sábado, 30 de noviembre de 2019

La danza de las sombras de Nicky Persico - Primeras páginas


Cada día, al atardecer, el discurrir del tiempo se ralentiza.
Antes de que la oscuridad comience a descender como la nieve recubriendo todas las cosas, la luz se atenúa, esparciéndose suavemente sobre la ciudad y sus gatos que están sobre los tejados, sobre los chopos y sobre los tilos, en las playas, en los bosques, en los automóviles y en el campo, sobre los libros y los chavales en motocicleta y sobre el agua que por doquier refleja y multiplica los colores.
En las casas cada ventana va cambiando de color y anuncia la noche por venir.
Por último, el horizonte se incendia de naranja y azul para, a continuación, cambiar lentamente al azul marino.
Es el crepúsculo el momento de los pensamientos, de los recuerdos, de los suspiros profundos y de la respiración contenida. Si se pudiesen contar se descubriría que en ese momento existen en el mundo el mayor número de ojos dirigidos hacia el cielo.
En ese instante, todo aparece en su belleza más absoluta: incluso las anónimas y frías áreas llenas de fábricas amontonadas en los confines de las metrópolis, cuando el perfume de la brisa ligera invade las inmensas carreteras todas iguales, desiertas y ahora ya silenciosas.
Exactamente allí, en aquel día de mayo avanzado, en el mismo centro de un inmenso y vacío patio de carga y descarga, trae y lleva, derecho e inmóvil con el atardecer de fondo destacaba un caballero, envuelto en un abrigo bien puesto y abotonado, al lado de un viejo y cuidado automóvil acabado de aparcar exactamente en el centro de aquel gris lago de asfalto.
Inspiró profundamente, inmerso en el silencio sólo roto por algún trozo de periódico que intentaba, sin resultado, salir volando, y luego expiró lentamente.
Abrió la puerta y, flexionando las piernas, se echó hacia delante sobre el asiento. Cerró los ojos, con los puños sobre el asiento, venteando a pleno pulmón el aire perfumado.
Luego se levantó, miró a su alrededor, cogió con suavidad un frasquito de un recoveco entre los asientos de atrás, se lo metió en el bolsillo, y se apartó: cerró la puerta con cuidado y acarició la carrocería con suavidad.
Finalmente, le dio la espalda y se puso a caminar lentamente. Sin volver a mirar atrás llegó al límite del desolado aparcamiento. Después de desaparecer detrás de un desportillado muro gris, se puso a recorrer un enorme pasillo delimitado por chapas onduladas, ahora ya oxidadas.
Pasados unos minutos la oscuridad comenzó a esparcirse lentamente por doquier, como polvo de cenizas, ocultando cualquier imagen: aparecieron, de repente, anchos conos de luz de las farolas y en el cielo espectrales lámparas rojas mostraban torres invisibles.
Con la mirada baja, el hombre, que se llamaba Asdrubale, miraba sus pasos y escuchaba con claridad su sonido, en el silencio que lo rodeaba, oyendo con claridad el ritmo alternante del pie derecho y del izquierdo: no es notaba ningún ruido, en aquel día que ya se convertía en noche, excepto el eco débil, distante e informe, del estruendo de la metrópoli al fondo de aquel pequeño mundo.
También en su mente las preguntas ya habían enmudecido. Las respuestas, en cambio, no tenían ninguna importancia y se habían disuelto hasta desaparecer, inútiles.
Todo parecía nuevo, límpido, fresco y ligero. Como nunca antes.
Esta noche era la última vez. Había acariciado aquel viejo automóvil con amor y gratitud después de haber recorrido juntos durante años las mismas carreteras de circunvalación, durante el invierno, inhospitalarias y desoladas, amparado por la calefacción del habitáculo, mientras la radio calentaba el alma manteniéndolo en contacto con el mundo. Y en verano, a la caída de la tarde, había soñado con las ventanillas bien abiertas, y también los ojos, fantaseando sobre las luces que salpicaban el horizonte.
Aquel coche había sido su mundo, su refugio, su compañero tranquilizador y amable. Siempre había pedido tan poco y en cambio nunca había hecho preguntas. Estaba convencido de que tenía un alma: casi como avergonzándose, siempre lo había pensado, en secreto. E incluso había creído, un día, que era verdad. Una mañana se armó de valor y le habló mientras conducía, sintiéndose, de repente, para su sorpresa, aliviado de su pequeña angustia.
Y en última instancia, a los ojos de cualquiera, aquella última caricia dada con dulzura antes de irse y a punto de acabar el día, parecería un saludo: una tierna despedida.
Poco tiempo después, también con una pluma estilográfica, le había ocurrido.
La tenía con él desde hacía años: conservaba un recuerdo nítido del cumpleaños en la que se la habían regalado, ¡caramba! La baquelita tenía ya amplios y evidentes signos de uso, irrepetibles y preciosos señales del sacrificio. Se sorprendió una mañana mirándola y sintiéndose injusto, por todas las veces que la había considerado un sencillo objeto, y recordó la consternación que sintió el día en que la había perdido, cuando, con los ojos entreabiertos, se descubrió hablando consigo mismo: Oh pluma, mi pluma, quién sabe cuán sola te sientes y cuánto estarás sufriendo. Seguramente te preguntarás cómo he podido olvidarte. Perdón. Perdón. Te pido perdón.

