miércoles, 25 de marzo de 2020

Espíritus libres


Era verano y estaba de vacaciones, tenía tres meses por delante para investigar la vieja casa del molino construida encima del río. La había descubierto una mañana que fue a pescar, dos días antes de volver al internado, en plena primavera. Eran las ocho de la mañana, ya había desayunado, así que cogió una mochila, metió en ella su máquina de fotos, algo de fruta, su navaja, un sedal y unos cuantos anzuelos, una tableta de chocolate, un poco de pan y una toalla, por si le apetecía bañarse; y salió sigilosamente de la pequeña casa de piedra. No regresaría hasta la hora de comer. Rebeca era una muchacha sana y fuerte, criada de forma bastante independiente, no tenía amigas, por lo menos en el pueblo cercano a su casa; poseía una mente bastante abierta y curiosa, coleccionaba las cosas propias de una chavala de quince años: fotos de artistas, flores secas y cromos. También le gustaban los insectos, lo cual desesperaba a su madre.

El sol de la mañana le hizo despertar. ¿Dónde estaba? Pensó todavía soñoliento. ¡Ya se acordaba! Era el viejo templo de Hermes, abandonado, desde hacía años, pues el pueblo devoto que en tiempos lo había cuidado desapareció en la época en que los aqueos habían asolado la región: los habitantes de Acsis habían huido en cuanto el único superviviente de Epridia, a un día de camino, llegó sudoroso y lleno de sangre a darles la noticia, mientras celebraban los juegos florales en honor de su dios. No tenían posibilidad si intentaban resistir a los aqueos, así que rápidamente recogieron todas sus pertenencias y huyeron. A pesar de todo, los bravos guerreros aqueos los alcanzaron e hicieron una carnicería de la que tan sólo se salvaron las mujeres, a las que tomaron por esposas. La noche le había sorprendido cerca del edificio por eso durmió en él. De pronto oyó un gorjeo y miró hacia su derecha, encima de una de las columnas se encontraba un pájaro carpintero. Equilón, el centauro, meditó acerca de este hecho, hacía poco que su padre había empezado a iniciarle en los secretos de la interpretación de los augurios: vuelos de pájaros, lectura de vísceras, la forma de las nubes, etc. Su padre era muy sabio, conocía incluso los sistemas de adivinación que usaban en las lejanas montañas de Oriente, donde habitaba aquella raza extraña, de hombres pequeños y cultos.

Por fortuna las lluvias primaverales no habían deteriorado en exceso el viejo molino, había tenido que atravesar el bosque hasta llegar a él; durante el camino había logrado sacar unas cuantas fotos bastante curiosas: una camada de conejos, de pocas semanas, correteando entre los árboles; descubrió a un búho en una rama demasiado alta como para alcanzarlo; una urraca alimentando a sus polluelos y también a una serpiente desayunándose una rana. Los árboles de las márgenes del río habían crecido. Había sido un año pródigo en lluvias y ahora la naturaleza estaba en pleno apogeo; se fijó en que una de las ramas del árbol más cercano a la construcción había roto una de las ventanas. La luz, tamizada por la vegetación arbórea, daba un aspecto irreal al lugar. Pequeños insectos se deslizaban por la superficie del agua, formando imperceptibles círculos concéntricos y, de vez en cuando, una rana daba un salto intentando hacerse con alguno de ellos. La puerta del molino estaba cerrada, al meros aparentemente. Rebeca se acercó, empujó con fuerza y la abrió; multitud de hojas cubrían el suelo, algunas de ellas, formando pequeños montones, servían de nidos: en una esquina. sombría pudo vislumbrar unos cuantos huevos, seguros dentro de aquel habitáculo; un poco más allá, cerca de la maquinaria que hacía funcionar el molino, unos polluelos abrían el pico ansiosos esperando su comida. La escalera parecía estar en buenas condiciones, a cada peldaño Rebeca se aseguraba de su firmeza. Tomaba todo tipo de precauciones, no quería romperse una pierna ni nada por el estilo.

¡Pobre Hermes! A Equilón este dios le caía simpático, con sus sandalias aladas recorriendo el espacio y llevando mensajes de Zeus a los dioses y hombres. Equilón era muy joven, impresionable y enamoradizo; su corazón había sufrido ya el desengaño con algunas jóvenes centauras, pues aunque no era feo tenía un grave defecto: una de sus patas era ligeramente más corta que las otras, lo que provocaba que no pudiese corretear de la forma adecuada. El día anterior había visto a una mujer vestida con coraza y un yelmo, que portaba un arco y flechas en un carcaj; era sumamente bella. Estuvo siguiéndola durante todo el día, no parecía que se diese cuenta, tan concentrada estaba en el seguimiento de alguna pieza que cazar; de repente pareció ver algo, empezó a correr entre los árboles, é1 intentó seguirla pero no podía ir tan rápido como aquella hermosa mujer y la perdió de vista. El sol comenzaba a declinar, la persecución le había extraviado. Ignoraba dónde se encontraba. Emprendió la búsqueda de un lugar donde dormir, fue entonces cuando halló el viejo templo abandonado de Hermes. Tal vez aquel pájaro carpintero fuera el propio Hermes que regresaba. Se levantó con esfuerzo y salió de allí. Hacía una mañana espléndida, tenía hambre y sed. Entró de nuevo en el templo en busca de su arco, luego bajó hasta el río.

