio Messi. Il viaggio, è stato bene? –segue a parlare mentre prende le valigie e cammina verso le scale.
-Benissimo! –risponde lui osservando sbardolito le cuadri che ci sono sul muri. Nei suoi ricordi ne erano molto imprecisi.
Salgono fino al primo piano senza parlare più. Flavio gira a sinistra e, dritto dritto, arrivano alla fine del corredoio, apre una porta, entra nella stanza e lascia sul pavimento le valigie.
-Ecco la sua camera da letto! Se non La piace...
-Mi piace molto. –risponde Luca guardando intorno di se.
-Scusi, devo fare la spesa. Adesso, desidera qualcosa di buono per mangiare?
-No, no. Grazie mile. Mi riposerò un po’. Sono molto stanco.
-Va bene. Allora, La vedo a pranzo.
-Perfetto! –risponde Luca lasciando la giacca sul letto.
Flavio esce dalla stanza e chiude la porta. Luca, seduto sul letto, osserva le cose che ci sono nella camera e poi si tolse le scarpe e si sdraia sul letto. Tra pocchi minuti si è addormentato, e sogna. Nel suo sonno è un bambino da sette anni; nel palazzo c’è molta gente ma adesso c’è il silenzo. È notte fonda e si è svegliato perché ha ascoltato un rumore. Si indosa le pantofole e si avvicina alla porta. Il rumore è ogni volta più forte, sembra il suono di qualche impronta ma lui non le conosce. Sarà un ladro?, pensa con terrore. Improvvisamente il rumore si ferma e il pomolo della porta comincia a muoversi, Luca desidera gridare ma della sua gola non esce niente. Il pomolo non si muove più e le impronte si allontano per il corredoio. Luca, con molta cura e pian pianino, apre la porta e guarda in fondo del corredoio: un’ombra sconosciuta sale la finestra al fondo del corredoio e saltono alla notte. Stupito chiude la porta e, improvvisamente, si sveglia.
Luca guarda il suo orologio, soltanto è pasato mezz’ora. Si indosa le scarpe e esce dalla stanza. La finestra del suo sonno sta a sinistra, si avvicina per cercare una spiegazione e subito, quasi per caso, osserva una piccola goccia di sangue. Non capisca niente. Flavio somiglia un uomo molto pulito. Scende le scale e cerca di trovarlo ma non c’è. Ricorda que sta facendo la spesa. Percorre tutto il palazzo, dal piano basso al terzo piano ma non trova niente. Tutto c’è nel suo posto.
Pocco prima del pranzo Luca domanda a Flavio per la goccia di sangue.
-Quale goccia? –domanda Flavio. -¡La goccia! ¡Quella goccia! –dice alzando la mano in su. –Quella goccia non si può pulire. –spiega mentre serve la zuppa.
-¿Perché?
-Perché è il ricordo di una brutta storia.
-Racconti, per favore.
-Con il suo permesso. –dice Flavio sediendosi. –Molto tempo fa, due ragazze molto amiche amavano allo stesso uomo. Lui non sapeva niente. Loro non desideravano rompere la sua amicizia per raggiungere l’amore de quest’uomo e non gli hanno deto niente. Parlavano e parlavano di lui e soffrivano della stessa maniera. L’uomo non sembrava interessato in nessuna donna e loro erano felici per questa ragione. Un giorno l’uomo è scomparso, loro aspettarono il suo ritorno ma lui non compareva. Dopo sei mesi l’uomo è ritornato e con lui veniva una bella donna: era sua moglie. Le due raggaze ammalarono di malenconia. L’uomo, che era il dono di queste palazzo, offre una festa a tutti le migliore famiglie di Venezia per festeggiare la sua felicità. Loro soffrerono molto per vederlo attacato sempre a quella bella donna, salirono le scale fino al primo piano. Rimanerono nel corredoio per molto tempo fino a che i suoi genitori si renderono conto di que non c’erano nel piano basso. Quando, alla fine, salirono tutti al primo piano soltanto hanno potuto vedere un’ombra scomparire dalla finestra e la traccia di una goccia di sangue. Guardarono in giù e un urlo di terrore escono di tutti le gole: le due amiche erano morte nel pavimento del giardino. La goccia non si può mai pulire.
-¿E l’ombra che io ho visto nel mio sonno? –dice Luca che subito racconta a Flavio cosa è successo nel sonno.

-È l’uomo che non può arrivare nel momento preciso per salvarle e che è condannato a intentare proteggerle da sei secoli fa.