martes, 29 de enero de 2019

La Última Oportunidad de María Acosta y Sergio Presciutti - Primeras páginas

Pr
imavera de 2014, Ancona (Le Marche)
Se había despertado a las seis de la madrugada. Estaba tan nervioso que no había conseguido volver a dormirse después de habérsele ocurrido la solución a sus problemas, así, por pura casualidad, mientras estaba en la cocina comiendo un trozo de crostata di mele.1 A veces este dulce le ayudaba a relajarse, otras personas lo conseguían tomando una taza de té o un vaso de leche caliente. A él, la crostata di mele le hacía el mismo efecto que una tisana. La comía despacio, deleitándose. En ese momento su cerebro dejaba de pensar en el problema y su mente hacía borrón y cuenta nueva y recomenzaba desde el principio. A veces funcionaba y a veces no. Pero esta vez lo había hecho: el problema había dejado de existir.
Vivía en un piso en vía Flaminia, cerca del mar; tenía casi doscientos metros cuadrados, era lo que los ingleses llaman un loft, un espacio enorme con los muebles precisos para vivir con comodidad, con estrechas alfombras de colores que dividían el espacio en distintos ambientes. Al fondo, con una ventana que iba desde el suelo al techo, estaba la cocina. Le gustaba cocinar, y comer, pero no lo hacía a menudo porque debía trabajar como un loco en su laboratorio, un edificio moderno no muy alejado del antiguo faro de Ancona, donde estaba la vieja estación de telégrafos desde donde su antepasado, Guglielmo Marconi, había conseguido llevar a cabo sus primeros experimentos con las señales de radio, en el año 1904. Aquella histórica fecha quedaba muy lejos, la tecnología había evolucionado muy rápidamente y, ahora, en el siglo XXI, era algo cotidiano. La tecnología estaba por todas partes.
Siempre había sido un loco de la tecnología, de los ordenadores y de la electricidad; había comenzado a desmontar sus juguetes desde edad muy temprana, luego los arreglaba. Siempre había sido así. Después se convirtió en ingeniero, aprendió todo lo necesario para desarrollar sus ideas y desde hacía diez años trabajaba por cuenta propia, poniendo en práctica sus proyectos que tenían como base los ordenadores y el bienestar de los ciudadanos. Tenía un montón de patentes y ahora estaba a punto de acabar un invento tan revolucionario que le haría ganar no sólo un montón de dinero, incluso podría convertirse en un benefactor de la Humanidad. La verdad es que le importaba un pimiento. A él, lo que en realidad le gustaba, era el reto en sí: pensar que podía hacer algo y conseguirlo. No trabajaba solo, por supuesto. Un proyecto tan ambicioso no habría sido posible sin la ayuda de su equipo, un grupo de ingenieros de diversos campos, inteligentes y trabajadores, a los que les gustaba formar parte de su empresa, donde nadie era subvalorado: eran los mejores de toda Italia, hombres y mujeres de todas las edades con la ambición y la experiencia necesarias para sacar adelante cualquier idea revolucionaria pero factible. Todos eran fantásticos, todos eran imprescindibles. El era el jefe del equipo, pero esto no significaba que no trabajase duro. Él era el propietario, tenía el dinero, las ideas, había construido el edificio donde trabajaban, había comprado la maquinaria, pero, al mismo tiempo, era un trabajador de la empresa, uno de ellos. Los beneficios se dividían a partes iguales: estaba el activo para invertir en tecnología y luego los beneficios que se repartían entre todos.
Gianluca encendió el ordenador que estaba al lado de la cocina, en la parte opuesta de la ventana: tenía que hacer una cosa antes de salir. Todavía era muy temprano. ¿Podría desarrollar su idea antes de ir a trabajar?
Creía que sí.
El piso donde vivía había sido reestructurado por él mismo. Todo lo que tenía relación con la tecnología era obra suya: el suelo autolimpiable, las luces que se encendían solas dependiendo de donde se encontrase en ese momento, los estantes escondidos entre las paredes, los muebles transformables y provistos con ruedas que se movían por medio de control remoto con la ayuda de leds colocados en los laterales, las alfombras ignífugas que cambiaban de color dependiendo de la luz que entraba por las ventanas. Y luego las mismas ventanas, indeformables, los muebles de la cocina que no se ensuciaban jamás porque habían sido fabricados con productos que rechazaban la suciedad, los tabiques escondidos debajo del suelo del piso que aparecían o desaparecían con la ayuda de un programa que controlaba por medio del ordenador o la tablet que utilizaba todos los días. Todo esto y mucho más había sido producido por su imaginación y por su trabajo de ingeniero. Esto no significaba que hubiese sido fácil sacarlos adelante, al contrario, había trabajado como un loco durante un año, y otro, y otro más. No tenía novia, ni siquiera una compañera sentimental. A pesar de los consejos de su madre: “Hijo mío, no trabajes tanto, encuentra una muchacha, tendrías que descansar, pasear, divertirte,” él sonreía y no decía nada. Para él divertirse significaba inventar algo nuevo, su trabajo no sólo era importante, era también su principal pasatiempo.
¡Conseguido! Había resuelto el problema. Gianluca miró el reloj que estaba detrás del ordenador, colgado de la pared. Ya era la hora.
¡Apágate! –dijo en voz alta.
El ordenador hizo su sonido característico y después de unos segundos volvió el silencio al apartamento. A continuación Gianluca cogió una mochila que siempre llevaba con él y se fue.

