Capítulo 1: 20 de noviembre – Miércoles
― ¡Eres un baussia!
― me apostrofa riendo
Fabienne con su adorable acento francés, hundida en una de las
cómodas butacas del vestíbulo del Grand Hotel Piermarini Scala, un
cinco estrellas lujoso en el centro de Milano.
Cerca de nosotros hay un gigantesco árbol de
Navidad y los escaparates con nieve falsa de los negocios del
interior del hotel nos recordaban la inminencia de las festividades
más apreciadas del año, si bien todavía faltan más de cuarenta
días para la fatídica fecha. Ahora ya, desde hace bastantes años,
sin embargo, se ha adoptado la costumbre, basada en una razón
puramente comercial, de anticipar cada vez más la instalación de
los adornos navideños en las calles y en los escaparates de la
ciudad. La tradición milanesa, de hecho, establecía el 7 de
diciembre, San Ambrogio, para la instalación del árbol de Navidad y
los belenes.
― Para empezar, no se dice baussia,
sino bauscia ―la
sermoneo de manera pedante, desde una butaca cercana a la suya
mientras su mirada vaga sobre las distintas personas que pueblan esa
mañana el Hotel ―y
además, ¿dónde has aprendido esa jerga milanesa?
― ¡Oh,
la, la! ¡No pensarás que eres la única que persona con la que
salgo en Milano!, ―me
responde lanzándome de reojo una mirada astuta. ―Desde
que estamos aquí, después de haber dejado, hace cuatro días, el
Marco Aurelio Palace de Roma, me estás ignorando a causa de tus
obligaciones… así que he encontrado a alguien que me hace
compañía.
A continuación, empleando su mejor
postura de modelo soy la más bella del reino, me lanza la
cuchillada definitiva.
― También aquí, en Milano, por lo
que parece, el encanto francés es muy apreciado. No me faltan
admiradores.
― ¿Conque esas tenemos?, ―le
respondo siguiéndole el juego y mostrando en mi cara el furor más
melodramático que puedo. ―Mientras
yo estoy ocupado arreglando todos los trámites burocráticos y
profesionales necesarios para el traslado a un nuevo hotel… ¡tú…
tú… pérfida…― y
aquí subrayo la palabra con un gesto teatral al estilo del cine mudo
―te aprovechas de esto
de manera innoble!
La risotada argentina de Fabienne
aprueba mi interpretación y pone fin a mi actuación.
― ¿Por lo menos sabes lo que
significa bauscia?
― ¡Claro! Se lo he escuchado decir
a uno de los camareros esta mañana, en la sala donde hemos
desayunado. Tu te habías ido a la cita con el afinador de tu amado
piano y yo, mientras acababa de comer las tostadas con mermelada que
me habías preparado en el plato antes de irte, estuve observando a
las personas de las otras mesas.
― La habitual curiosona, ―le
reproché.
― Para nada, era sólo una manera
de pasar el tiempo… y además, sabes que observando a las personas
se comprenden muchas cosas… ¡tú me lo has enseñado!, ―me
responde Fabienne un poco enfadada. ―Por
otra parte, si no hubiese sido por mi curiosidad, como tú la llamas,
nunca hubiera sabido que los secuestradores del Director de la
orquesta Wang se lo habían llevado a la residencia enfrente de
nuestro hotel en Roma.
― Es verdad, lo admito, ―reconozco
con magnanimidad. ―¡La
solución del caso del Secreto de la Dominante también fue mérito
tuyo, pero debes convenir, ―añado
con ironía, para evitar que se le suba a la cabeza ―que
no todas tus observaciones e intuiciones son correctas. ¿Recuerdas
que habías sospechado que los dos clientes que estaban degustando
vodka y caviar en el piano-bar se habían metido en la habitación de
nuestros amigos chinos?
― Vale, no habían sido ellos,
―admitió un poco
enfurruñada ―pero
aquellos dos no eran ajenos al asunto… y finalmente mi intuición
no fue totalmente equivocada.
― Vale, vale, ―respondo
sonriendo ―entierra el
hacha de guerra y volvamos a esta mañana en el comedor. ¿Qué tiene
que ver el bauscia?.
― ¡Ah, sí! Uno de los camareros
jóvenes estaba dando vueltas sin parar alrededor de una mesa ocupada
por tres personas, una familia. Los padres y una hija de unos veinte
años, muy simpática.
― ¿Y bien?, ―la
incito.
― Obviamente la muchacha le gustaba
mucho al camarero, dado que él pasaba constantemente por la mesa
para preguntar si todo estaba bien, si querían más mermelada, si
deseaban zumo de naranja… en fin, ¡lo estaba intentando!
