jueves, 29 de noviembre de 2018

Atropos: El caso de los crisantemos de Federico Betti - Primer capítulo

El hombre descendió del autobús 19 en la plaza Bracci, en San Lazzaro di Savena, llegó hasta el quiosco, compró un ejemplar de Il Resto del Carlno y comenzó a hojear las páginas.
Se sentó en uno de los bancos que había en los laterales de la plaza para leer el periódico y no encontró ninguna noticia interesante: las primeras páginas estaban se ocupaban de los sucesos mientras que en el interior estaban aquellas dedicadas a la economía, además de las páginas locales con noticias relativas a la comarca boloñesa, a la ciudad y a toda la provincia.
Echó una ojeada incluso a los anuncios publicitarios sin encontrar ninguno interesante.
Dobló el periódico y, mientras lo mantenía debajo del brazo, se dirigió, desplazándose por la vía Emilia, en dirección a Ímola.
Llegó a la entrada del banco en el cruce con la vía Jussi, unos cientos de metros más adelante, empujó la pesada puerta principal de metal, después la segunda, y entró.
A aquella hora de la mañana había muy pocos clientes y a los pocos minutos de llegar consiguió presentarse en la primera ventanilla que quedó libre de las tres que estaban abiertas en ese momento.
“Buenos días”, lo saludó la empleada, “¿en qué puedo ayudarle?”
“Querría hablar con el director, si no está ocupado.”
“Como desee. ¿Tiene algún problema?” preguntó la mujer de la que emanaba un perfume afrutado tan fuerte que resultaba nauseabundo.
“No, no se preocupe. Pensaba solamente en la mejor manera de invertir y querría hablar con él, o con ella en el caso de que sea una mujer, para poder tomar una decisión.”
“Para estas cosas tiene a su disposición nuestros asesores financieros. Creo que usted podría hablar tranquilamente con uno de ellos: son todas personas muy capaces. A menos que usted desee expresamente intercambiar unas palabras con el director o tenga motivos muy particulares para hacerlo” explicó la mujer.
“Quiero hablar expresamente con el director.”


1
Aquel día, Davide Pagliarini volvía  del gimnasio donde pasaba una o dos horas todas las tardes de la semana, excluido el fin de semana.
Vivía solo, en un edificio de apartamentos de vía Venecia en San Lazzaro de Savena.
Había tomado aquella decisión después de un año de noviazgo y de convivencia con su compañera. De común acuerdo habían dicho basta, no habrían podido vivir juntos para siempre porque, contrariamente a lo que habían pensado al comienzo, parecía que no estaban hechos el uno para el otro.
Ritmos de vida y puntos de vista demasiado diferentes con respecto a como se desenvolvía la jornada y el uso de los recursos monetarios.
Finalmente habían acertado al separarse y que cada uno recorriese su propio camino.
Llegó delante del portalón del edificio, subió las escaleras y entró en casa.
Su apartamento estaba en el primer piso de un edificio no demasiado alto e inmerso en medio del verdor de un jardín privado con plantas y árboles de distintas especies y un seto que delimitaba la propiedad.
Tenía al menos tres ventajas: la sombra que producían los árboles, que significaba un refugio a las altas temperaturas del verano, un toque de señorío al edificio y el hecho de que difícilmente una construcción con jardín en su interior atraía a los encargados de la distribución de  publicidad.
Apoyada en el suelo estaba la bolsa de deportes que usaba en el gimnasio y que contenía, por lo general, una muda de ropa y todo lo necesario para la ducha, la abrió, y la preparó para el día siguiente, después decidió leer un poco.
Le gustaban las novelas de aventuras de autores como Clive Cussler, aunque hasta hacía unos meses  había incluso leído thriller y, en general, historias repletas de suspense pero, después del accidente de tráfico en el que se había visto envuelto, había decidido que estas las dejaría apartadas de manera indefinida.
Había sido culpa suya, esto era innegable, y no podía perdonárselo: aquel acontecimiento,  seguramente, había dejado una impronta en su cerebro.
Intentaba por todos los medios no pensar en ello, y a menudo lo conseguía pero, cuando menos se lo esperaba, volvía a atenazarlo aquel recuerdo.
Si tan sólo no hubiese tomado aquella pastilla…
Le había atraído la novedad. Le habían dicho “Verás cómo te sentirás. Te hará llegar hasta las estrellas. Pruébala: te la puedo dejar con descuento.”
Así que la había probado, diciéndose, sin embargo, que no lo volvería a hacer jamás. Era sólo por curiosidad, por comprender qué se sentía con aquellas cosas.
Recién salido de la discoteca, donde iba de vez en cuando para pasar un sábado distinto del habitual y con la esperanza de encontrar quizás personas nuevas, que habrían podido convertirse en amigos, o incluso una posible alma gemela, si bien sabía que sería necesario demasiado tiempo para instaurar una relación de ese tipo, había montado en su coche y se había preparado para regresar a casa.
Desde de la ingesta de aquella pastilla efervescente (bebe algo, le habían aconsejado) había transcurrido al menos una hora y, cuando Davide estaba sobre la carretera de circunvalación de Bolonia en dirección hacia casa, comenzó a entusiasmarse, a sentirse eufórico. Pisó a fondo el pedal del acelerador porque sentía la necesidad de descargar todo el entusiasmo de alguna manera y el resultado fue el esperado, pero no había considerado la posibilidad de imprevistos debido a una excesiva velocidad.
Se dio cuenta demasiado tarde del muchachito que estaba atravesando la carretera, sobre el paso de cebra, y le dio de pleno sobre el costado izquierdo tirándolo al suelo y llevándoselo por delante durante un centenar de metros.
No se había dado cuenta que estaban presentes sus padres y había huido sin pararse, con el cuerpo a tope de adrenalina.
Cada vez que recordaba aquel episodio, Davide Pagliarini cerraba los ojos con la esperanza de expulsar aquellos recuerdos insoportables y a menudo lo conseguía, pero no siempre.
Cuando se dio cuenta que era casi la hora de la cena, cerró la novela que estaba leyendo en ese momento, volviéndola a poner sobre la mesita del salón, y se preparó un plato de pasta.
La noche transcurrió tranquilamente y antes de la medianoche estaba ya durmiendo.