Su empresa, cercana a la antigua estación de radio, estaba bajo tierra. Un pequeño edificio reestructurado era la entrada hacia las modernas instalaciones donde él y sus compañeros desarrollaban sus ideas. No lo había hecho así por secretismo sino porque no quería destruir el bellísimo paisaje de los alrededores de la antigua estación de telégrafos. El edificio que estaba encima de las instalaciones era una especie de museo tecnológico, con modelos (tanto en madera como de metal) de sus inventos. Un ascensor, en el que se entraba sólo por medio de una llave especial que poseía todo aquel que trabajase bajo tierra, daba acceso a los otros pisos: también la llave había sido una invención suya. Sólo él era capaz de hacer una copia. Nadie dudaba que fuese un gran científico pero no alardeaba de ello. En el piso más próximo a la superficie estaban las oficinas de administración y publicidad, en el piso de abajo la planta donde se desarrollaban los proyectos, y en la planta más lejana a la superficie estaban los prototipos. Era allí donde tendría que trabajar esa mañana para resolver los problemas del humanoide. Consistía en un proyecto que había comenzado a desarrollar de manera práctica a comienzos del mes de enero. Desde el momento en que se le había ocurrido la idea había sido consciente de la dificultad de ponerla en práctica, pero esto no le atemorizaba. El reto, esto era lo más importante: aceptar el reto y trabajar para que se convirtiese en realidad.
En aquella habitación estaban amontonados todos los prototipos que había construido en los últimos diez años. Por motivos de seguridad ninguno de ellos funcionaba, a cada uno le faltaba algo, las piezas sustraídas estaban en un lugar que sólo él conocía. En el centro de la habitación había un robot, tan grande como un niño de diez años, sus compañeros estaban reunidos entorno a él: Iva, Federico, Nino, Alessandra, Chiara y Fabrizio. Cada uno de ellos estaba sentado delante de un ordenador intentando resolver el problema que desde había tanto tiempo les estaba volviendo locos. Gianluca se sentó en su puesto, entre Nino y Alexandra. Desde cada ordenador salía un cable que iba a parar a una parte distinta del robot. Dio los buenos días y empezó a explicar la solución que, sólo unas cuantas horas antes, había encontrado.
-Entonces, ¿lo hemos conseguido? –preguntó Iva.
-Creo que sí –respondió Gianluca. –Veamos qué ocurre. ¡Ánimo muchachos!
En aquel momento siete cabezas se concentraron sobre las pantallas de los ordenadores desarrollando lo que Gianluca, de manera impecable, había pensado. Los meses siguientes serían muy duros pero ahora sabían perfectamente qué deberían hacer y cómo hacerlo.


