miércoles, 6 de mayo de 2020

Lazos de Roberta Mezzabarba - Prefacio

San Silvestre 1979

El día se estaba desvaneciendo con sus frías luces invernales en un crepúsculo claro y sereno. Una respiración forzada salía en forma de pequeñas y brumosas nubes de los labios exangües de la parturienta que yacía sobre una sábana arrugada, descompuesta, despeinada, casi falta de fuerzas.
Otra mujer, también con el vientre hinchado, esperaba atemorizada, como una sombra, entre los gritos de dolor que rebotaban con ecos similares a polillas enloquecidas, aprisionadas entre los primitivos muros de aquella gran habitación con el techo alto y oscuro.
Fuera del gran ventanal, única fuente de luz de aquel ambiente angosto, blindado por una reja de oscuras barras de hierro, el horizonte se extendía inmóvil al final de los campos oscuros, cortando el tejido cerúleo del cielo con su hoja afilada.
Durante un momento las dos mujeres se encontraron actuando de manera idéntica: cuatro ojos miraron en la misma dirección, cuatro ojos se abrieron como platos, asombrados al ver la escena que se mostró sólo por un momento, apenas deformada por la superficie rústica de aquellos vidrios seculares.
Hacia la puesta de sol dos esferas contrapuestas y luminosas se enfrentaban, una al final de su camino, la otra en los primeros instantes de su trayecto. Ante aquella visión, pensamientos sin un sentido aparente nacieron en la mente de la joven mujer extendida sobre la cama: veía mucho dolor, incógnitas antiguas como el universo, heridas de dolor y de nostalgia, anhelo morboso de que aquel encuentro pudiese repetirse de alguna manera, incluso la más impensable.
En la sombra, un hombre con los labios delgados, sonreía: su primera flor estaba a punto de florecer.
En un instante el sol desapareció de la vista de las dos mujeres: en ese momento saborearon las primeras gotas de un veneno que podía llevar el mundo a la locura, sin posibilidad de retorno.
Sin anunciarse, como cuando un dique es arrollado por la potencia de las corrientes que durante siglos lo han rozado, las contracciones volvieron a invadir el cuerpo de la parturienta.
Le pareció que el dolor no la dejaba ni siquiera respirar mientras los largos minutos discurrían mezclados con gotas de sudor.
La garganta de Silene rugió con un grito de dolor y de liberación infinito, culmen de sus sufrimientos, luego se liberó en el aire el llanto del pequeño que acababa de superar la gran prueba del parto. Se balanceaba, quizás todavía preso del pánico al sentirse apartado de aquel lugar eterno y caliente que hasta entonces lo había protegido y alimentado.
Silene relajó los músculos tensos hasta el espasmo y, cansada, miró a su hijo: el cordón umbilical todavía no había sido cortado y él era tan pequeño… había sabido que era un varón en cuanto advirtió su presencia en el regazo. Con un hilo de voz lo llamó con el nombre que en los largos meses del embarazo había pensado para él: Guglielmo, este será tú nombre, mi pequeño.
Lo había escogido entre miles, lo había buscado con cuidado porque quería para su hijo un nombre que pudiese protegerlo (extraña idea) y, en fin, había escogido uno en desuso y quizás un poco anticuado porque significa hombre que con su tenaz voluntad de vivir se defiende de los ataques de los otros. Ella tenía experiencia en el significado de palabras como soledad, marginación, dolor, violencia y precisamente para su hijo nacido de la violencia quería una vida distinta.
Inmersa en esos pensamientos Silene advirtió un dolor sutil en el pecho pero no se paró a tenerlo en cuenta: sólo imaginó que la excesiva felicidad que sentía presionaba con fuerza desde el esternón, que no conseguía contenerla totalmente.
Ella y su pequeño habían logrado sobrevivir a aquel parto, contrariamente a las pesadillas que la habían perseguido: últimamente en sus sueños veía una muerte y el comienzo de un tiempo lleno de sombras y dolor.
Lleno de esa felicidad tan efímera su corazón dejó de latir en pocos segundos.
Silene se había apagado con la imagen de su hijo Guglielmo impresa en sus ojos, casi sin darse cuenta, sin sentir inquietud por el fin que le esperaba a ella y a su pequeño…
La historia de aquella extraña noche que podría parecer inverosímil a un oyente normal, resonaría más adelante, en un futuro, como una de esas premoniciones que a los ancianos videntes les complace contar en las noches de tormenta…había una vez una joven mujer que fue secuestrada el día en que debía dar a luz un niño…
El hombre que había gozado en la sombra de cada uno de los gemidos de dolor de Silene había escapado: de todas maneras todo iría como la seda. Había trabajado tan bien que, aunque una de las dos mujeres había muerto, no tenía importancia: debería sólo cambiar ligeramente sus planes.
La luna brillaba en lo alto del cielo, negro como la pez.
Lina, la mujer que se había quedado en la sombra, estaba perturbada, paralizada por el terror.
Cuando decidió acercarse a Silene, sus sospechas cobraron vida… estaba muerta y la luna estaba ya arriba en el cielo: fue entonces, y sólo por un momento, que su mente volvió a recordar nítidamente el sol y la luna que tocaban al mismo tiempo la línea del cielo, cruzando sus destinos sólo durante un suspiro… tampoco ella sabía, como Silene, que aquello que había visto no era sólo una simple coincidencia, y por lo tanto, no conocía bien el significado que debía atribuir a aquello de lo que había sido testigo.
El sol se había puesto, Silene había sido arrastrada a las tinieblas con el corazón destrozado… quedaban sólo el pequeño Guglielmo y una gran luna roja de sangre en el cielo.
Ese pensamiento la devolvió a la realidad, tenía una misión que cumplir. El hombre, probablemente, no había previsto que Silene muriese y ella no tenía ni la más mínima idea de qué hacer en ese momento con el niño.
Lo decidió en un decir Jesús: no contaría jamás a nadie lo que había sucedido. El pequeño,  criado en una familia normal, que no tenía nada que ver con aquella horrible noche, no correría ningún peligro. Por otra parte, si aquel hombre no estaba loco ya no la buscaría más: era un peligro demasiado grande el que correría exponiéndose de aquella manera.
Todo había acabado.
Un escalofrío helado la golpeó en los riñones y un dolor agudo, serpenteante, le envolvió el vientre.
Sin pensar envolvió al pequeño, que se había adormecido, en el camisón con el cual Silene había sido raptada y abandonó aquellos primitivos y tétricos muros que la separaban del aire fresco de la noche: dejó a sus espaldas el cadáver de Silene todavía caliente, decidida a abandonar al recién nacido en la primera casa que encontrase.


El destino se había cumplido.