Encuentro con Nibiru de Danilo Clementoni - Primer capítulo

Prólogo
Azakis y Petri, los dos simpáticos e inseparables alienígenas protagonistas de esta aventura, han vuelto al planeta Tierra después de un año (3.600 años terrestres). Su misión era recuperar una valiosa carga que, a causa del mal funcionamiento de su sistema de transporte, se habían visto obligados a abandonar rápidamente en su anterior visita. Esta vez, en cambio, han encontrado una población terrestre muy distinta con respecto a aquella que habían dejado. Usos, costumbres, cultura, tecnología, sistemas de comunicación, armamento, todo era diferente con respecto
a lo que habían encontrado en la última visita.
A su llegado se tropezaron con una pareja de terrestres: la doctora de arqueología Elisa Hunter y el coronel Jack Hudson, que los han acogido con entusiasmo y, después de innumerables peripecias, los han ayudado a finalizar su delicada misión.
Aquello que sin embargo los dos alienígenas no habrían querido decir a sus nuevos amigos era que, su planeta natal Nibiru, se estaba acercando velozmente y que, al cabo de siete días terrestres, chocaría con la órbita de la Tierra. Según el cálculo efectuado por los Ancianos, uno de sus siete satélites rozaría el planeta provocando una serie de alteraciones climáticas comparables a aquellas que, en la transición anterior, habían sido resumidos en un único concepto: Diluvio Universal.
En la primera parte de la novela (El retorno – Las aventuras de Azakis y Petri), los habíamos dejado a los cuatro en el interior de su majestuosa astronave Theos y es desde este momento que retomamos la narración de esta nueva y fantástica aventura.

Astronave Theos
En las últimas horas Elisa se había visto sobrepasada por tal cantidad de información que ahora se sentía como una niña que se había indigestado de cerezas. Aquellos dos extraños y simpáticos personajes, aparecidos prácticamente de la nada, habían conseguido en poquísimo tiempo darle la vuelta a muchas de las verdades históricas que ella y el resto del género humano habían dado por descontadas. Hechos, descubrimientos científicos, creencias, ritos, religiones e incluso la evolución del hombre estaban a punto de ser puestos del revés. La noticia del descubrimiento de que seres provenientes de otro planeta, desde el inicio de los tiempos, hubiesen manipulado y guiado con habilidad el desarrollo de la humanidad, tendría sobre todos un efecto parecido al de la revelación de
que la Tierra no era plana sino redonda. Azakis y su querido amigo y compañero de aventuras, Petri, permanecían inmóviles en el centro del puente de mando mientras que, con la mirada, intentaban seguir los movimientos de Elisa que, con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones, daba vueltas por la habitación, nerviosa, mientras balbucía palabras incomprensibles. Jack, por el contrario, se había desplomado en una butaca y con las manos intentaba mantener erguida la cabeza que parecía haberse vuelto muy pesada improvisamente. Fue justo él quien,
después de unos minutos de interminable silencio, decidió tomar las riendas de la situación. Se levantó de repente y, volviéndose hacia los dos alienígenas, dijo con voz resuelta: «Si nos habéis elegido para este trabajo tendréis vuestras motivos. Sólo puedo deciros que no os desilusionaremos.»
Después miró a Azakis a los ojos y preguntó con resolución:
«¿Podríais mostrarnos por medio de esa locura» e indicó con la mano la imagen virtual de la Tierra que todavía rotaba lentamente en el centro de la habitación «una simulación del acercamiento de vuestro planeta?». «Ningún problema», replicó al instante Azakis. Mediante su implante N^COM recuperó todos los cálculos hechos por los Ancianos e hizo que apareciese la representación gráfica delante de ellos.