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La Última Oportunidad

Año 2014 en Ancona (Le Marche) un científico, descendiente de Guglielmo Marconi, está a punto de terminar un invento que cambiará la Humanidad.
Año 7485, los animales se han adueñado de la Terra y los humanos se han convertido en sus esclavos.
Hay alguien que no está de acuerdo con esta situación. Toro, un hermoso y enorme toro de lidia tiene algo que decir en la Estancia del Comité, en La Pedriza. Ahora los animales hablan y, desde el momento en que vencieron en la Batalla de la Llanura Padana, son libres para hacer todo lo que desean.
Para arreglar las cosas, sería necesario cambiar iel futuro pero para conseguirlo, habría que cambiar el pasado. Un viaje en el tiempo podría poner las cosas en orden. ¿O quizás no?

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L'Ultima Opportunità di María Acosta e Sergio Presciutti - Prime pagine

Primavera 2014, Ancona (Le Marche)
Si era svegliato alle sei del mattino. Era tanto nervoso che non aveva potuto prendere sonno dal momento in cui la soluzione di tutti i problemi gli vennero in mente, così, per caso, mentre era in cucina e mangiava un po’ di crostata di mele. A volte questo dessert lo aiutava a rilassarsi, altre persone ce la facevano se prendevano un te o un bicchiere di latte caldo. Per lui la crostata di mele faceva lo stesso effetto che una tisana. La mangiava ammodo, con diletto. Allora, il suo cervello non pensava più nel problema e la sua mente, in questo
momento, faceva tabula rasa e cominciava di capo a pensare. A volte funzionava a volte non lo faceva. Ma questa volta, sì: il problema non c’era più.
Viveva in un appartamento di Via Flaminia sul mare; era grande quasi duocento metri quadri, quello che gli inglesi chiamavano un loft, cioè uno spazio enorme dove c’era l’arredo che bastava per vivere a proprio agio, con stretti tappeti di colori che dividevano lo spazio in diversi ambienti. In fondo, con una finestra dal pavimento al soffito, c’era la cucina. Gli piaceva cucinare, e anche mangiare, ma non lo faceva spesso perché doveva lavorare come un pazzo nel suo laboratorio, un edificio moderno non molto lontano dell’antico faro di Ancona, dove c’era la vecchia stazione telegrafica da dove il suo antenato, Guglielmo Marconi, era riuscito a fare i suoi primi esperimenti sui segnali radio, nell’anno 1904. Quella storica data era già molto lontana, la tecnologia si era evoluta velocemente e, adesso, nel XXI secolo, era qualcosa di quotidiano. La tecnologia era dovunque.
Era sempre stato un pazzo della tecnologia, dei computer e dell’elettricità; da piccolo smontava i suoi giocattoli e poi li metteva a posto. Era sempre stato così. Allora, divenne ingegnere, imparò tutto quello che gli serviva a sviluppare le sue idee e da quasi dieci anni lavorava in propio mettendo in pratica i suoi progetti che riguardavano i computer e la comodità dei cittadini. Aveva un sacco di brevetti e adesso stava per finire un invento così rivoluzionario che non solo avrebbe potuto guadagnare una montagna di soldi, ma sarebbe potuto diventare un benefattore dell’Umanità. A dire il vero se ne infischiava. A lui, quello che in realtà piaceva, era la sfida per sé: pensare che poteva fare qualcosa e riuscire a farla. Non lavorava da solo, è chiaro. Un proggetto così ambizioso non sarebbe stato possibile senza l’aiuto del suo gruppo, un insieme di ingegneri di ogni tipo, bravi e svelti, a cui piaceva fare parte della sua azienda, dove nessuno era lasciato da parte: erano i migliori di tutta l’Italia, uomini e donne di tutte l’età con l’ambizione e l’esperienza neccessaria per portare avanti qualsiasi idea revoluzionaria ma fattibile. Tutti erano bravi, tutti erano imprescindibili. Lui era il caposquadra, ma questo non significava che non lavorasse fino alla stancheza. Lui era il padrone, aveva il denaro, le idee, aveva costruito il palazzo dove lavoravano, aveva acquistato le macchine, ma, allo stesso tempo, era un lavoratore dell’impresa, uno di loro. I benefici si dividevano in maniera uguale, c’era il denaro da investire in tecnologia, c’era il denaro da dividere fra tutti. Gianluca accese il computer che c’era vicino alla cucina, dalla parte opposta della finestra, doveva fare qualcosa prima di uscire. Era ancora molto presto. 
Se avesse potuto sviluppare la sua idea prima di andare al lavoro!.... credeva di sì. L’appartamento dove viveva era stato ristrutturato da lui stesso. Tutto quello che aveva a che vedere con la tecnologia era un suo lavoro: i pavimenti pirolitici, le luce che si accendevano da sole a seconda di dove si trovasse in quel momento, gli scaffali nascosti tra le pareti, i mobili trasformabili e con ruote che si muovevano tramite il controllo remoto con l’aiuto di led che c’erano ai loro lati, i tappeti ignifughe e che cambiavano colore a seconda della luce che entrava attraverso le finestre, le stesse finestre di materiale irrompibile, i mobili della cucina che non si sporcavano mai perché erano stati fabbricati con dei prodotti che respingevano la sporcizia, i tramezzi nascosti sotto il pavimento dell’appartamento che potevano apparire o scomparire con l’aiuto di un programma di computazione che controlava il computer, ed anche nel tablet che utilizzava ogni giorno c’erano le stesse funzioni del
computer. Tutto questo e molte altre molte cose erano un prodotto della sua immaginazione e del suo lavoro di ingegnere. Questo non significava che fosse stato facile svilupparle, tutt’altro, aveva lavorato come un pazzo un anno e poi un altro e un altro ancora. Non c’era una fidanzata, nemmeno un partner. La sua vita non lasciava quasi spazio ai rapporti sociali, soltanto quelli che riguardavano il suo lavoro. Nonostante i consigli della sua mamma: “figliulo non lavorare così, conosco una ragazza, dovresti riposare, andare in giro per la città, dovresti divertirti”, lui sorrideva e non diceva niente. Per lui divertirsi era inventare una cosa nuova, il suo lavoro era non solo importante ma anche il suo hobby.
Ecco fatto! Era riuscito a risolvere il problema. Gianluca guardò l’orologio che era a ridosso del computer, attaccato alla parete, era l’ora.
-“Spegneti!” –disse ad alta voce.
Il computer lasciò sentire il suo suono caratteristico e dopo alcuni secondi ritornò il silenzio nell’appartamento. Poi Gianluca prese uno zaino che portava sempre con sé e se ne andò.