Y así, tiempo después, objeto tras objeto, poco a poco comenzó a encariñarse con las cosas como si estuviesen vivas. A veces más que con las personas porque incluso se había convencido que tuviesen más corazón.


lunes, 25 de noviembre de 2019

La luna, Bollino y el murciélago de Livy Former - Primeras páginas

Aquella noche la luna estaba más luminosa que nunca y su luz inundaba la ciudad insinuándose entre las anchas calles empedradas, deslizándose sobre los puentes, zambulléndose en el río que discurría plácidamente en su lecho, trepando por los muros de los edificios, por los árboles de los bulevares y los jardines, irrumpiendo en los callejones más oscuros, en las grietas de las viejas casas y los pozos, extendiéndose incluso sobre la torre de metal y tornillos que con su altura parecía querer alcanzar y tocar el cielo.

– ¡Eh, Daki, despiértate, es la hora! –graznó una voz aguda y nasal.
Un pequeño búho redondo, con el plumaje oscuro a rayas rojas y las plumas rígidas sobre la cabeza, miraba la viga donde estaba posado, y colgado cabeza abajo, un joven murciélago dormido.
– ¡Venga, Daki, despiértate! –repitió.
Dado que no recibía una respuesta dio un pequeño golpe con su pico curvo en una pata del murciélago que, al principio, comenzó a balancearse, luego se levantó mientras caía con un pequeño ruido sordo al lado del compañero y con los ojos todavía cerrados comenzó a bostezar y a emitir gruñidos con la nariz.
– ¡Venga, Daki, que ya ha salido la luna!
– ¿Y qué? –preguntó el murciélago. –La noche es larga. Sabes que necesito tiempo para espabilarme. Como ya te he explicado…

– Sí, sí, que mientras dormís vuestro cuerpo sufre una caída de la temperatura que recuperáis al despertar –repitió con cierto aburrimiento. –Pero el problema es que siempre te debo despertar. ¿Sabes que ya estoy cansado?


Coma. La historia de Luigi Mazza de Federico Betti - Primeras páginas

El silencio y la soledad
reinaban en aquella habitación del hospital Maggiore di Bologna. Los únicos ruidos que se escuchaban eran los producidos por las máquinas que había allí y que los médicos controlaban a intervalos regulares durante el día.
Desde hacía cinco días el cuerpo de Luigi Mazza yacía inmóvil en estado de coma farmacológico, inducido por el equipo de expertos anestesistas después del grave accidente de tráfico que le había causado un traumatismo craneal curable, según la opinión de los médicos, sólo de aquella manera.
Cuando había llegado en la ambulancia a urgencias, transportado con toda rapidez con las sirenas sonando desde la autopista de circunvalación de la capital Emiliana, el hombre había sido diagnosticado rápidamente en estado crítico y le habían atribuido un código rojo; después de mucho esperar se llevaron a cabo todos los exámenes pertinentes y le habían dado un diagnóstico de pronóstico reservado.
Vivía solo: ni siquiera había tenido nunca la intención de casarse, por lo que el único pariente que le podía ayudar era su hermano, Mario, el cual, en cuanto recibió la noticia de los técnicos de urgencias había llegado enseguida a informarse sobre las condiciones de Luigi, consiguiendo, sin embargo, verlo sólo un momento mientras lo trasladaban en camilla a la habitación donde se encontraba ahora.

Sin darse cuenta de nada, a Luigi lo visitaba a diario el hermano que sólo podía limitarse a mirarlo desde detrás de un cristal. Se quedaba aproximadamente una hora al día, mirándolo fijamente con la vana esperanza de infundirle la fuerza para sanar, y a menudo se iba sin decir una palabra, ni siquiera a los médicos.