«Esto es Nibiru» dijo indicando el planeta más grande. «Y estos son sus satélites de los que estábamos hablando.»
Alrededor del majestuoso planeta, siete cuerpos celestes, mucho más pequeños, giraban velozmente a distancias y velocidades diferentes entre ellos. Azakis acercó el dedo índice hacia el que estaba orbitando más lejos de todos y lo agrandó hasta hacerlo tan alto como él. Después dijo solemnemente, «Señores, os presento a Kodon, el imponente amasijo rocoso que ha decidido causar unos cuantos problemas a vuestro amado planeta.»
«¿Cómo es de grande?» preguntó Elisa, mientras observaba curiosa aquel grumoso globo gris oscuro.
«Digamos que, por lo que respecta a su dimensión, es ligeramente más pequeño que vuestra Luna pero casi duplica su masa.» Azakis hizo un gesto rápido con la mano y enfrente de ellos apareció todo el sistema solar con los planetas que se movían lentamente en sus respectivas órbitas. Cada una de las trayectorias estaba representada por finas líneas de distintos colores.
«Esta» continuó Azakis, indicando una marca rojo oscura «es la trayectoria que Nibiru seguirá durante la fase de aproximación al Sol.» A continuación aceleró el movimiento del planeta hasta acercarlo a la Tierra y añadió «Y este es el punto donde las órbitas de los dos planetas se cruzarán.»
Los dos terrestres seguían maravillados, pero con mucha atención, la explicación que Azakis les estaba dando sobre el incidente que, dentro de pocos días, pondría sus vidas patas arriba y también la de todos los habitantes del planeta.
«¿A qué distancia pasará Nibiru de nosotros?» preguntó con tranquilidad
el coronel.
«Como estaba diciendo», respondió Azakis «Nibiru no os molestará mucho. Será Kodon el que rozará la Tierra y creará unos cuantos problemas.»
Acercó todavía más la imagen y mostró la simulación del satélite en el momento en que llegaría al punto más cercano de la órbita terrestre.
«Este será el momento de máxima atracción gravitacional entre los dos cuerpos celestes. Kodon pasará a sólo 200.000 kilómetros de vuestro planeta.»
«¡Porras!» exclamó Elisa. «Una tontería de nada»
«La última vez» contestó Azakis «hace exactamente dos ciclos, pasó aproximadamente a 500.000 kilómetros y todos sabemos la que montó»

«Sí, el famoso Diluvio Universal»
Jack estaba de pie con las manos cruzadas detrás de la espalda mientras se movía arriba y abajo sobre la punta de los pies y luego sobre los talones columpiándose de esta manera hacia delante y hacia atrás. De repente, con un tono muy serio, rompió el silencio diciendo «No soy seguramente un experto en la materia pero temo que ninguna tecnología terrestre sea capaz de hacer nada para contrarrestar un acontecimiento de este tipo»
«Quizás podríamos lanzar contra él unos misiles con cabezas nucleares» se arriesgó a decir Elisa.
«Eso sólo sucede en las películas de ciencia ficción» dijo sonriente Jack. «Además, admitamos que conseguimos que lleguen a Kodon, nos arriesgamos a fragmentar el satélite en miles de pedazos provocando de esta forma una amenazante lluvia de meteoritos. Eso si que sería el fin de todo»
«Perdonad» dijo entonces Elisa volviéndose hacia los dos alienígenas. «¿No habíais dicho antes que, a cambio de nuestro valiosísimo plástico, nos ayudaríais a resolver esta absurda situación? Espero que tengáis una buena idea para ayudarnos, sino estamos fritos»
Petri que, hasta este momento había permanecido callado en un segundo plano sonrió levemente y caminó en dirección al escenario tridimensional que se encontraba en mitad del puente de mando. Con un rápido movimiento de la mano hizo aparecer una especie de rosquilla plateada. La tocó con el dedo índice y la movió hasta colocarla exactamente entre la Tierra y Kodon, después dijo «Esta podría ser la solución.»