La sua impresa, vicina all’antica estazione di radio, era sottoterra, un piccolo pallazzo ristrutturato era l’entrata alle moderne installazioni dove lui e i suoi colleghi sviluppavano le loro idee. Non l’aveva fatto così per secretismo ma perché non voleva rovinare il bel passaggio dei dintorni dell’antica estazione di telegrafo. Il palazzo che era sopra le installazioni era una specie di museo tecnologico, con modelli (sia in legno, sia in metallo) delle loro creazioni. Un ascensore, a cui soltanto si poteva entrare tramite una chiave speciale che possedevano tutti quelli che lavoravano sottoterra, dava accesso agli altri piani: anche la chiave era un suo invento. Soltanto lui era in grado di potere fare una copia. Senz’altro era un grande scienziato, ma non se ne vantava di esso. Nel piano più vicino alla superficie c’erano gli uffici di Amministrazione e Pubblicità, un piano in giù c’era l’ufficio di Svolgimento di Progetti e, nel piano più lontano dalla superficie, Prototipi. Era qui dove lui avrebbe dovuto lavorare questa mattina per risolvere i problemi dell’umanoide. L’umanoide era un progetto che aveva cominciato a svolgere in maniera prattica all’inizio del mese di gennaio. Dal momento in cui gli era venuta l’idea in mente era stato cosciente della difficoltà di metterla in pratica, ma questo non gli aveva dato fastidio. La sfida, proprio questo era la cosa più importante: avere una sfida e lavorare per farla diventare reale.
In quella stanza si ammucchiavano tutti i prototipi che avevano costruito negli ultimi dieci anni. Per sicurezza, nessuno di essi funzionava, c’era qualcosa in ognuno di loro che mancava; questi pezzi mancanti erano stati consegnati in un posto che soltanto conosceva lui. Un robot, tanto piccolo quanto un ragazzo di dieci anni, era al centro della stanza; i suoi colleghi erano già in torno a esso: Iva, Federico, Nino, Alessandra, Chiara e Fabrizio. Ognuno di loro era seduto davanti a un computer diverso cercando di risolvere il problema che da tanto tempo gli faceva lavorare il cervello. Gianluca si sedette al suo posto, tra Nino e Alessandra. Da ogni computer usciva un cavo che finiva in un posto diverso del robot. Diede il buongiorno e cominció a spiegare la soluzione che, soltanto poche ore prima, aveva trovato.
-“Allora, ce l’abbiamo fatta?” –chiese Iva.
-“Credo di sì.” –rispose Gianluca. –“Vediamo cosa succede. Forza ragazzi!”
Allora, sette teste erano concentrate sugli schermi dei computer svolgendo quello che Gianluca, in maniera tanto brava, aveva pensato. I prossimi mesi sarebbero stati molto duri ma adesso sapevano benissimo cosa avrebbero dovuto fare e come farla.