En la parte de arriba, alrededor de una barandilla circular se podían ver cuatro puertas, que deberían descubrir otras tantas habitaciones, ninguna de ellas poseía cerradura, así que, teniendo franca la entrada, se dedicó a investigar: en una de ellas aún se podía ver una destartalada cama de matrimonio, un armario exento de puertas y una silla. ¿Quién habría dormido en ella? ¿Por qué dejaron de habitar aquel maravilloso lugar? Había intentado, sin éxito, enterarse de la historia del viejo molino meses atrás pero nadie supo explicarle las razones de su decadencia. Pasó a otra habitación, fue a abrir la puerta y casi estuvo a punto de caer pues daba al vacío. ¡Qué construcción más rara! ¿Para qué querría nadie una puerta a ningún sitio? La tercera puerta le descubrió algo asombroso, era por donde el árbol había roto una ventana, y en esa robusta rama había un nido, y en él se encontraba un polluelo, todavía demasiado pequeño para volar. Piaba desesperadamente pidiendo comida; esperó durante bastante tiempo, con la máquina de fotos preparada, quería ver cómo la madre llegaba a darle de comer, pero el polluelo montaba una algarabía de mil demonios sin obtener respuesta, se acercó con cautela y entonces comprendió la situación: había dos más pero no se movían, con precaución los tocó pero siguieron sin dar señales de vida. Eran crías de petirrojo, y estaban muertas, por lo menos desde hacía dos días, la madre debió de ser cazada por un gavilán o alguna rapaz parecida. Buscó en las otras habitaciones, debía encontrar un bote o una caja y salir a por unos cuantos gusanos para alimentarlo.

El agua era cristalina y fresca, bebió de ella hasta quedar saciado, oyó unos pasos que se acercaban, miró a derecha e izquierda, a continuación fijó la mirada desde donde se suponía que había venido aquel ruido, unas hojas se movieron; tensó su arco dispuesto a defenderse, si era un hombre, o a matar, si era un animal el que se escondía tras el follaje. No pasó demasiado tiempo cuando descubrió unos dulces ojos que le observaban curiosos, bajo su arma pues reconoció a un pequeño ciervo. La madre no debería andar lejos; el animal no dio muestras de que le temiese sino que se acercó a olisquearle y luego, sin hacerle el menor caso, se puso a beber. Entonces se fijó en que estaba herido, tenía incrustada en una de las patas parte de una flecha, la madre, lo más probable, era que hubiera sucumbido defendiendo a su pequeño. Buscó cerca de la orilla las hierbas necesarias para curarle, luego se acercó despacio, despacio, para no asustarlo, y lo inmovilizó. Le sacó diestramente la punta de la flecha, le aplicó las hierbas, mezcladas con un poco de barro proveniente del lecho del río y utilizó una enorme hoja a modo de venda; el cervato, que al principio se revolvió nervioso debido a la maniobra de Equilón, debió experimentar un gran alivio, pues lamió la cara del centauro hasta dejarla húmeda de saliva. Equilón no cabía en sí de gozo, había hecho un amigo.

Rebeca encontró lo que buscaba, un viejo frasco de café, bajó rápidamente, lo lavó en el río y luego se puso a escarbar en la orilla, cogió un par de lombrices, sacó la navaja, las partió en dos trozos introduciéndolas en el frasco, subió al molino: la cría devoró con avidez lo que le daba Rebeca, que observaba fascinada aquella lucha por la vida del pequeño pájaro. Pasó la mayor parte de la mañana subiendo y bajando del molino, en busca de lombrices y cogiendo agua. Cuando se dio cuenta era la hora de comer, sacó su pañuelo del bolsillo, cogió con cuidado el nido, lo depositó en él y haciendo un atadijo se lo llevó consigo. Su madre pondría el grito en el cielo cuando la viese llegar, pero no le importaba, estaba contenta porque podría cuidarle y ver cómo comenzaba a volar.

Equilón miraba encantado al cervato, que poseía ya unos pequeños cuernos, de apenas tres centímetros de altura; lo acarició un momento, recogió su arco y emprendió el regreso a sus queridas montañas. Llevaba hecha la mitad del camino, estaba cansado debido a su pata. defectuosa, y decidió descansar al amparo del milenario roble que marcaba el inicio del territorio de los centauros. Y el cervato se posó a su lado pues no había dejado de acompañarle, sin que él se enterase lo más mínimo, durante todo el camino.