viernes, 19 de julio de 2019

El inspector con el Corazón de Oro de Marcella Piccolo - Primeras páginas

El inspector Teddy bajó del coche pensando que, aunque todos decían que era un gran policía, a él, simplemente, (y con toda modestia) le gustaba definirse como un “policía colosal” debido a su mole bastante fuera de la media, ¡tanto en altura como (por desgracia) en anchura!
Esto, sin embargo, no le quitaba nada de su fascinación; quien se encontraba una vez con él no lo olvidaba jamás, por aquella sonrisa, un poco juvenil, que hacía a todos sentirse cómodos y creer que con él se podía hablar libremente sin temor a ser arrestado. ¡Para después encontrarse con las esposas puestas en menos que canta un gallo!
Siempre era eficiente y servicial; quien se dirigía a él enseguida lo encontraba dispuesto a ayudar para resolver problemas tanto pequeños como enormes, ¡él siempre tenía tiempo para todos!
De carácter amigable no se sustraía a la oportunidad de ponerse a charlar con cualquiera, sin olvidar, sin embargo, que era un policía y, por lo tanto, memorizando toda la información que pudiese servirle más adelante.
En fin, digamos, no obstante, que era un hombre que caía simpático a las muchachas, un poco por su mole imponente que inspiraba un deseo de protección, pero también por su manera tierna y respetuosa con que se dirigía a ellas.
A la bonita edad de cuarenta años todavía estaba soltero, quizás porque aún no había encontrado la muchacha que pudiese abrir una brecha lo bastante profunda en su corazón, o quizás porque estaba tan empeñado con su trabajo, y su tiempo estaba tan ocupado con los demás, que no se le había ocurrido ni siquiera la idea de poderlo utilizar para sus intereses personales.
Por esta razón, a no ser que fuese el amor el que tropezase con él, no se tomaría la molestia de ir a buscarlo.
Aquella tarde en la comisaría todo estaba tranquilo, nadie en la sala de espera, sólo un chaval en la ventanilla que preguntaba por los impresos para inscribirse en el curso para estudiar en la Academia.
Visto de espaldas parecía bastante pequeño, quizás demasiado joven, pensó Teddy, viendo una pequeña cabeza rubia que apenas llegaba al mostrador.
Según entró saludó al cabo, al sargento Esposito y a la sargento Micaela Contini, que lo miró respondiéndole al saludo e iluminándosele la cara como si de repente hubiera aparecido el sol en una nublada mañana de noviembre.
Micaela era una muchacha muy simpática y descarada, sabía sobrevivir en medio de tantos compañeros hombes y agradecía, en el trabajo, que la considerasen simplemente una sargento más entre los sargentos de sexo masculino. Se tomaba su trabajo como si fuese una misión, sobre todo dirigida a la defensa de las mujeres y de los más débiles, esto contribuía a acercarla al inspector Teddy por el cual sentía una admiración desmesurada.
Se oyó sonar el teléfono, el sargento Esposito respondió, parecía una llamada bastante extraña, ¡problemas a la vista!, pensó el inspector.
«¡Buenos días, inspector» lo saludó Esposito en cuanto terminó con la llamada.
«Un caso de violencia doméstica, una mujer se ha refugiado con la vecina, ¡con la cara ensangrentada porque el marido le ha dado de puñetazos!»
«¡Vamos!» dijo enseguida la sargento Micaela Contini, «¡muévete Esposito!»
«¡Calma!» intervino el inspector volviéndose hacia Micaela, «¿tiene que ir justo ella? Vigílala Esposito. ¡Esta lo mata ipso facto, sin ni siquiera interrogarlo!.»
«¡Yo no mato, Teniente! Pero una bonita lección esos tipos sí que la necesitarían, ¡Y dada por una mujer!». Mientras hablaba así ajustó en el cinturón su bonita porra y, guiñando un ojo al muchacho de la ventanilla, salió junto con su compañero.
Mientras tanto el cabo continuaba ocupándose del muchacho: «¡No! ¡No puedes!». Escuchó que decía, y el muchacho insistía:
«¿Pero por qué no puedo? Tengo... 18 años. Tenga... el carné... de identidad.»
Teddy, decidió, finalmente, ocuparse de la cuestión, después de todo, a nadie se le debe negar la posibilidad de asistir al curso para entrar en la policía. Se acercó a la ventanilla, con la intención de dar sin más los impresos pedidos pero, en cuanto el cabo se fue, vio mejor al chaval que estaba delante de él y observó que su cara estaba iluminada por dos ojos azules, pequeños y oblicuos, casi como un... pequeño... chino.
Pero no era chino, ¡era rubio! Se dio cuenta de que se encontraba delante de un muchacho enfermo de trisomía 21, lo que comúnmente llaman: Síndrome de Down.
No sabía qué decir, no quería desilusionarlo, pero ¿cómo explicar al interesado que un policía debe estar en posesión de todas sus facultades? ¡No puede enfrentarse a los criminales con una limitación física!
Decidió pasarlo por alto pidiéndole sus datos personales y de residencia, luego le explicó que el curso era lo más difícil y duro que él pudiese imaginar.
Quedó un momento hablando con él, olvidándose de las obligaciones que le esperaban, le gustaba el chaval, Roberto, se llamaba, el cual, lleno de entusiasmo afirmaba que estaba preparado para superar todas las dificultades:
«¡Yo... se hacer de policía! … ¡Yo... tengo olfato!»
El muchacho hablaba con una cierta dificultad, pero conseguía hacerse entender y, por otra parte, Teddy hacía todo lo posible por comprenderle, ya que no quería mortificarlo y, como buen investigador, ¡lo que no entendía, lo intuía!
Mientras tanto el tiempo pasaba, «ahora», se dijo Teddy «sería conveniente acompañarlo a casa. ¡No sin antes haberle dado los impresos para la tan suspirada inscripción al curso de cadetes de la policía! Luego... ya veremos.»
«Escucha, Roberto, me debo ir, ¿quieres que te lleve a tu casa en el coche de policía?»
«¡Sííí!» fue la respuesta.
Cogió el papel con la dirección y salió con él de la comisaría pensando en que, quizás en aquel instante, los padres lo estaban esperando con ansiedad, preocupados por su ausencia.

