jueves, 23 de abril de 2020

El Gran Día

El momento crucial tantas veces pospuesto había llegado por fin. En el pueblo se esperaba con expectación esta lucha de titanes. La normal actividad diaria había quedado suspendida: los tenderos habían cerrado sus comercios, las escuelas habían proclamado el día libre, y todos los muchachos y muchachas correteaban felices por las calles y plazas; los bancos se habían negado a llevar a cabo cualquier tipo de transacción; en el asilo, las monjitas habían distribuido bocadillos y refrescos entre los ancianos y fletado un autobús para asistir al espectáculo. En los bares no se hablaba de otra cosa: el Gran Día había llegado.
Pero… ¡Perdónenme, qué poca educación! Ni siquiera me he presentado. Me he puesto a hablar del Gran Día sin darme a conocer; mi nombre es Conrada Canales, C.C. para los amigos, soy licenciada en periodismo y hace escasamente un año decidí establecerme en este pequeño pueblo, soy (como algunos ya habrán adivinado a estas alturas) la cronista oficial del lugar; bueno, es más que eso, La Voz que Clama en el Desierto, nombre de mi semanario, es de mi propiedad: soy editora, redactora, directora, tipógrafo, correctora de pruebas, secretaria, botones, fotógrafa e impresora; es decir, La Voz que Clama en El Desierto se compone únicamente de mi persona. Este pueblo, de 2.000 habitantes, tiene suficiente conmigo al objeto de cubrir la información local. Cierto que poseo un número apreciable de colaboradoras, casi todas las mujeres de El Desierto, pero es una relación de amistad más que económica la que mantengo con ellas.
Como iba diciendo, antes de esta presentación aclaratoria de mi identidad, el Gran Día había llegado.
Desde ayer todos los vecinos han colaborado en su preparación, ya colgando guirnaldas de papel de vivos colores desde una a otra acera de la calle principal, ya preparando todo tipo de viandas que se consumirán entre todos después del espectáculo, ya colocando los asientos desde donde, cómodamente, presenciaremos la dura lucha entre dos personalidades, dos pesos pesados de este territorio de Wyoming, M. Toval, famoso pistolero de Montana tenía una cuenta pendiente con nuestro nuevo sheriff, el honrado M.A. que hacía pocas semanas se había instalado en El Desierto. Toval había salido de la cárcel del condado de Mississippi hacía apenas un mes y había jurado matar a ese renegado en cuanto lo encontrase; M.A. había sido quien lo había detenido hacía cinco años por matar a un granjero por la espalda, pues éste le había acusado de hacer trampas al póquer.
Pero el rencor que sentía Toval era mucho más antiguo: los dos habían pertenecido a una banda que se dedicó a asaltar a todos los mineros de California durante la Fiebre del Oro; M.A. por aquella era un jovencito de dieciocho años y, aunque hacía dos que se había integrado en ella, a raíz de haberse quedado sin su familia a resultas de un ataque indio a su graja de Oregón, nunca había participado en los ataques a los mineros. Lo tenían de cocinero y criado en su refugio. Fue razón suficiente para que el juez lo absolviese y para que el antiguo sheriff de El Desierto lo cogiese bajo su protección, lo mandase a la capital del estado a estudiar y le diese la oportunidad de rehacer su vida al otro lado de la ley y recomendarlo como hombre idóneo para sucederle.
Así que, cuando dos semanas atrás nuestro sheriff falleció, pedimos al Gobernador que trasladase a M.A. a El Desierto, a lo que éste aceptó muy gustoso, en memoria del hombre que dedicó más de veinticinco años de su vida a defender la ley de este pueblo.
Queda apenas una hora para que el enfrentamiento tenga lugar. Veo desde aquí a M.A. preparado para la lucha, todos estamos nerviosos pero confiamos en él, y en su puntería con el revólver, por supuesto. La campana de la iglesia ha empezado a sonar, han avistado a Toval desde el campanario, dentro de poco estará aquí, la expectativa ante el evento que se aproxima es tremenda, incluso ha atraído a forasteros de muchos kilómetros a la redonda; y aunque la calle principal permanece vacía, detrás de cada ventana hay lo menos veinte personas que quieren presenciar el duelo. Desde la buhardilla de mi periódico haré lo mismo y, mañana, C.C. les informará fielmente del resultado

El Desierto, 3 de febrero

Conrada Canales

miércoles, 22 de abril de 2020

La Moneda de Washington de María Acosta Díaz - Primeras páginas


Ariel Sánchez Castro estaba feliz haciendo fotos en los jardines de la Maestranza, dos más y recogería los bártulos, el trípode y la cámara, para seguir su recorrido por la Ciudad Vieja de Coruña. Ya estaba oscureciendo y deseaba poder acabar con este carrete para probar el siguiente, mucho más sensible y adecuado para hacer fotos por la noche. Los callejones y plazas de la antigua ciudad medieval tenían una luz muy especial por la noche y Ariel deseaba hacerles un montón de fotos con el nuevo carrete que había cogido en la tienda donde estaba trabajando. Llevaba allí desde los dieciocho años, es decir, casi quince años, y era amante de la fotografía desde que le regalaran una cámara de fotos con quince. En los momentos de ocio se dedicaba a recorrer la ciudad buscando los mundos mágicos y maravillosos que se encuentran dentro de ella. Mundos que, a lo mejor, sólo veían él y algunos chavales, aunque con los tiempos que corren los chavalitos están más pendientes de la play-station que si detrás de un árbol se puede ver un enano o una hada. Pero Ariel era feliz imaginando los jardines de su ciudad llenos de seres mágicos, tanto buenos como malos, y las historias de las que podían ser protagonistas. En los jardines de la Maestranza la gente estaba empezando a marcharse, tiró la última foto, desenroscó la cámara del trípode, recogió este último, metió cada aparato en su funda, se las puso a la espalda y salió por la puerta más cercana al Jardín de San Carlos. Durante un momento quedó mirando la puerta cerrada de este pequeño parque, que tenía un balcón de piedra desde donde se podía hacer una bonita panorámica del Castillo de San Antón, los cañones y la dársena. 
Ariel era un joven de treinta y tres años, alto, de poco más de 1,89, bien formado, con la piel morena y el cabello negro, de ojos grises, un poco miope y demasiado presumido para ponerse gafas, que a veces metía la pata cuando saludaba a alguien por la calle al confundir a una persona con algunos de sus amigos o amigas. Sólo llevaba las gafas por la calle cuando estaba fotografiando alguna cosa, porque de otra manera no podía calcular bien la distancia y no distinguía con precisión el círculo del objetivo de su cámara réflex, de manera que la imagen que veía parecía que estaba partida por la mitad si no estaba bien enfocado el objeto que deseaba fotografiar. En cuanto hacía la foto, quitaba las gafas. Hacía mucho tiempo había tenido unas lentes de contacto pero no se apañaba con ellas, sobre todo en verano cuando iba a la playa, no iba a bañarse con ellas puestas, así que no se las ponía. Y al salir de la playa tampoco, porque eso significaba que tenía que llevar las lentes de contacto, el líquido para limpiarlas y el coso donde las guardaba. Un lío. 
Ariel, después de quedar un momento pensativo delante de la puerta de acceso al Jardín de San Carlos, mientras intentaba ordenar sus ideas sobre cuándo podría volver por allí, cogió la calle que bordeaba el dichoso jardín y se dirigió hacia la Iglesia de los Dominicos. Siempre le había asombrado su torre y también el jardín que había cerca del convento. Pero lo que más le gustaba de esa parte de la Ciudad Vieja era la Plaza de las Bárbaras. Aquel rincón era mágico y tenía una luz por la noche muy especial. Allí descansaría un momento a los pies del crucero que había en el centro de la plaza y quedaría durante un buen rato mirando la entrada del convento construido, creía, en el siglo diecisiete. Puede que fuese más antiguo. En esa plaza, cuando era la época de la Feria Medieval que se celebraba todos los veranos, hacían demostraciones de tiro con arco y otros oficios ya olvidados. Hoy, domingo, la plaza estaba extrañamente solitaria, no había nadie en ella, solo él. Ariel se levantó, sacó el trípode de su funda y lo colocó justo delante del crucero, enganchó la cámara y cambió de objetivo, poniendo, en vez del de 50 milímetros, un teleobjetivo. Sacó las gafas de la mochila que siempre llevaba a la espalda, miró por el visor, graduó la altura del trípode, y volvió a mirar. Hizo la misma operación un par de veces más hasta que quedó satisfecho. Entonces tiró la foto. Después miró a su alrededor buscando otra foto. Ariel encuadraba automáticamente, es decir, cuando salía con la cámara no veía edificios ni coches ni árboles ni paisajes: veía fotos. Y para él una foto podía ser un edificio entero o una piedra con una forma extraña o estrafalaria, también la hoja de un árbol o el llamador de una puerta, hasta una tela de araña era una foto. Ya sabía cómo iba a quedar la foto antes de hacerla. Unas veces acertaba y otras no y tenía que hacerla de nuevo. En ese momento no se le ocurría nada. No importaba, la plaza no se iba a marchar y, desde luego, no iba a desaparecer como tantas otras cosas que sí lo hicieron debido a la codicia de los promotores inmobiliarios. Como aquellas hermosas fuentes que había en la Plaza de Galicia, enfrente del Palacio de Justicia, que las sacaron para hacer el aparcamiento subterráneo y no se volvió a saber nada de ellas. Él tenía esas fuentes en una foto. Le dio la impresión de que no iban a durar y les tiró una foto. Había tenido razón. Seguro que llevan años en algún chalé o pazo perteneciente a cualquiera de las personas que tuvieron la genial idea de destruir aquella plaza para construir un aparcamiento. 