― ¿Y
el bauscia?
―insisto.
― Ahora
voy a eso. Después de un buen rato con este cortejo gastronómico,
el compañero del camarero, que mientras tanto tuvo que servir al
resto de las mesas del turno que compartía con el latin
lover, lo ha llamado
al orden mientras se cruzaba con él cerca de mi mesa le ha susurrado
“Eh, Alberto, ¡no seas
baussia!,
sirve también a las otras mesas”.
―Se
dice bauscia
y no baussia
―le
repito ―Pero,
¿qué tiene que ver conmigo, por qué me has dicho antes bauscia?
― Porque
también me estabas halagando y te comportabas como un donjuán, como
el camarero con la muchacha de la mesa.
―Bueno,
en realidad el término bauscia
no quiere decir exactamente
lo que has entendido ―le
explico ―En
el dialecto de Milano se
define bauscia
a una persona que se da aires, al que le gusta parecer de una
categoría superior a la que realmente tiene, uno que quiere dar su
opinión aunque no conozca el tema… ¡un fanfarrón, en suma!
―¡Mon
Dieu! ―exclama
Fabienne consternada ―¡por
suerte te lo he dicho a ti y no a un cliente de los que vienen a
felicitarte cuando tocas! ¿Te imaginas qué papelón
habría hecho?
―Efectivamente,
no hubiera sido muy correcto llamar fanfarrón a un cliente del hotel
―le
confirmo ―sin
embargo podrías haber encontrado a alguien que no
conociese
el vocablo… y de todos modos, cualquier hubiese aceptado ser
llamado baussia
(se lo digo repitiendo su versión distorsionada) por una hermosa
muchacha con
acento francés ―digo
burlándome de ella.
― ¿Has
visto qué tiempo hace? ―me
pregunta Fabienne cambiando de repente de tema y señalándome el
cielo gris y otoñal de aquella mañana milanesa.
― ¡Querida,
te habías acostumbrado
perfectamente al clima de
Roma! Ahora estamos a mediados de noviembre y aquí, en Milano, en
otoño y en invierno, las cosas son muy distintas: cielo gris, nubes
que se deslizan sobre la llanura padana que a menudo dejan caer una
pequeña cantidad de lluvia, frío creciente
y húmedo,
una gran cantidad de contaminación en el aire y, si tienes suerte,
¡incluso un poco de niebla! Aunque, en honor a la verdad, en los
últimos años los días nublados están disminuyendo… y de todos
modos, en la ciudad es raro que la niebla se meta en los barrios del
centro. Es más un problema de
la campiña de Lombardía.
― ¡Me
has traído a un sitio maravilloso! ―exclama
horrorizada ―Teniendo
en cuenta tu descripción, ¡no se entiende porqué la gente desea
venir a esta ciudad!
― ¡Pero,
no! ―me
apresuro a tranquilizarla ―lo
que te he dicho representa el estereotipo con que se describe Milano.
Es verdad, no tiene todas las bellezas arqueológicas de Roma y ni
siquiera el clima de la Costa Azul, a la que estás habituada, pero
esta ciudad tiene muchos aspectos agradables e interesantes.
― Bueno,
claro, la moda… ―me
interrumpe la marisabidilla.
― Cierto,
pero no sólo esto. Milano es la ciudad de los negocios, está la
sede de la Bolsa italiana, donde se cotizan las acciones de las
principales empresas italianas.
― ¡Fantástico!
―me
interrumpe
de nuevo Fabienne torciendo la nariz ―¿de
qué me sirven la Bolsa y las acciones? Las únicas bolsas que me
interesan son las que veo en los escaparates de los negocios de las
grandes firmas.
― Es
verdad, para ti es así ―continúo
hablando pacientemente ―pero
muchos de los clientes del hotel están aquí por negocios. Y además,
no es sólo eso. Milano es un centro cultural de primer orden, con
museos y teatros, donde se dan espectáculos de todo tipo.
― ¡Oh,
sí, el Teatro della
Scala! ―dice
Fabienne, alardeando de sus conocimientos culturales.
― En
realidad se llama Teatro
alla Scala ―la
corrijo ―y
el nombre proviene del hecho de que, para dejar
espacio a su construcción,
en el año 1776, por culpa
del arquitecto Piermarini (el mismo que da el nombre a nuestro hotel)
fue demolida una iglesia consagrada a Santa Maria alla Scala.
― ¡Típicamente
italiano! ¡Entre la espiritualidad y la diversión vosotros siempre
escogéis la segunda! ―puntualiza
de manera mordaz.