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jueves, 18 de julio de 2019

Spaghetti Paradiso de Nicky Persico - Primeras páginas

Oscuridad. Oscuridad absoluta. El tiempo está parado. Cierro la puerta del bufete. El último en salir, como ocurre a menudo.
Tampoco el ascensor, tampoco esta vez. Me deslizo con decisión por una angosta y polvorienta escalera de cemento. De esas que conducen, normalmente, a los aparcamientos subterráneos, con las franjas rojas y blancas en los bordes, las colillas apagadas y el típico olor de humedad y ambiente cerrado.
Después del último tramo de escaleras paso una puerta de hierro abierta, con la barra antipánico. La zona de aparcamiento está semivacía, despejada. Un tubo fluorescente, medio averiado, ilumina malamente algunos de sus rincones creando amplias zonas de penumbra entre las columnas y las bandas amarillas del pavimento.
Las rampas están desportilladas y marcadas por maniobras torpes. Hay aparcados dos coches.
Voy hacia el mío, enseguida, al doblar la esquina, descubro una figura inmóvil, a unos metros. Me quedo helado.
Una mujer alta. Abrigo largo, oscuro y un sombrero de ala ancha. Cabellos largos y claros.
La reconozco aunque me de casi la espalda. Nos hemos visto un poco antes, en el bufete. Luego se marchó, unos minutos antes que yo.
Está inmóvil. Con los brazos estirados empuña, con las dos manos, una pistola cromada que apunta con firmeza, con seguridad, delante de ella.
La observo y mientras tanto observo todo lo que hay a mi alrededor, como si sólo estuviese corriendo mi tiempo mientras que el resto es una imagen congelada.
Doy otro paso, en silencio. Ahora veo mejor.
El arma que la mujer estrecha con las dos manos está apuntando a alguien, todavía no visible, enfrente de ella.
Con esfuerzo distingo su aspecto: una figura femenina con abrigo oscuro y sombrero. Cabellos largos y claros.
¡Son idénticas!
También ella aferra una pistola que apunta hacia su gemela. Pero lo hace con una sola mano y tiene el cuerpo de perfil con respecto a su objetivo, como en un duelo de otra época.
La cabeza girada, alineada con el hombro derecho y el brazo levantado. Puedo intuir que observa la mira, como hace un tirador de precisión que mira una diana en el polígono de tiro.
Tres puntos alineados: ojo, mira, objetivo.
Dos mujeres armadas, totalmente inmóviles.
Realmente, es obvio, una se defiende de la otra.
Una asesina, una víctima, y luego yo: el elemento inesperado, la variable imprevista, una complicación o una suerte inesperada. Todo depende de lo que suceda de ahora en adelante.
De lo que podré hacer y si podré hacerlo.
De cómo me moveré y si lo haré.
Puedo permanecer petrificado por el miedo o inmóvil, por decisión propia. Puedo gritar, es mi instinto natural, o tirarme al suelo, o huir intentando protegerme, o dar un paso hacia ellas, o retroceder.
Puedo hacer cualquier cosa, o no hacer nada, y puede que cambie todo: la vida, o también la muerte.
Una cosa es segura, de todas formas. Una de aquellas mujeres no está sólo defendiendo su vida: también está defendiendo la mía.
Si la asesina prevalece sobre su objetivo, luego me matará también: soy un testigo.
Puedo esperar, y desear que ocurra lo contrario. O puedo actuar
¿Pero cómo?
Nadie podría imaginarse tener que decidir algo tan importante en unos pocos minutos. Y en cambio, puede suceder.
Ni siquiera yo hubiera podido imaginar hallarme en una situación parecida.
Nunca habría pensado poder ser juez, o árbitro, o un factor determinante en la vida de otras personas. Las mismas personas que, paradójicamente, eran jueces y árbitros de la mía.
Y tener que decidir en una situación de no-tiempo qué hacer. O no hacer, sabiendo que podría ser la diferencia entre vivir y morir.
El tiempo no es siempre igual.
Hay años que duran un momento, e instantes que no parecen eternos: lo son realmente. Esto es el no-tiempo.
Al lado de mí, sobre una repisa de la pared, una forma voluminosa de metal, quizás un tornillo de banco de carpintero[1], olvidado quién sabe por quién. Me había dado cuenta de su presencia por un reflejo, poco antes de pararme.
Lo cojo mecánicamente, sin pensar. Pesa por lo menos un par de kilos. Está frío.
El instinto es el espacio de un instante que no existe.
No-tiempo.