Fue hasta el fondo y se metió por un callejón estrecho, donde estaba la casa de María Pita. Iba mirando hacia arriba, despreocupado, intentando adivinar si valía la pena hacer una foto a cualquiera de las casas. De vez en cuando miraba hacia el suelo, hecho con grandes piedras, intentando no pisar cualquier cosa indebida como un trozo de cristal o cosas aún peores y, de repente, un brillo un metro más allá de donde se encontraba llamó su atención. Cogió la cámara y se puso a caminar hacia el brillo intentando enfocar el objeto que lo producía y se quedó alucinado cuando descubrió que era una moneda o algo parecido. Ariel se agachó para observarla mejor y se dio cuenta que estaba rota en tres pedazos. La cogió. Volvió a la plaza de las Bárbaras y se sentó de nuevo en el crucero; luego sacó una hoja de un pequeño cuaderno que llevaba siempre encima para apuntar el nombre de las fotos y sus características técnicas, lo apoyó en uno de los escalones del crucero y encima de él los pedazos de aquello que parecía una moneda o una medalla. Quedó de una pieza cuando se dio cuenta de lo que estaba viendo era la cara archiconocida del que fuera el primer presidente de los Estados Unidos de América: George Washington. Era una moneda y brillaba tanto que parecía que había sido acuñada recientemente. Lo que más asombraba a Ariel era la fecha que aparecía en la moneda: 1776. Creía recordar que ese fue el año de la Declaración de Independencia. Puede que fuese una moneda conmemorativa. Puede que fuese auténtica. ¿Por qué estaría partida en tres pedazos? ¿Quién sería el dueño? ¿Era realmente de plata? ¿Cómo había ido a parar a aquel callejón? No sabía casi nada sobre la época de la Independencia de Estados Unidos, lo que sabía la mayoría de la gente: que la Declaración de Independencia fue el 4 de julio de 1776 y que hubo algo referente a unos americanos disfrazados de indios que tiraron al mar el té que traía un barco. Poco más.

martes, 21 de abril de 2020

El Amanecer del Pecado de Valentino Grassetti - Primeras páginas

Violo la tela con pinceladas nerviosas, impulsivas y poderosas.
Sucias de verdad.
(Pardo Melchiorri. Pintor)

Nicole Dubuisson hacía todo lo posible por agasajar a Paolo Magnoli con algunos juegos eróticos a los que gustaba definir como très rare, donde el sexo era a menudo una nota al margen de sus vidas complicadas.
En la cama, Nicole no tenía necesidad ni de amor ni de perversiones. Nada de esposas, cuerdas o látigos para herir la carne y mitigar las cicatrices del alma. Ningún sentimiento, por muy puro o indecente que fuese, le procuraba placer. Nicole gozaba sólo disfrutando del sabor de la venganza.
Se tiraba a Paolo Magnoli porque tenía una cuenta pendiente con el marido. Una lista de pequeñas y grandes incomprensiones, una lista negra, tan larga como una existencia, la había inducido a odiar al cónyuge hasta el punto de tenerlo cerca, pero sólo para poderse librar de él a su manera. Nicole, de hecho, había decidido arruinarle la vida sin papeles timbrados. Nada de adioses melancólicos incitados por los honorarios indecentes de algunos abogados. Si Paolo Magnoli daba un sentido a las miserias de su vida dejándose meter un tacón de doce centímetros en el culo por Nicole, para ella satisfacer las fantasías eróticas de un amante depravado representaba, nada más, que uno de tantos movimientos de una partida de ajedrez jugada contra el mismo concepto del matrimonio. Una institución tan castradora debía ser castigada. Este era su pensamiento recurrente cada vez que salía de casa llevando ropa interior de encaje y sonrisa sugerente.
Los dos amantes vivían en Castelmuso, un pueblo de quince mil habitantes, un punto geográfico suspendido en el tiempo, instalado en una colina al abrigo del mar Adriático.
Un cartel informaba a los turistas que el pueblo estaba incluido entre los pueblos más bellos de Italia. Surgía en el punto más alto de una hermosa colina, donde las casas, los palacios suntuosos y decadentes, las bóvedas entre los callejones, las arcadas inestables eran una invitación a tocar con la mano aquellas piedras cargadas de la energía de todos sus fantasmas.
Sandra, la esposa de Paolo Magnoli, echó de casa al marido cuando el psicólogo le dijo que los hijos estaban preparados para renunciar a la presencia de un padre tan degenerado. Una semana después de haber sido expulsado de la familia, encontraron el cuerpo de Paolo en los alrededores de la casa rural I Cavalieri. De la rama de un robusto roble colgaba un tirante elástico: su última corbata.
Los habitantes de Castelmuso dijeron que había perdido la cabeza a causa de lo que llamaban el póquer perfecto: cuatro ases hechos de coca, whisky, deudas y vaginas absorbe Mastercad. Daisy, la hija de Paolo Magnoli, tenía doce años cuando ocurrió la tragedia. Adriano uno menos. Los dos niños no perdonaron jamás al padre el haber salido de sus vidas de una manera tan miserable.

Pero esto, ahora, formaba parte del pasado.


