viernes, 6 de mayo de 2022

IULIA FARNESIA - CARTAS DESDE EL ALMA de Roberta Mezzabarba - El regreso a casa

 
EL REGRESO A CASA

Hacía poco que la barca había dejado las orillas de la isla, oscilando. Con su avance majestuoso parecía herir la superficie inmóvil del espejo de agua, sembrando, a su paso, ondas parecidas a escalofríos líquidos que se extendían para disolverse seguidamente. 
El aire rígido de noviembre se insinuaba entre las capas de los pesados vestidos, haciendo que Giulia se estremeciese, la capucha calada sobre el pálido rosto. Todo le parecía tan irreal, todo era tan increíble que parecía un sueño, es más, una pesadilla, pero en el fondo de su corazón estaba contenta por haber conseguido, por lo menos, cumplir el último deseo de su amado esposo, conduciendo sus restos mortales a su amada isla. La tramontana que azotaba furiosamente las aguas del lago el día anterior, cuando había llegado de Carbognano con el féretro del marido, parecía que se había calmado milagrosamente.
Giovanni Capece Bozzuto había muerto unos días antes y Giulia, ejecutando y respetando los deseos de su amado, inmediatamente había enviado un mensajero a su hermano, el Cardenal Alessandro Farnese, con la petición de poder sepultar a Giovanni en la Isola Bisentina, en el santuario de la familia. Pero la respuesta de Alessandro no había llegado: quizás, pensó Giulia, su hermano estaba demasiado ocupado tejiendo la tupida trama alrededor del solio pontificio para responder a un requerimiento tan necio. 
Así que esa mañana, la domina del Castello di Carbognano había organizado con rapidez la partida hacia Capodimonte para el transporte del féretro del marido a su última morada. 
Onofria y Berna, sentadas enfrente de ella en la carroza, no habían dicho ni una palabra desde que habían partido. La anciana nodriza y la joven sirvienta observaban a su señora contemplar los campos que discurrían desde la estrecha ventanilla del habitáculo: sólo la respiración regular de la domina rompía el silencio perfecto de aquel momento. 
Ya era de noche cuando llegaron a Capodimonte, ante la fortaleza que dominaba el lago. Y mientras que para Onofria se trataba de la vuelta a casa, para Berna era la primera vez que escuchaba al lago bramar por la tramontana. La muchacha se estremeció, apretujada al chal y, en cuanto descendió de la carroza en el patio de la fortaleza, buscó refugio debajo del porticado que recorría el perímetro cuadrado del cavedio. Onofria alzó la cabeza hacia el cielo e inspiró profundamente. 
Giulia, con decisión, dio rápidas órdenes a los hombres que habían transportado el féretro del marido. 
«Metedlo en una de las habitaciones que se encuentran en la planta baja y veladle durante toda la noche.» 
Acarició el ataúd con la mano enguantada antes de subir por las escaleras. 
Onofria y Berna la escoltaban, como si siguiesen un guión ya escrito. 
Por la mañana, mientras en las habitaciones de la Rocca di Carbognano se estaban culminando los preparativos para el viaje, la fiel Onofria había bajado a los establos y había enviado una avanzada a la Rocca di Capodimonte, incitando a los hombres a darse prisa, mucha prisa. 
Los caballos que llegaban al patio del palacio, espumeaban por el cansancio, finalmente libres del peso de los hombres. Los servidores de la fortaleza se enteraron así de la llegada de la domina y las frías estancias comenzaron a llenarse de ruidos, de vida: en las chimeneas crepitaban las llamas y las sábanas limpias se extendían en los lechos que la señora y sus sirvientas ocuparían. 
La fiel nodriza había dado la orden de preparar la habitación que Giulia ocupaba cuando era muchacha, en aquel palacio que la había visto nacer y crecer. 
La anciana sabía perfectamente que Giulia, ya que era la señora de la fortaleza, debería haberse instalado en el cuarto principal donde durante años se habían alojado sus progenitores. Pero Onofria sabía bien que su Iulia estaba alterada en lo más hondo por el luto que la había aquejado en los días que habían transcurrido, y no quería que los fantasmas de su vida pasada la mantuviesen despierta más de lo que era habitual en ella. 
Sonrió cuando vio a su señora dirigirse, sin dudarlo, hacia su habitación, entreteniéndose un momento sobre el umbral para, a continuación, entrar y cerrar la puerta a sus espaldas.
Giulia se reencontró con su habitación de cuando era niña, aquella cuyas ventanas estaban orientadas hacia su amada Bisentina. 
¡Cuántos recuerdos...! 
Se quitó la capa, apoyándola sobre la cama, y a paso lento se acercó a la ventana desde la cual sólo se veía la profunda oscuridad de la noche: era como si se asomase a su misma alma, puesta al descubierto y flagelada por el gélido viento. 
Se quedó durante unos instantes así, con la mirada perdida en la nada, antes de sentarse delante del tocador y dejar escapar un largo suspiro. 
Onofria llamó a la puerta con delicadeza y, al no oír respuesta, se asomó. Al ver a Iulia allí sentada, casi ensimismada, se acercó con pasos suaves. 
«Madonna Iulia ¿os ayudo a prepararos para dormir?» , le susurró. 