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El Retorno de los Dioses, de Danilo Clementoni - Primer capítulo

Astronave Theos, a 1.000.000 de km de Júpiter

Azakis estaba cómodamente tumbado en la butaca oscura automoldeable que un viejo amigo Artesano, que la había fabricado con sus propias manos, le había regalado unos años atrás con motivo de su primera misión interplanetaria.
«Te traerá suerte» le dijo aquel día. «Te ayudará a relajarte y a tomar las decisiones adecuadas cuando sea necesario».
Efectivamente, sentado allí, había tomado un montón de decisiones desde entonces y también la fortuna había estado habitualmente de su parte. Por lo tanto, había hecho todo lo posible para llevar consigo aquel querido recuerdo, incluso burlando muchas reglas que le habrían impedido su uso, sobre todo en una nave estelar de categoría Bousen-1 como aquella en la que se encontraba ahora.
Una voluta azulada de humo se elevaba derecha y veloz del cigarro que tenía entre el pulgar y el índice de la mano derecha mientras que, con la mirada, intentaba recorrer los 4,2 UA1 que todavía lo separaban de su meta. A pesar de que, hacía ya muchos años que hacía este tipo de viaje, la fascinación de la oscuridad del espacio que lo circundaba y los millones de estrellas que lo salpicaban siempre habían conseguido desconectarlo de la realidad. La gran apertura elíptica, justo enfrente de su puesto de trabajo, le permitía tener una visión completa del recorrido del viaje. Él siempre se sorprendía de cómo aquel sutil campo de fuerza fuese capaz de protegerlo del frío sideral del espacio e impidiese al aire salir de repente, y ser absorbido por el vacío absoluto del exterior. La muerte sería casi inmediata.
Dio una profunda chupada al largo cigarro y volvió a mirar el visor holográfico que estaba enfrente de él, donde aparecía la cara cansada y sin afeitar de Petri, su compañero de viaje, que, desde la otra parte de la nave, estaba reparando el sistema de control de los tubos de escape. Se divertía un poquito distorsionando la imagen soplando en medio el humo apenas aspirado, creando un efecto ondulatorio que le recordaba mucho los movimientos sinuosos de las sensuales bailarinas que habitualmente iba a ver cuando, finalmente, regresaba a su ciudad de origen y podía gozar un poco de un merecido reposo.
Petri, su amigo y compañero de aventuras, tenía casi treinta y dos años y estaba en la cuarta misión de esta clase. Su imponente y maciza corpulencia infundía siempre, en todos los que lo conocían, mucho respeto. Ojos tan negros como el espacio eterno, cabellos oscuros, largos y desordenados que le caían sobre los hombros, de casi dos metros y treinta centímetros de altura, tórax y brazos poderosos capaces de levantar un Nebir2 adulto sin esfuerzo, y sin embargo con el alma de un niño. Era capaz de conmoverse mientras observaba florecer una flor de Soel3, podía permanecer extasiado, por horas, mirando las olas del mar mientras se rompían sobre las ebúrneas costas del Golfo de Saraan4. Una persona increíble, fiable, leal, dispuesta a arriesgar su vida por él sin dudarlo. No habría partido si no hubiese tenido a Petri a su lado. Era la única persona en el mundo de la que se fiaba ciegamente y no lo traicionaría jamás.