La Tercera Parca de Federico Betti - Primeras páginas

Lo que el inspector Zamagni deseaba pero, a decir verdad, nunca se lo habría esperado, era que antes o después, como se suele decir, la madeja se desenredaría. Lo que no sabía era a qué debería enfrentarse. Por el momento, todo lo que tendría que hacer, ayudado por el siempre digno de confianza agente Finocchi, era acabar con lo que había quedado pendiente, es decir recuperar todos los efectos personales de Daniele Santopietro y los objetos recobrados aquí y allá que, de algún modo, tenían que ver con aquel criminal. Y obviamente, una vez reunido todo el material podría comenzar a trabajar sobre esto para extraer algo útil. Todo había comenzado cuando, investigando sobre lo que más tarde sería recordado como el
Caso Atropos, se había encontrado de nuevo con la Voz.
Él no se habría dado cuenta si Emma Simoni, su vecina que había pasado por casualidad por la comisaría con algunas exquisiteces para entregar personalmente al inspector, no hubiese reconocido la Voz al teléfono durante la llamada de manos libres al señor Bottazzi de la Asociación Atropos.
Todavía no había conseguido comprender qué tenía que ver ese viejo recuerdo, pero lo único realmente cierto era su determinación para descubrirlo.
Y para hacerlo, de acuerdo con el capitán Luzzi, había comenzado a investigar por todo el material que, de alguna manera, estaba conectado con Daniele Santopietro.
En el fondo, esa historia había comenzado cuando él y Alice Dane, la agente de Scotland Yard de origen irlandés, habían emprendido la caza de ese hombre, por lo que Zamagni, Finocchi y Luzzi pensaban que el material ligado al delincuente pudiese ser un buen punto de partida para la investigación.
Stefano Zamagni, así como el agente Finocchi, recordaba perfectamente qué había ocurrido durante la persecución de Daniele Santopietro: las frases en las paredes que aparecían y desaparecían, las llamadas amenazantes de esa Voz, el automóvil que había explotado, sin considerar que, mientras tanto, Daniele Santopietro, que sabían que era el hombre que estaban buscando, había desaparecido en la nada.
Aquel período fue realmente terrible porque, a todas las vicisitudes de la investigación en curso, se sumaron tres muertes que tocaron de cerca al inspector Zamagni y a quienes trabajaban con él.
El inspector había perdido a su hermana Giorgia, Alice Dane debió volar a Irlanda para asistir al funeral de su hermana Brenda y el agente Finocchi debió enfrentarse a la muerte de su novia Elisabetta en el incendio del piso en el que vivían.
Luego estaba la carta.
Cuando Zamagni se la encontró delante, después de haber acabado con la investigación del Caso Atropos, no entendió su significado, ya sea porque estaba escrita en griego, ya porque realmente no conocía el motivo por el cual él debería haber recibido una carta de aquel tipo.
Cuando se la mostró a Giorgio Luzzi, su superior le dijo que buscaría enseguida un experto para descifrarla y, por suerte, mientras él y el agente Finocchi estaban trabajando para descubrir lo que había sucedido a Marco Mezzogori, el sobrino hemiplégico de la conocida del inspector, el capitán había recibido el resultado que aguardaban y ahora también Stefano Zamagni quería saberlo.
Después de todo, iba dirigida a él, por lo tanto tenía todo el derecho.
Pasados unos días desde el descubrimiento del asesino del muchacho, todavía conmovido en lo más hondo por cómo habían sucedido las cosas, el inspector volvió a la comisaría de vía Saffi en Bologna y fue enseguida a la oficina del capitán.
Buenos días, Zamagni –dijo Giorgio Luzzi.
Buenos días, capitán –respondió Zamagni.
¿Ya has cargado las baterías? –preguntó el capitán con una sonrisa.
No totalmente –respondió Zamagni –pero no veo la hora de ponerme a trabajar para comprender quién es esa Voz.
Creo que entiendo la situación –añadió Luzzi –y debo admitir que también yo espero ponerle las manos encima a ese hombre, y pronto.
¿Ya ha llegado Marco? –preguntó Zamagni a continuación, mostrando un poco de su pragmatismo.
No –dijo el capitán. –¿Habéis quedado?
Lo llamé ayer por la tarde para saber si se había recuperado de la paliza después del interrogatorio de Marisa Lavezzoli. Me ha dicho que también él, como yo, había acusado bastante el golpe y que no estaba todavía al cien por cien y que, sin embargo, estaba ansioso por volver a comenzar desde donde habíamos interrumpido el asunto que tenía que ver con Santopietro –explicó el inspector.
¿Por casualidad estáis hablando de mí? –dijo alguien desde la puerta de la oficina del capitán, interrumpiendo el diálogo entre los dos.
Por supuesto que sí –dijo Zamagni –Venga, entra.
Marco Finocchi cerró la puerta a sus espaldas y saludó al capitán y al inspector.
Así que, los dos estáis nerviosos y no veis la hora de volver al trabajo –dijo el capitán, con un tono ligero cruzando su mirada con Zamagni y Finocchi, que asintieron a su vez. –Bien –añadió Luzzi después de una pausa de unos segundos –¿Por dónde queréis comenzar?
Zamagni y Finocchi se miraron durante unos segundos, a continuación el inspector propuso retomar la investigación de todo lo que había sido posible recuperar en las distintas escenas del crimen y que tuviese que ver con Daniele Santopietro.
Efectos personales, objetos de todo tipo, posibles hallazgos... –comenzó a decir el inspector.
El agente Finocchi asintió con la mirada.
De acuerdo –dijo finalmente el capitán –Algo debo tener yo ahí dentro, en esas cajas de la esquina, luego haré recuperar todo lo que hay en los archivos de la Policía y que no está todavía a nuestra disposición.
Perfecto –dijo Zamagni –¿Y con respecto a la carta?
Tienes razón –respondió el capitán, como cogido de improviso por una pregunta inesperada. –Os la debo mostrar también. Un experto nos la ha traducido. Fue escrita en griego... pero quizás ya os había mencionado este dato.

El inspector asintió.

lunes, 20 de abril de 2020

Uno psicoanalista molto bizzarro

- Sceneggiatura e regia di Dino Risi
- Cast:
        Enrico (consulente finanziario): Vittorio Gassman
        Saverio (paziente): Nino Manfredi

(Piano generale: un uomo quarantenne, dai capelli neri ed occhi scuri è sul marciapiede di una via; indossa un paio di jeans, una maglietta azzurra e scarpe da ginnastica. Guarda stupito il portone di un vecchio palazzo nei presi del Tevere)

- Saverio (legge a bassa voce): Enrico Caprese (consulente finanziario) 1º D, Enrico Calabrese (psicoanalista) 1º I.

(Saverio esita ancora qualche secondo. Si avvicina al portone, che è aperto, ed entra. Non c’è l’ascensore. Le scale sono di legno; le pareti, piene di graffiti e disegni osceni, non lo tranquilizzano)

- Saverio (parla a bassa voce e cammina piano): “È un bravissimo psicoanalista”, “non ti preoccupare, ti aiuterà”. Non avrei dovuto fidarmi di quel cretino di Pietro. Un bravissimo psicoanalista in questo antro?

(Si ferma, ha il piede destro su uno scalino ed il sinistro per aria, lo lascia cadere sullo scalino inferiore)

- Saverio (pensa, voce in off): “Posso dire che l’ho visitato e raccontare qualsiasi bugia ... ma Donatella si arrabbierà con me perché io non so mentire”

(È arrivato al primo piano. Ci sono due porte di legno, del tutto uguali)

- Saverio (esita un po’ pensando a cosa fare; guarda alternativamente le due porte): “Non mi ricordo se lo psicoanalista è a sinistra oppure a destra. Dovrei scendere e guardare un’altra volta la targa sulla porta, ma se lo faccio non riuscirò a rientrare”

(Si fida del suo istinto e sceglie quella più vicina alle scale)

- Saverio (cerca il campanello): Vabbe’, non c’è. (chiude la mano destra a pugno e batte le nocche sulla porta): Permesso?
- (Voce d’uomo all’interno): Avanti!
- Saverio (apre un po’ la porta): Posso?
- (Voce all’interno): La prego!
- Saverio (entra e guarda la stanza molto stupito): Salve. Ho bisogno del suo aiuto

(Non sembra lo studio di uno psicoanalista. Non ci sono diplomi alle pareti, né scaffali con un sacco di libri con titoli incomprensibili, neanche una secretaria. È una stanza piccola, con le pareti blu, un gran tavolo di legno scuro, due sedie dello stesso materiale e all’altro lato una sedia di cuoio nero dove è seduto un uomo molto magro e sorridente)

- (L’uomo si alza): La prego, si accomodi. Enrico Caprese, piacere.

(Gli uomini si stringono la mano)

- Saverio: Piacere. “Caprese?” (pensa; voce in off, mentre si siede) “ma il cognome dello psicoanalista non è Calabrese. Forse mi sono sbagliato”
- Enrico (intreccia le mani, lasciandole sul tavolo ed inclinandosi un po’ in avanti): Mi dica.
- Saverio (accavalla una gamba sull’altra due o tre volte prima di cominciare a parlare. La sedia è molto scomoda e non riesce a trovare la posizione giusta). Beh... Non so... Forse sarebbe meglio... (comincia ad alzarsi)
- Enrico (apre le mani, le lascia sul tavolo): Non abbia paura, mi dica. Guardi, sicuramente che La posso aiutare.
- Saverio (si risiede; sospira e comincia a parlare): Non so cosa dire. Non sono affatto contento...
- Enrico (taglia corto): Non parli... non mi dica neanche una parola! (quasi gridando). Io, io sono la soluzione di tutti i suoi problemi! Io posso aiutarLa!
- Saverio (con gli occhi spalancati provando un po’ di paura): Ma se non ho detto niente!
- Enrico ( si alza e comincia a muoversi intorno al tavolo e camminando verso Saverio che afferra la sedia con le due mani e senza alzarsi comincia a indietreggiare) Lei non esce da qui senza risolvere il suo problema. Io sono bravissimo! Sono...
- Saverio (batte le ciglie due o tre volte e lo guarda sbalordito): Vabbe’! parlerò, parlerò!
- Enrico (ritorna alla sua sedia di cuoio): Forza! (stringe i pugni e fa un movimento in avanti)
- Saverio (concitato e impaurito): La mia vita è un inferno, mia moglie mi ammazza ogni giorno, i miei figli non sono rispettosi con me, il mio capo mi grida, non è mai gentile, mia suocera mi disprezza, mio genero ride di tutto quello che faccio, prefino il mio cane, che è grande così (dice abbassando la mano destra fino alla caviglia) mi latra, mangia il mio pranzo, rovina il mio abbigliamento e a volte mi morde. Non so cosa fare!
- Enrico (si rialza: Enrico Caprese ha la soluzione! (apre un cassetto della sua scrivania e prende alcuni fogli) Guardi!
- Saverio (lo guarda stupito): Però... però... ci sono delle foto di palazzi! Che c’entrano i palazzi con il mio problema?
- Enrico: C’entrano, c’entrano! Se compra un palazzo diventerà più felice, sua moglie sarà tanto tanto contenta che non La ammazzerà mai, il suo capo La rispetterà, sua suocera dovrà riconoscere il grande uomo che è, i suoi figli saranno molto contenti, ed il suo cane si stancherà tantissimo nel giardino bello grande che non le darà mai più fastidio.
Firmi qui, o qui o qui (dice il consulente finanziario girando le foto e mostrando i contratti di vendita rispettivi)
- Saverio (prende le foto e guardandole pensa): “È uno psicoanalista un po’ bizzarro ma può darsi che abbia ragione, è da anni che Donatella mi dice che dovremmo trasferirci a un palazzo più grande. Non mi manca il denaro, sarà una bella sorpresa, un dono per il nostro anniversario”. Vabbe’ (dice prendendo in mano una delle foto; firma senza quasi leggere il contratto). Grazie, Lei è uno psicoanalista bravissimo.
- Enrico (fa finta di niente): Grazie, grazie. A domani!