―Salvo
porque lo que dices es un
tópico, que a menudo tiene su fundamento, pero no vale para todos
los italianos ―la
reprendo
picado ―la
decisión la tomaron los austríacos, que dominaban en aquella época
la región Lombarda – Veneto. Pero olvidémonos de estas cosas ―me
interrumpo, porque no quiero liarme con una discusión sobre el
carácter y los defectos de los italianos. ―Yo
conozco perfectamente esta ciudad y he aprendido a quererla por lo
que puede ofrecer. Sabes que estudié
aquí, en el Conservatorio, por lo tanto, poco a poco, tuve
la oportunidad aprender a
comprenderla, explorándola todos los días y descubriendo su alma
escondida. Justo de esta manera, ―insisto
―Milano
tiene un alma recóndita
que sólo con la
convivencia y una mirada abierta y curiosa es posible notar. Sin
embargo, es necesario explorarla a pie, como se debería hacer con
todas las ciudades. Sólo de esta forma se pueden descubrir, detrás
de la pátina gris y desapegada, sus mejores rincones: fragmentos
verdes de jardines maravillosos que nos
hacen señas desde las
aberturas
de los grandes portones de palacios nobles, callejones y barrios del
centro que, milagrosamente, parece que se
han mantenido atemporales,
el romanticismo de lo que queda de los Navigli,
las antiguas vías de agua que antaño atravesaban amplias zonas de
la ciudad.
― Um,
Señoría ―bromea Fabienne dirigiéndose a un imaginario Juez con
un tono de fiscal de serie de televisión norteamericana ―la
apasionada intervención del abogado defensor me ha convencido para
conceder a esta ciudad un período de prueba con el fin de que pueda
demostrar las cualidades anteriormente enumeradas. Por supuesto, será
responsabilidad del abogado defensor ―continúa, dirigiéndose a mí
con una simpática mueca en la cara ―mostrarme las bellezas
escondidas de la ciudad.
― De
acuerdo, Señoría ―confirmo con el mismo tono de sala de un
juzgado, dirigiéndome al mismo inexistente juez sentado en la butaca
vacía enfrente de nosotros. ―Acepto el acuerdo propuesto por la
acusación y declaro cerrada esta querella.
― ¿Realmente
me llevarás a conocer los secretos de la ciudad? ―me pregunta con
aire suplicante.
― ¡Prometido!
―le confirmo ―pero lo haremos en los próximos días, tan pronto
como esté arreglado todo lo relacionado con nuestra llegada en este
hotel. Ahora tenemos otras cosas que hacer ―le recuerdo
levantándome. ―Tú, por ejemplo, tienes una cita con Federico
Viscardi, el propietario del negocio de antigüedades que está a la
derecha de la entrada principal del vestíbulo. Ayer hablé con él.
Creo que te gustará. Es un anciano señor muy distinguido que
gestiona el negocio más por pasión que por lucro. Se ha pasado toda
su vida entre obras de arte y antigüedades y, en cierto sentido, ha
asimilado una cierta gracia en su forma de moverse y de hablar. Verás
cómo apreciará tus porcelanas y de buen grado las pondrá en las
vitrinas. Te he fijado una cita para las 11 ―le digo mirando al
reloj ―dentro de diez minutos.
―Mer…
―comienza a decir Fabienne, interrumpiéndose enseguida porque le
he explicado que esa exclamación usada en Francia con mucha
naturalidad, en el resto del mundo puede aparecer como fuera de lugar
y poco refinada ― ¿A qué esperabas para decírmelo? ¡Sabes que
odio llegar tarde a las citas!… y todavía debo subir a la
habitación a coger el book con las fotos de los diseños que
podré dejarle.
Ni
siquiera me da tiempo a excusarme por el olvido cuando me susurra A
bientôt dándome un rápido beso en los labios… y ya está en
medio del vestíbulo, como una ráfaga de colorido mistral provenzal,
que se vuelve hacia mí enviándome unos besos haciendo un gesto con
la mano sobre la boca.
― Nos
vemos en nuestra mesa a la hora de comer ―le hago entender por
señas. Me responde con el ademán de OK mientras las puertas del
ascensor se cierran para llevarla al sexto piso, donde tenemos
nuestro mini apartamento. El gusto de su beso todavía lo conservo en
mis labios. Acaba de desaparecer de mi vista y ya siento su ausencia.
― ¿No
será que esta vez, querido Max ―digo para mis adentros ―
estás localmente enamorado y preparado para dar el gran paso del
matrimonio?
Dejo
esta pregunta vagar en mi mente durante un rato, luego me apresuro
también para seguir con mis ocupaciones.