Sólo entonces la mujer se volvió y asintió, mientras miraba a la anciana nodriza. Ahora, por lo general, aquella tarea se le confiaba a Berna, pero Onofria deseaba estar junto a su señora, en aquella noche plagada de emociones y de recuerdos. 
«Onofria, pensaba que este día nunca llegaría, y, en cambio, aquí estoy… de nuevo viuda...» 
Los ojos de Giulia se llenaron de lágrimas: en su vida muy difícilmente podía dejar transparentar las emociones que le llenaban el pecho, pero esa noche, en ese lugar, no consiguió contenerse. 
Aquellos muros que la había visto nacer y crecer le transmitían sensaciones disonantes, de amor y de repugnancia: se sentía perdida sin su amado Giovanni. Mañana sería otro día, pero esa noche las emociones la arrollaban por oleadas, sin descanso. 
«Estar sentada aquí, en esta habitación, en este palacio, en ausencia de todas las personas que han sido parte de mi vida, de mis hermanos y mis hermanas, mi madre y mi padre, me parece sinceramente irreal.» 
Las hábiles manos de Onofria habían comenzado a trastear con las trenzas y las horquillas que mantenían en su lugar los cabellos de Giulia. Aquel contacto la hizo retroceder, a su juventud, a las horas despreocupadas pasadas dejándose arreglar la cabellera por la paciente nodriza, a los parloteos coquetos, y a la ingenuidad de su alma que todavía no conocía las intrigas y los compromisos que requiere este mundo vil. 
«Niña mía, así es la vida, encuentros y adioses, llegadas y partidas, donde la única cita verdadera es con la muerte.» 
«Y luego mi hermano Alessandro que ni siquiera se ha dignado a responder a mi carta… como si realmente tuviese necesidad de su permiso para hacer sepultar a mi marido en la Bisentina...» 
Los botones se deslizaban fuera de los ojales uno a uno, bajo las sabias y ancianas manos de Onofria: cuántas veces había hecho aquel gesto... 
«No te preocupes, Iulia, tu hermano estará ocupado con sus obligaciones, seguramente ni siquiera habrá tenido tiempo de leer tu misiva...» 
El vestido se deslizó al suelo y la mujer tembló al instante. Aquella repentina bajada de temperatura la hizo sobresaltarse, hasta el punto de meterse rápidamente el frío camisón que la anciana le estaba tendiendo. 
«Será como tú dices, Onofria, pero, de todos modos, comienzo a estar cansada de todos estos formalismos, de todos estos fingimientos detrás de los cuales se ocultan enormes precipicios.» 
Una ráfaga de viento más fuerte que las otras se abatió sobre las contraventanas haciéndolas vibrar pavorosamente. Giulia se agitó y luego volvió a tomar el hilo del discurso estrechando con dulzura las manos de la nodriza entre las suyas. 
«Sólo tú, Onofria, quedas de ese tiempo pasado. Sólo tú y un tropel de recuerdos que se amontonan en mi mente. Esperemos que mañana esta tramontana se calme.» 
Y hablando de esta manera, se deslizó entre las mantas donde Onofria había enfilado un brasero calienta camas lleno de brasas. Las sábanas templadas la envolvieron en un abrazo acogedor y consolador, al cual se abandonó. 
Giulia gozó de las atenciones que desde siempre su nodriza le reservaba. Mientas le remetía las mantas la mujer la recordó de niña entre aquellos mismos muros y, sonriendo, en silencio, se retiró.
Onofria habría querido, de buena gana, que hubiera sido Berna la que acompañase a Giulia a la Bisentina, demasiados recuerdos la ataban a aquel lugar, pero la señora era inflexible: quería que las dos mujeres la acompañasen a dar el último adiós a su amado Giovanni. 
Los pescadores del lugar habían puesto a disposición de la señora dos barcas: en una viajaría el féretro y los dos hombres que luego se ocuparían de transportarlo sobre los hombros, en la otra, tendrían cabida las tres mujeres. 
Berna, enraizada con las uñas a la tabla donde estaba sentada, temblaba por el frío y por el equilibrio inestable en el que tenía la sensación de encontrarse: era la primera vez que dejaba la tierra firme para aventurarse sobre un espejo de agua. Observaba a su señora, de pie, justo sobre la proa mientras observaba la isla que se acercaba con cada palada de los remos. El hombre al mando de la barca, el rostro quemado por el sol a pesar de la fría estación, ahondaba con fuerza el remo de madera en las aguas hasta henderlas y elevar salpicaduras de agua helada. 
Miles de recuerdos llenaban la mente de la viuda: volvía a pensar en las veces que había encontrado refugio en la isla, cuando las emociones de su alma eran demasiado poderosas para ser dominadas, volvía a pensar en el tiempo pasado y en el estrago que el mismo había hecho en las voluntades y los deseos ajenos. 
Pensaba en Giovanni y en el respeto que él siempre le había mostrado. Reflexionaba sobre si misma y su trayectoria y, prisionera de estos pensamientos, no se dio cuenta de que la barca había llegado entre los dos majestuosos robles que señalaban el desembarco sobre la isla. 
El pescador que las había conducido a la isla, en cuanto aseguró los remos a bordo, saltó sobre el pequeño embarcadero en el que habían atracado, haciendo que bailase pavorosamente la pequeña embarcación. 
Berna hundió todavía más las uñas en la tabla mientras que el hombre tendía la mano callosa y seca a Giulia, ayudándola a bajar, seguida por Onofria y Berna.

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