- Saverio: A domani!

sábado, 18 de abril de 2020

Il compleanno della nonna

Il compleanno della nonna

Nino e la sua famiglia arrivano a casa domenica sera. Sono molto stanchi. Il fine settimana con i loro parenti è stato veramente una pazzìa. Donatella, sua moglie, ha portato Sofia, sua figlia, in camera da letto mentre Nino riposa un po’ sul divano.
Mentre osserva sua moglie Nino ricorda i due giorni che sono stati con le rispettive famiglie.
Venerdì
Nino è avvocato dello stato, lavora in un ufficio insieme a due colleghi. Sua moglie, Donatella, è commessa in una libreria che questo mese di luglio è chiusa per vacanza. Sofia, sua figlia, ha finito le lezioni. Quindi, tutta la famiglia è in vacanza.
Oggi loro si sono svegliati molto presto. Questo sabato è il compleanno della nonna di Nino, Alessandra, che farà cent’anni. Donatella ha preparato le valigie giovedì sera e mentre lei fa la colazione per la famiglia Nino esce di casa per metterle nel bagagliaio. Quando ritorna a casa la tavola è già apparecchiata: caffè latte, toast, marmellata di fragole, spremuta d’arancia, succo di pesche e burro.
Dopo la colazione Nino aiuta sua moglie a lavare i piatti ed i bicchieri. Tutti escono subito di casa. Sono le sei del mattino, Venezia è vuota. Nino è abituato a svegliarsi prima delle cinque del mattino, anche se lui vive a Venezia, lavora a Torino dal lunedì al venerdì. Tutti i giorni va da Venezia a Torino, e da Torino a Venezia. E così tutte le settimane di ogni anno da dieci anni. Sempre lo stesso tragitto.
Dopo un viaggio molto lungo arrivano a un paesino vicino al lago d’Iseo. Ancora devono arrivare a casa della nonna, nei dintorni del lago. Sono le diciotto e di fronte alla casa ci sono quattro automobili. Con loro non manca più nessuno.
La casa della nonna è molto grande, è a tre piani e con una grande terrazza al terzo piano. È un dono del capo di Alessandra, un uomo molto ricco il quale lei ha assistito per molti anni, visto che la nonna da giovane faceva l’infermiera. Qui vive con suo marito, Gino Pavese, giardiniere nella casa di don Giuseppe, il capo della nonna, e Anna, la sorella di Nino, che lavora come veterinaria del paese soltanto il pomeriggio, dalle quindici alle venti o ventuno. La mattina, pulisce la casa, fa la colazione e il pranzo con l’aiuto di una donna di servizio, Valentina, che vive nel paese e arriva a casa di Alessandra dal lunedì al venerdì presto ed esce dopo aver pranzato con la famiglia.
Nino ha parcheggiato l’automobile accanto a una macchina targata Firenze, proprietà delle sorelle di Donatella, Francesca e Licia Fibonacci, che sono falegnami e gemelle. Le altre automobili sono targate Bologna, Torino e Napoli. L’auto torinese è dei genitori di Nino, Pietro Pavese e sua moglie Carla. I genitori di Nino sono una coppia molto strana: la mamma lavora come professoressa di Etica all’Università di Torino, e il padre, già pensionato, da giovane è stato borseggiatore fino ai cinquantacinque anni, adesso ha una ditta di sicurezza. È stato il miglior borseggiatore di Torino e non è stato mai in  carcere. L’auto napoletana è del fratello di Nino, Paolo, sposato con Chiara. Lui lavora come giardiniere e sua moglie è vigile urbano. Hanno tre figli: Carla, Alessandra e Paolo. L’auto bolognese è sconosciuta.
Nino è uscito dall’automobile, ha aperto il bagagliaio e ha preso le valigie. Nel frattempo tre bambini, due ragazze e un ragazzo, sono usciti dalla casa. Son i nipoti di Nino, i figli di suo fratello Paolo: Carla, Alessandra e Paolo. Carla ha nove anni, indossa un paio de jeans, una maglia azzurra, una giacca bianca e dei sandali di pelle; Alessandra ha sette anni, veste una gonna corta rossa a righe bianche, una maglietta a girocolo gialla e le scarpe da ginnastica rosse; Paolo ha undici anni, gli stessi di Carla, indossa un paio di jeans, una camicia bianca e un paio di scarpe di pelle nere.
Nino e Donatella osservano Chiara e Paolo, i genitori dei loro nipotini. Chiara, sua cognata, in tenuta elegante e delle scarpe con i tacchi alti, con i capelli biondi molto lunghi, ha trentacinque anni, suo marito, Paolo, è più giovane di Nino, ha la stessa età di Chiara. Lui veste dei pantaloni neri di cotone neri, una camicia grigia e i sandali di pelle dello stesso colore. Chiara lavora come vigile urbano e Paolo come giardiniere. Vengono da Napoli.
Nino e Donatella portano le valigie fino alla porta mentre Sofia e i suoi cugini chiacchierano. Appena sono arrivati sono usciti di casa Anna, la sorella di Nino; Pietro e Carla, i loro genitori, Francesca e Licia, le sorelle gemele di Donatella, vicino a loro ecco due uomini, anche loro gemelli; Pierpaolo, il fratello di Donatella, e i loro genitori, Andrea e Sofia Pavese.
Sembra una foto di famiglia. Ma, quando, alla fine, Nino ha lasciato le valigie per terra, prima dell’inizio delle scale, la foto è scombinata da una moltitudine di baci e abbracci ai nuovi arrivati. Tutti sono contenti di vederli e sentirli.
All’improvviso, una voce di anziano, però forte e autoritaria, risuona dietro di essi. Allo stesso modo che il mar Rosso, tutti hanno aperto un cammino per permettere alla nonna di scendere di casa a baciare il suo nipotino più grande.
Mentre Alessandra e Gino scendono pian pianino, ( lei ha novantanove anni e lui centuno), Nino li osserva: la nonna indossa una gonna lunga nera e una camicia bianca a righe nere, i suoi capelli, bianchi come la neve, sono pettinati con una crocchia, nella sua mano destra, un bastone; vicino a lei, suo marito, Gino. È più alto di lei, in tenuta elegante ma sportiva sembra un uomo di vecchio stampo.
Ma, che cosa dici?, gridono tutti protestando e circondando Alessandra.
Le parole di sua nuora fanno ridere Alessandra.
D’un tratto sentono una voce rauca dietro di loro che chiama a cenare. È Valentina, la donna di servizo, che oggi è rimasta a casa per aiutare Anna a cucinare. Sono venti persone e Anna da sola non può fare da mangiare per tanta gente. Tutti si girano e salgono le scale,  dietro la nonna e suo marito. Sembrano il re e la regina di un piccolo paese, con i loro cortigiani andando dietro a loro, a coppie.
Nino pensa che l’ingresso è molto bello, lì ci sono delle cose molto antiche: a destra un attaccapanni di legno nero, forse d’ebano; anche una cassa con dentro un ammasso di pantofole, di diverse dimensioni, vicino alla cassa un’altra cassa, o meglio una cassetta, senza niente. Tutti, dalla nonna al bambino più piccolo, si tolgono le scarpe e s’infilano le pantofole. Alla nonna non piace che si vada per casa con le scarpe.
Alla sinistra della porta c’è un armadio, dello stesso legno nero dell’attaccapanni, con molti disegni strani sulle sue ante; accanto all’armadio un’altra porta. Lì c’è la sala da pranzo dove c’è una grande tavola rettangolare per venti commensali. Ad Alessandra piace molto guardare la TV mentre mangia, quindi ci sono due televisori: nell’angolo sinistro, fra due finestre, e un altro all’angolo destro, all’accesso della sala. Insomma, tutti possono guardare la TV.
La famiglia è ancora nell’ingresso e sta parlando e parlando. La donna di servizo, è uscita dalla cucina, una stanza molto grande alla destra del portone, con un piatto piano da portata con diversi affettati: pollo ripieno, prosciutto, mortadella, salame, ...
La cena è stata molto buona, con piatti di pasta, pizze frutti di mare e miciona. Alessandra è una donna all’antica, quindi le donne sono andate in cucina mentre gli uomini sono rimasti nel soggiorno.
Gino, nella sua poltrona preferita, accanto alla finestra da dove può vedere il giardino, comincia a parlare.
Il fratello di Nino si alza dalla poltrona che è vicino alla porta del corridoio, e va fino a un armadio accanto alla finestra, apre le ante e prende otto bicchieri e la bottiglia di Amaretto, li porta in tavola che è di fronte al divano; e poi, versa dell’Amareto a tutti.
Nel frattempo, nella cucina, le donne della famiglia, insieme ai bambini, si sono sedute intorno alla enorme tavola che c’è lì; tutte meno la nonna che è di fronte a una vecchia cucina a legna aspettando che l’acqua finisca di bollire. Lei fa il caffè come cinquant’anni fa. Anna affetta una crostata alla Nutella e alle noci su un piccolo tagliere alla destra della nonna. Alla sua sinistra Valentina ordina i bicchieri che Carla prende dall’armadio vicino alla porta della dispensa, una stanza molto grande dove Alessandra ha un sacco di cibi. Carla osserva se lì ci sono tutte le cose di cui hanno bisogno il giorno dopo per festeggiare il compleanno della nonna: le uova, il burro, la farina, l’olio, l’aceto balsamico, lo zucchero, le pesche, i pomodori, le cipolle, gli spicchi d’aglio, le melanzane, ... mancano solo la carne macinata, i funghi, qualche fragola e la panna. Carla scrive tutti gli ingredienti in un piccolo quaderno che è appeso alla porta della dispensa. Quando lei ha finito di scrivere, prende il foglio e lo mette nella tasca della sua vestaglia. Dopo, esce dalla dispensa. Manca soltanto lei intorno alla tavola.
Valentina, dopo aver mangiato un pezzo di crostata e bevuto una tazzina di caffè, esce dalla casa. Nel suo piccolo appartamento ci sono molte cose che deve ancora fare.
Tutte le donne si sono alzate: Chiara porta i suoi figli in camera, al secondo piano, mentre  le altre donne, insieme a Sofia, aiutano Alessandra: Donatella lava il servizio di porcellana, i cucchiaini, le forchette e i coltelli, sua figlia sciacqua il tutto, Francesca li prende e li mette nel mobile che c’è vicino alla dispensa. L’altra gemella, Licia, raccoglie e piega la tovaglia e la mette nell’armadio dei bicchieri, in un ripiano sotto le tazzine; Anna e Alessandra mettono in ordine le sedie. Quando arriva Chiara deve essere pulito soltanto il pavimento.
Alle undici la casa è finalmente in silenzio.
Al secondo piano, ci sono diverse camere da letto e due sanze da bagno, le gemelle hanno la loro camera di fronte alla camera dei loro fidanzati e alla destra della camera della nonna. Alessandra è una donna molto tradizionale e i fidanzati dormono in camere diverse. Le gemelle stanno per addormentarsi quando improvvisamente ascoltano parlare Stefano e Luigi, si alzano e vanno a vedere che cosa dicono.
Le gemelle, che hanno ascoltato tutta la conversazione, sono preoccupate per le parole di Luigi. Se l’ispettore rivela il segreto di Pietro... può succedere un casino. C’è un problema. Licia e Francesca non sanno che fare: uscire dalla loro camera e parlarne con Donatella o rimanere lì e aspettare ad ascoltare il resto della conversazione. Ma i loro fidanzati non parlano più. Adesso tutta la casa è silenziosa e le gemelle decidono di aspettare la mattina.