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[1]   Mordaza con la que se inmoviliza un trozo de madera, de metal u otro material para poder trabajar con seguridad.

martes, 16 de julio de 2019

El gemelo desaparecido de Federico Betti - Primeras páginas

Él no podía saber qué consecuencias tendría aquella acción que, en ese preciso momento, podría parecer a cualquiera absolutamente normal.
Lo único de lo que estaba absolutamente seguro era que se encontraba bien.
Es verdad que no sucedía nada realmente emocionante: la acostumbrada rutina, pero para Él lo más importante era estar bien y hasta ese instante nada le hizo presagiar que, de un momento a otro, algo cambiaría.
En Su caso, el sentido del tiempo no le preocupaba ya que el discurrir de los mi­nutos, de las horas, de los días y demás se reflejaba perfectamente en la frase todo es relativo.
En un momento indefinido de un día cualquiera, del que no sería capaz de explicar los detalles, Él vio a Otro.
¿Qué hacía en ese lugar?
No sabría dar una respuesta, de todas formas cada día que pasaba Él se daba cuenta que el Otro tenía, evidentemente, Sus mismos derechos, también el de vivir en el sitio donde se encontraba.
Desde el día en que lo había visto, todo había ido como la seda, sin problemas, hasta que algo se torció.
Él no sabría decir qué había salido mal pero seguramente había ocurrido algo que había provocado que la situación cambiase.
Al Otro no lo vio más, aparte de eso, todo seguía como antes, la misma rutina de siempre. Él seguiría siendo el que era, aunque, a decir verdad, cada día se sentía más fuerte…

Dos meses después…

Su marido temblaba y desde hacía unos días que ya le costaba dormir.
El hombre sabía que cualquier día podía ser el bueno y que muy pronto se converti­ría en padre.
Obviamente todos los amigos y los parientes lo sabían y estaban ya preparados para celebrarlo con regalos de recordatorio; el día en que la mujer fue llevada a Urgencias él llamó enseguida a todos aquellos que se le ocurrió para informarles de que deberían estar preparados porque el gran día había llegado.
En el quirófano el marido no podía evitar su nerviosismo. Aunque probablemente no se diese cuenta estrechaba la mano de la mujer tan fuerte que le habría podido hacer daño.
Después de una espera bastante larga ella decidió dar a luz a un niño y la tensión se suavizó.
La señora fue acompañada de nuevo hasta la habitación del hospital de Santa Úr­sula de Bolonia, donde permaneció acompañada por el marido.
Después de los controles de rigor, la responsable de la unidad de obstetricia in­formó a los esposos que su hijo pesaba cuatro kilos y medía cuarenta y dos centímetros.
Al hombre y a la a mujer no les parecía real: aquel día un sueño se había convertido en realidad.
Después de transcurrido el tiempo necesario para asegurarse que fuese idónea para darle el alta del hospital, el hombre volvió con su mujer para acompañarla a casa junto con su hijo primogénito.
Esa misma noche el marido había conseguido contactar con los amigos y pa­rientes más cercanos, para poder montar una fiesta en honor de su hijo.

Fue una fiesta en toda regla, con tarta de nata y chocolate, pastelitos, galletas sala­das, todo tipo de refrescos y los inevitables regalos que compondrían el ajuar del recién nacido. Cuando se despidieron al finalizar la fiesta, parecía que cada uno de ellos volviese a su propia casa todavía más feliz que cuando habían recibido la noticia del nacimiento del niño.
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