Sabato
Nino si è svegliato alle dieci. Donatella non c’è. Non si è accorto di niente. Ha dormito della grossa. Si alza, infila le pantofole ed esce dalla stanza. Tutto il piano è in silenzio. Entra nel bagno. Il suo abbigliamento è sulla lavatrice. Dopo pochi minuti scende le scale. Nella cucina ci sono tutti. Sulla tavola ci sono il latte caldo, il caffè, la marmellata di fragole, burro e spremuta d’arance. Ognuno al suo posto fa colazione.
Nino si avvicina, la bacia e si sedie. Alessandra, mentre loro finiscono di mangiare, come sempre, comincia a lavare piatti e bicchieri man mano che loro glieli portano. Dopo dieci minuti, soltanto Nino e la nonna rimagono nella casa. I bambini escono di casa e giocano nel giardino. Carla e Sofia aiutano Alessandra con la pulizia della cucina, poco dopo le due donne spazzano il pavimento della sala da pranzo e il soggiorno mentre Alessandra pulisce un sacco di ricordini e pensierini che sono sui televisori ed anche sull’armadio del soggiorno dove il marito di Alessandra ripone le bevande che gli piacciono.
Anche Chiara, Donatella e Sofia rimangono in casa per aiutare a pulire le camere da letto.
Anna e le gemelle escono per fare la spesa. Pietro, Andrea, Paolo, il fratello di Donatella, Pierpaolo e i fidanzati di Licia e Francesca li accompagnano. Loro faranno una passeggiata per il paese mentre le donne comprano tutto il necessario per cucinare il pranzo speciale per celebrare il compleanno di Alessandra.
Nella macelleria Francesca e Anna fanno la fila mentre Licia compra i funghi e le fragole in un negozio all’angolo.
Con poche parole Francesca racconta ad Anna di cosa hanno parlato Stefano e Luigi.
Appena sono uscite dal negozio del macellaio compare davanti a loro Licia carica di funghi, fragole, pomodori, cipolle, carote e sedano.
Alle undici tutti sono già a casa. Mentre le donne cominciano a preparare il pranzo gli uomini, nel terzo piano, giocano a bilardo e parlano.
La figlia di Donatella prende una cipolla dalla dispensa e poi un coltello. Con queste cose arriva alla tavola dove c’è un posto adatto per tagliare qualsiasi cosa. È una brava ragazza a cui piace cucinare.
Intanto, Anna ha preso i pomodori. In una casseruola l’acqua bolle e dopo aver fatto dei tagli ai pomodori ce li mette dentro. Sono pomodori del suo orto, grandi e rossi.
La cucina, anche se grande, diventa piccola con le donne che stanno lavorando e andando di qua e di là. Gridano e ridono mentre lavorano. È un bel giorno di festa e tutto è a posto per festeggiare con la nonna. Però il tritacarne si guasta e allo stesso tempo, sulla moderna cucina, l’acqua non bolle più.
E poi gli uomini guardano cosa è successo. Ma nessuno può spiegare perché non c’è la luce dato che tutto è a posto. Anna ritorna in cucina. Il tirtacarne continua a non funzionare e inoltre anche  l’acqua è andata via.
I gemelli, senza fare parola, escono dalla cucina. Certo che non dimenticheranno mai questa giornata. Né loro, né nessuno di quelli che si trovano in casa della nonna per festeggiare il suo compleanno.
Per quasi tre ore tutti hanno lavorato come matti: la nonna non gli ha dato un attimo di respiro fino a che non hanno finito di cucinare il pranzo. Tutti hanno lavorato molto, meno Gino e Pietro che sono stati a consigliare Luigi e Stefano sul modo migliore di tagliare la legna e che sono riusciti a far venire il mal di testa ai gemelli

La festa è stata un successone: hanno mangiato, hanno bevuto, hanno brindato, hanno cantato e hanno ballato. La nonna, coraggiosa, ne ha combinata una delle sue e ha ballato con tutti dei balli della sua gioventù. È stata una bella serata e un bel fine settimana... ma molto stancante.

viernes, 17 de abril de 2020

Extravagancia Mortal, quinta parte

6. Hechos tenebrosos salen a la luz
Aunque estaba ansioso porque su padre terminara, llevaba cerca de veinte días encerrado saliendo sólo para avituallarse de bocadillos, sabía que cuando concluyese habría hecho un trabajo minucioso y exacto, era muy lento pero no dudaba de la competencia de su progenitor. Desde el día del descubrimiento los dos amigos se habían visto unas cuantas veces, habían salido los fines de semana a tomar algunas copas y Eduardo de vez en cuando lo visitaba en su tienda, incluso compró alguna que otra cosa para un compromiso; de las estufas habían hablado poco y desde aquella famosa noche no habían vuelto por la casa de Coristanco. Juan Alfonso prefería esperara a tener la traducción con él. Estaban a mediados del mes de junio, faltaba apenas cinco días para que entrase oficialmente el verano, no tenía muchas ganas de salir ese viernes, así que se quedó en su habitación escribiendo en su diario todas las impresiones de estos últimos días. Estaba tan absorto en su labor que no oyó que alguien abría la puerta.
-¡Ya está traducido!
-¡Vaya susto, papá! Te ha costado lo tuyo, ¿eh?, estoy deseando leerlo.
-Espera, dentro de unas horas lo tendré pasado a limpio, si te lo dejo ahora no vas a entender nada, ya sabes como es mi letra.
En casa lo llamábamos señor Doctor porque lo que mi padre plasmaba en el papel semejaban notas taquigráficas y no escritura.
Menos mal que tenía una velocidad mecanográfica bastante considerable; así que imaginé que, como mucho, dentro de unas cuatro o cinco horas, tendría en mi poder la traducción del manuscrito: no sabía si llamar a Eduardo o esperar al día siguiente. Seguí con mi tarea aunque ya no me lograba concentrar tanto como antes, vagando mi mente hacia las más extrañas y fantásticas conjeturas acerca del misterio que rodeaba a las estufas. Los gemelos estaban al tanto de que el diario había sido encontrado y que les sería devuelto pues, a pesar de que en el momento del descubrimiento las estufas eran mías, también era cierto que el diario era parte de su herencia familiar; yo me conformaba con la posesión de una copia del original y con la traducción. Había quedado en avisarlos tan pronto finalizase ésta y, no habiendo salido de su país nunca, vendrían hasta Coruña a por él y de paso harían algo de turismo por España, país que, según me dijeron, sólo conocían por referencias.
Cada dos por tres miraba el reloj, ahora que sabía que no tardaría en enterarse de la historia no podía contener sus nervios, y le resultaba prácticamente imposible ensimismarse con una de las cosas que más le fascinaban: escribir con aquella vieja pluma en su diario. Salió a dar una vuelta, caminó bastante tiempo por el paseo marítimo observando cómo la gente tomaba el sol en la playa; eran muy pocos pues todavía no hacía demasiado calor, y también se quedó un rato observando a los surfistas en el Orzán; no lograba relajarse pero el tiempo había pasado más rápido de lo que había supuesto, se dirigió de nuevo hacia su casa. Cuando llegó pensó que su padre debía de haber acabado pues no se escuchaba el sonido de su vieja máquina de escribir; lo encontró en la cocina tomándose un bocadillo de jamón asado con un vaso de ribeiro. Había acabado hacía cinco minutos y, observando que se había ido, le había dejado el montón de folios resultantes de su arduo trabajo de traducción encima de la mesa de su cuarto. Se alegraba de haber terminado pues, aunque le resultó muy interesante descifrar el peculiar documento, también le pareció bastante desasosegante lo que se contaba en él.
Extrañado por estas palabras Juan Alfonso subió rápidamente a su cuarto, allí, encima de la mesa, escritos a un espacio, había un montón de folios; los cogió, se echó encima de la cama y empezó a leer. Al principio no comprendió a qué se refería su padre, eran detalles técnicos sobre la construcción de las estufas y cómo habían sido un regalo de Otto Sturm a su bella esposa y a su hijo primogénito, nada fuera de lo corriente; en estas páginas poco más se decía que no supiera Juan Alfonso  por el relato que le había hecho Eduardo al principio de conocerse: el nombre de los artesanos, el tiempo que tardaron en fabricarlas, los materiales que utilizaron, las fórmulas de las pinturas y la generosidad de Otto al finalizar su trabajo. Pero cuando acabó de leer todo aquello empezó a barruntar por qué su padre se había expresado de esa manera. De repente el relato, eminentemente técnico, escrito de forma muy precisa, dio paso a palabras vacilantes y frases inconexas; los tres folios siguientes estaban llenos de expresiones del tipo tendría que contar la verdad, no puedo escribir lo que ha sucedido, es demasiado horrible, la maldición ha caído sobre mi familia, es una monstruosidad, y frases similares.
Juan Alfonso dejó a un lado todos aquellos folios. Aunque deseaba continuar con la lectura se sentía ligeramente fatigado, la manía de su padre de ahorrar papel le hacía escribir a un espacio y dejando apenas márgenes, no llevaba ni siete folios y ya le bailaban las letras delante de los ojos. Fue hacia la ventana y la abrió; todo el ruido de la circulación inundó la habitación, había un buen atasco en Juan Flórez y los conductores impacientes tocaban los cláxones. No aguantaba mucho tiempo ese ruido pero le ayudaba a apreciar la tranquilidad de su habitación en cuanto cerraba la ventana. Apenas soportó durante diez minutos aquel tráfago, cerró al ventana y echó las cortinas, volviendo a tumbarse en la cama para continuar con su lectura. No tardó en comprender el comentario de su padre y las vacilaciones de Otto. Era realmente horrible hasta donde había llegado la crueldad de Gunter:

“A veces dudo que sea hijo mío (escribía Otto): el castigo al enemigo, la tortura para sacarle información y ganar una guerra, la esclavitud de los vencidos. Todo es producto de la guerra y cualquiera en estos tiempos lo comprende, pero lo que él hace ... Incluso yo, que nunca he retrocedido ante el enemigo y he sido el primero en la batalla y en cercenar brazos y piernas en el ardor del combate, no entiendo este afán de Gunter de hacer daño sin razón. Lo que hizo el otro día al desventurado escanciador de vino, y todo por derramar una gota encima de sus ropas: lo quemó a trozos en la estufa, le fue cortando miembro a miembro y el pobre lanzaba unos gritos desgarradores, y ya cuando le había dejado sin brazos ni piernas y apenas quedaba vida en el pobre hombre, echó el resto al fuego.
Hace tiempo que mi poder se ha esfumado y que él y su cruel esposa son dueños de Taühausser, aún me tiene un cierto temor y por eso no se ha atrevido a acabar conmigo, pero ¿qué ocurrirá el día en que ese temor desaparezca? ¡Dios misericordioso! ¿Cuánto tendremos que aguantar todavía? Ninguno de los criados se atreve a cruzar con él ni una mirada, todos están cabizbajos y en silencio, tratando de pasar desapercibidos, temiendo ser el siguiente. Y la culpa la tiene Brígida, esa salvaje mujer suya, mi Gunter nunca había sido tan cruel, a partir de los esponsales con Brígida su carácter ha empezado a cambiar. Lo del otro día ... Eso para mí resulta incomprensible. Gracias a Dios ha partido hacia el Norte, a la casa de los padres de Brígida, y tendremos un poco de tranquilidad.
De pequeño ya tenía un carácter un tanto peculiar pero, cuando cogía las lagartijas y les quitaba la cola o partía a los gusanos por la mitad, pensaba en mi infancia y en cuántos niños habían hecho exactamente lo mismo; suelen ser estos juegos crueles fruto de la curiosidad más que de la mala fe. Pero ya entonces se reía y solazaba cuando veía cómo el pobre bicho se retorcía de dolor, tenía incluso una expresión de auténtica satisfacción cuando, partiendo poco a poco con su cuchillo, no el rabo de la lagartija, sino su cuerpo, observaba como el pobre animal luchaba por desasirse de sus manos. Yo pensaba es un crío, está jugando; de hecho, cuando empezó su educación como heredero de Taühausser parecía encarrilado a cazar y entrenarse para la guerra. Era fiero, pero era consciente de que esa furia le sería útil en el combate; se mostraba arrojado, valiente, a veces bastante temerario. Evidentemente era mi hijo y recordaba mi juventud y el orgullo de mi padre cuando maté mi primer ciervo o fui herido mientras me defendía de un enemigo superior la primera vez que me llevó con él a una guerra. Pero mi padre me enseñó que, aunque ante un enemigo la piedad es mala porque es tu vida o la de él la que está en juego, también me educó para que no me ensañara con los débiles y que a veces es preciso mostrarse un poco indulgente; pero este hijo mío no conoce el significado de semejante palabra. Hasta las faltas más nimias que podrían castigarse con unos simples azotes, él las interpreta como una falta de consideración hacia su honor y no siente remordimientos al aplicar un castigo desproporcionado. Desde que se casó su crueldad ha aumentado, esa mujer ha sido una mala influencia, atiende a todos sus consejos y sugerencias siempre que impliquen dolor, y ella disfruta tanto o más que él.”

Seguían dos o tres páginas más de consejos sobre cómo debía ser el carácter de un auténtico caballero y del comportamiento que debía adoptar con sus súbditos y allegados, con las mujeres y con el enemigo, con los pobres y con los ricos, en la guerra y en la paz, sobre la fidelidad y la valentía, y muchos temas que, aunque interesantes, no atraían tanto a Juan Alfonso, por el momento, como al historia de las crueldades de Gunter. Consultó el original para ver la letra del hombre que había sido el fundador de un linaje, le pareció bastante correcta y clara, aunque el alemán antiguo no lo entendía; su padre había tenido a bien poner unas serie de acotaciones para que pudiera comparar el original con la traducción, se dio cuenta por dónde iba leyendo y que poco faltaba para que aquella seguridad desapareciese y en su lugar surgiera una letra un tanto temblona y vacilante pero todavía escrita en el mismo tipo de papel. Siguió mirando el original hasta encontrar la acotación anterior, comparó con la traducción y siguió leyendo; se había saltado unas cuantas páginas que por ahora no le interesaban.
“He recibido un mensaje de Gunter anunciándome su inminente llegada, dentro de dos días estará de vuelta, pernoctarán durante ese tiempo en un pueblo distante diez leguas, me pide que le prepare una fiesta pues vienen con él unos invitados, primos de Brígida. Nada más enterarse de la noticia los criados han empezado a ponerse nerviosos, y no es para menos, es como si estos viajes al Norte lo proveyeran de nuevas fuerzas para mostrarse más implacable, como si alguien lo estuviera educando para el mal. Es una influencia más profunda que la de su esposa, no se quién puede ser.”

Luego venían una serie de tachones que mi padre intentó descifrar sin éxito según pude constatar, a continuación la letra temblona proseguía el relato, cogí de nuevo los folios:

“Ha sido realmente espeluznante. Gunter pareció volver de su viaje bastante tranquilo, los primos de su mujer parecían jóvenes normales, bebedores y mujeriegos, pero normales; no permanecieron aquí demasiado tiempo, apenas dos semanas, los criados se sintieron aliviados pues la fiesta resultó del gusto de mi hijo y no fueron reconvenidos siquiera, pensaba que tal vez se había operado un cambio en ambos.
La Cuaresma acababa dentro de unos días y en el pueblo y el castillo comenzaron los preparativos para la Semana Santa, Gunter me pidió permiso para organizarla él. En nuestra casa siempre habíamos plantado una cruz en el patio y hacíamos una representación de la Pasión de Nuestro Señor, pero este año Gunter pidió que dejásemos la cruz en el suelo, que la levantaríamos en su momento; no entendí entonces a qué se refería pero no tardaríamos en enterarnos.
Contrató a todos los carpinteros de nuestro feudo y sacó los caballos de los establos, limpió las caballerizas e instaló allí a los carpinteros, a los que proveyó de madera. Durante una semana no se oyó en el castillo más que el golpeteo de los martillos, nadie podía entrar en el improvisado taller, nadie podía ver el progreso de los trabajos que se estaban llevando a cabo, estoy seguro que ni los carpinteros entendían lo que estaban haciendo. Luego, la mañana del Jueves Santo amaneció el patio lleno de cruces, bellamente talladas, alineadas en el suelo, unas más grandes que otras, al lado de cada una de ellas había un martillo y tres clavos enormes; no sospechaba lo que se le había pasado por la imaginación.
Estaba el sol en todo lo alto cuando las puertas del castillo fueron abiertas y entraron campesinos provenientes de todos los puntos de la comarca, era extraño que no hubiera entre ellos ninguna mujer, eran todos hombres con sus hijos: desde niños recién nacidos a muchachos de doce años, sólo niños. Cada hombre se puso delante de una cruz y cuando estuvieron todos colocados ante ellas las puertas se cerraron; detrás de cada campesino se situó un soldado con una lanza, no me gustaba el cariz que estaba tomando el asunto. Mi mujer y yo permanecimos dentro del castillo observando todo desde la balconada, ella estaba muy inquieta y me apretaba la mano mientras yo se la acariciaba intentando tranquilizarla. Habían instalado una especie de escenario y colocado en él un par de asientos; en ellos se sentaron Gunter y Brígida, desde allí dominaban todo el panorama. Los dos vestían sus mejores prendas, Gunter se levantó, el murmullo de desconcierto y curiosidad cesó. Lo que dijo a continuación nos puso a todos los pelos de punta: para celebrar con todo el esplendor la Pasión de Jesucristo había hecho construir tantas cruces, cada hombre debía crucificar a su hijo primogénito, a semejanza de cómo Dios había permitido que matasen al suyo, los soldados tenían orden de alancear a todo aquel que se negase.
No se puede describir con exactitud todo el horror que sentí, ni los gritos de angustia, miedo y dolor, ni la satisfacción de mi hijo y de su mujer, aquella desnaturalizada que reía mientras veía sufrir a aquellos niños y a sus padres; no se cuánto duró aquello pero me pareció una eternidad. Mi mujer enloqueció: no aguantando tanto sufrimiento puso fin a su vida tirándose por la ventana, no pude hacer nada para impedirlo. Y todos aquellos cuerpos destrozados mi hijo los utilizó de combustible para sus estufas.
¿A quién recurrir en busca de ayuda y consuelo? Estaba solo frente a él, mi único apoyo y amiga había dejado de existir.
Por esas fechas su mujer había quedado encinta, yo ya no mandaba, se hacía tan solo su voluntad, y utilizaba las bellas estufas para impartir justicia, si a lo que hacía se le podía definir con ese nombre. La más grande había quedado para su uso personal, la había instalado en el aposento donde su madre y yo lo habíamos concebido; la otra, en la sala donde antaño recibiera a todo aquel que venía en busca de socorro o de ayuda, en donde yo, con la mejor voluntad, intentaba dirimir las disputas entre mis súbditos. Pero lo que hacía Gunter era una mascarada para satisfacer su crueldad.
Un día llegó un monje mendicante a las puertas del castillo, mi hijo lo recibió con gusto: eran los monjes y frailes las únicas personas que merecían su aprobación, así había sido desde pequeño; en mí nació la esperanza de que aquel santo varón le hiciera ver los errores y tremendos pecados en que había incurrido. Durante unos días la fortaleza vivió unos momentos de paz y sosiego como no había conocido desde hacía bastante tiempo; confiaba en que la influencia del monje fuera positiva.
¡Oh, Dios de los Cielos!¡Cuán equivocado estaba! Aquel era un monje de Satán, un fanático más cruel incluso que mi Gunter, detrás de aquellos hábitos sencillos y monacales se escondía un hombre de alma retorcida y malvada, venía del país de Brígida y era quien había incitado a mi hijo a cometer todas las barbaridades cometidas hasta ahora.
Los primeros días de su estancia discurrieron con normalidad, ambos permanecieron encerrados en los aposentos de Gunter, no saliendo ni para las comidas del día; yo imaginaba que estarían haciendo penitencia o rezando, pero pronto se me reveló la verdadera naturaleza de sus reuniones. Durante el tiempo que estuvieron enclaustrados Gunter delegó en mí la administración de la justicia, y había que ver el alivio de mis antiguos súbditos cuando se daban cuenta que era a mí a quien debían exponerle sus quejas. Pero, por desgracia, no duró mucho tiempo esta situación. Ambos salieron de su encierro al cabo de quince días.
¿Cómo un hombre de Dios puede estar tan pervertido?¿Cómo, Santos del Cielo, pueden vivir sin remordimientos gente como mi hijo y el monje? La crueldad de Semana Santa no fue nada comparada con los que vino a continuación. Ahora el monje no se apartaba de su lado, ni siquiera cuando celebraba audiencia. Repugna a mi conciencia dar a conocer lo que esos dos monstruos fueron capaces de hacer en colaboración, sólo resaltaré dos hechos: el primero de ellos fue en relación con Brígida, que estaba a punto de dar a luz. La encerraron en el calabozo más húmedo del castillo acompañada por un buey y una mula, pues el monje lo había convencido de que ningún ser humano era superior a Jesucristo y su hijo debería nacer en las mismas condiciones que lo había hecho Nuestro Señor. El niño sobrevivió a semejante prueba pero la madre, abandonada de esa manera después de haber conocido el lujo, y sin la asistencia de ninguna comadrona o mujer que la ayudase, parió entre terroríficos gritos y murió desangrada después de nacer el pequeño.
El segundo fue mucho más sutil, refinado y cruel: mi hijo hizo tapizar la habitación donde recibía a sus vasallos con la piel de los que martirizaba, piel que le era arrancada al desdichado en vida antes de que, como era su costumbre, lo cortase en trozos y lo echase al fuego.”
Juan Alfonso estaba fascinado y horrorizado por todo lo que estaba leyendo y al llegar a este pasaje dejó la lectura. ¡Así que era eso lo que había visto en su sueño: la piel de las víctimas de Gunter forrando la pared del actual comedor! No había leído ni la tercera parte del diario, ni se sentía con fuerzas de seguir haciéndolo. Necesitaba tomar el aire; no le extrañaba que su padre hubiera deseado terminar cuanto antes la traducción. Era realmente increíble hasta dónde podían llegar los desvaríos de una mente enferma, tampoco le sorprendía el temor de los descendientes a que aquellos artefactos fueran usados de nuevo en crueles designios; él no había sentido nada cuando estuvo al calor de la estufa, tal vez porque aún no conocía los verdaderos motivos que llevaron a algunos miembros de la familia Taühausser a hacer esas reconvenciones en el diario.
Había salido de casa, pero era tan fuerte su concentración cuando lo hizo que, cuando volvió de sus reflexiones, se encontró con que estaba caminando por la playa, era de noche y sólo unas cuantas personas con sus respectivos perros se intuían en el arenal.
¿Qué hacer con las estufas ahora que conocía la verdad sobre su origen y los hechos de los que fueron involuntarias protagonistas? Dudaba si quedárselas, satisfacían sus ansias de morbo; pero evidentemente existía el peligro, al adoptar esta decisión, de que su mente imaginativa pudiera sentirse atraída a hacer un uso indebido de ellas: sólo pensaba en perros y gatos muertos crepitando en el fuego, pero consideró que siquiera pensar en esas cosas era ya una crueldad. Se desharía de las estufas, ¡qué lástima, con lo bonitas que eran y lo bien que se había sentido rodeado del calor que desprendían! Y si al fin se decidía ¿se las devolvería a los gemelos? No podía hacer eso, había quedado claro que no heredarían a no ser que se desprendieran de ambos muebles. Entonces ¿qué?.
Con la mente dándole vueltas, intentando encontrar una solución al problema, recorrió dos veces Orzán y Riazor. El murmullo del mar llegando hasta la orilla resultó un sedante para Juan Alfonso que, despacio y cabizbajo, volvió a su hogar.

7. Todo vuelve a su cauce
Su padre estaba viendo la televisión, era un poco sordo y a veces subía el volumen demasiado; al abrir la puerta oyó los clásicos ruidos de tiros y pelea, estaba viendo una película de Humphrey Bogart, con un wiskey al lado y en medio de la penumbra; se puso una copa y se sentó junto a él. Ahora sería inútil hablarle, no le haría ni caso, estaba demasiado concentrado en el telefilme. ¿Qué hacer con las estufas? Ahora que conocía parte de la historia sentía que podían ser realmente una mala influencia. Su curiosidad lo impelía a intentar descubrir más información acerca de ellas, su prudencia lo obligaba a deshacerse de tan bellos muebles, y su afán de posesión de algo hermoso y útil lo echaba para atrás en su decisión de abandonarlas en algún escondrijo.
Durante unos momentos dejó que su mente vagara por otros derroteros e intentó concentrarse en la televisión sin conseguirlo. Se encontraba cansado, al día siguiente debería llevar a cabo muchas cosas y necesitaba estar en plena forma y fresco como una lechuga. Silenciosamente se retiró a su cuarto, deshizo la cama, cogió la traducción del diario, se puso el pijama y, acostándose, se dispuso a seguir leyendo; estuvo durante unos minutos ojeando aquí y allá, parándose de vez en cuando para centrarse en un párrafo determinado que llamaba su atención. Como suponía, las atrocidades habían seguido durante un par de generaciones más, luego, un descendiente de un biznieto de Gunter, que había escogido la vocación monástica, se las llevó como dote a su convento y estuvieron calentando a los peregrinos y romeros que pasaban por allí durante bastante tiempo. Cuando murió las estufas retornaron a la familia, a cambio de una sustanciosa compensación a la orden monástica a que había pertenecido Hans Taühausser el Iluminado.
Poco más de interés se decía en el diario. Ya lo leería con calma más adelante, ahora tenía mucho sueño y necesitaba dormir. Se arrebujó, dio un par de vueltas y perdió la consciencia; estuvo durante un buen rato descansando plácidamente, empezó a tener sueños difusos, casi parecía que estaba despierto, pero tal vez estuviera dormido. Se despertó y miró el reloj. Hacía cinco horas que se había acostado. Casi no podía creerlo. Apagó la luz y volvió a dormirse; soñó con las estufas, pero no fue como las otras veces: nada de nerviosismo ni de temor, era más bien un sentimiento de calma y normalidad el que lo embargaba.
Estaba en la biblioteca del castillo, rodeado de libros y sentado en una de las estufas, afuera lucía el sol aunque parecía que no calentaba demasiado y por esa razón debía de tenerla encendida; pero notaba algo raro en ella, no parecía la misma. Se levantó y se puso a observarla, los dibujos eran más modernos y los colores más desvaídos, sintió unos deseos irreprimibles de mirar por la ventana; no ocurría, aparentemente, nada raro allí fuera. Brillaba el sol, los árboles estaban llenos de pájaros que trinaban alegres, la hierba deslumbraba de tan verde. A lo lejos creyó ver algo, una serie de figuras, o de casas, abrió la ventana, se apoyó en el pretil y saltó, se puso a volar en la dirección deseada, poco a poco las figuras fueron aclarándose, eran de forma cuadrada. De repente descubrió que en los árboles, colocados artísticamente, había un montón de cuadros y estatuas. Era un bosque de pinturas y esculturas. Bajó suavemente, posó sus pies en el prado y comenzó a caminar entre obras de todo tipo, no podía decir cuánto tiempo estuvo inmerso en este extraño y fantástico bosque hasta que llegó a un claro. Allí, en medio, fuertemente encadenadas estaban las dos estufas, tan bellas y fascinadoras como la primera vez que las vio en el castillo alemán.
Se despertó comprendiendo lo que debía hacer: fabricaría una copia de las estufas, las originales las donaría a un museo de la ciudad y escribiría un libro acerca de la historia de ambos muebles. Ya eran las nueve de la mañana, saltó de la cama alegremente y de la misma manera se dirigió a la ducha, desayunó ligero y se fue a dar un reconfortante paseo por la playa. Se llevó el bañador, igual hasta se pegaba un chapuzón, a Eduardo sería inútil llamarlo a estas horas, sabía que los sábados dormía hasta tarde.
Estaba disfrutando como un niño en la playa del Orzán, saltando olas y atravesándolas buceando cuando eran demasiado grandes para saltarlas. Regresó a tiempo para comer con toda la familia y nada más acabar llamó a Eduardo. Quedaron en verse un poco más tarde en su casa. Su padre había ido a una inauguración de una galería, su madre estaba con sus amigas merendando en el Casino, y su hermano menor se había reunido con el resto de la familia en la casa de Coristanco. Pasaron la tarde hablando de las estufas, de que tenían que avisar a Otto y Hans y de lo que había pensado Juan Alfonso hacer con ellas. Le contó un poco por encima todo lo que había leído y convino Eduardo que lo que su amigo había pensado era la postura más sensata que se podía adoptar.
Los gemelos fueron avisados y aparecieron en Coruña al cabo de dos días, estuvieron durante una semana haciendo turismo por la ciudad y sus alrededores, luego partieron, rumbo a otros lugares de nuestra geografía. El diario se lo dejaban a Juan Alfonso, volverían a por él cuando dieran por finalizado su periplo por España. Las estufas fueron donadas al Museo de Bellas Artes y en cuanto acabó el verano Juan Alfonso y Eduardo comenzaron su colaboración para escribir un estudio pormenorizado de las estufas. Juan Alfonso hizo fabricar un par de copias y las instaló donde antes había estado ubicadas las originales. Esta fue la historia más excitante que le ocurrió en su vida.
Eduardo cogió fama de excelente investigador después de la publicación del estudio que hizo a medias con su amigo, e incluso fue invitado a dar conferencias y a participar en coloquios, a veces bastante esotéricos y otros mucho más técnicos.