Los motores de la nave, adaptados para la navegación en el interior del sistema solar, transmitían el clásico y tranquilizador zumbido bifásico. A sus oídos expertos ese sonido confirmaba que todo estaba funcionando a la perfección. Con su sensibilidad auditiva hubiera sido capaz de percibir en el cámara de cambios incluso sólo un 0,0001 Lasig, mucho antes de que el sofisticadísimo sistema de control automatizado se diese cuenta. También por esto se le había concedido, ya desde muy joven, el mando de una nave de categoría Persus.
Muchos de sus compañeros de curso habrían dado un brazo por estar en su lugar. Pero ahora, allí, estaba él.
El implante intraocular O^COM hizo que se materializase delante de él la nueva ruta recalculada. Era increíble como un objeto de pocas micras podía desarrollar todas esas funciones. Insertado directamente en el nervio óptico era capaz de visualizar todo un puente de control sobreponiendo la imagen a lo que estaba realmente delante. Al principio realmente, no había sido nada fácil habituarse a aquella maldita cosa y más de una vez las ganas de vomitar casi estuvieron a punto de superarle. Ahora, en cambio, no habría podido prescindir de él.
La totalidad del sistema solar rotaba a su alrededor con toda su fascinante majestuosidad. El pequeño punto azul, cercano al gigantesco Júpiter, representaba la posición de su nave y la fina línea roja, ligeramente más curvada que la anterior ahora ya desaparecida, indicaba la nueva trayectoria de aproximación a la Tierra.
La atracción gravitacional del planeta más grande del sistema era impresionante. Tenían que permanecer, fuese como fuese, a una distancia de seguridad y sólo la potencia de los dos motores Bousen permitirían a la Theos escapar a aquel abrazo mortal.
«Azakis» graznó el comunicador portátil apoyado sobre la consola que estaba delante de él. «Deberíamos comprobar el estado de las juntas del compartimento seis»
«¿No lo has hecho todavía?» respondió con aire burlón lo que seguramente haría enfadar a su amigo.
«¡Tira ese cigarro apestoso y ven a echarme una mano!» gritó Petri.
Lo sabía.
Había conseguido sacarlo de sus casillas y disfrutaba como un loco haciéndolo.
«Ya voy, ya voy. Estoy llegando amigo mío, no te sulfures»
«Muévete, desde hace cuatro horas que estoy en medio de esta mierda y no tengo ganas de bromear»
Tan gruñón como siempre, pero nada ni nadie podría separarlos.
Se conocían desde la infancia. Había sido él quien lo había salvado más de una vez de una paliza segura (era mucho más grande que los otros, incluso de niño) interponiéndose con su respetable mole entre su amigo y la típica banda de abusones que lo tenían siempre en el punto de mira.
De pequeño Azakis no era, en verdad, el tipo por el que que las hermosas representantes del otro sexo se hubieran peleado. Vestía siempre de forma bastante desaliñada, el pelo corto, físico delgaducho, permanentemente conectado a la Red5 de la que absorbía millones de datos a una velocidad diez veces superior a la media. A los diez años, gracias a sus notables rendimientos en los estudios, había obtenido un acceso de nivel C, con la posibilidad de adquirir conocimientos vetados a casi todos sus coetáneos. El implante neurológico N^COM, que le garantizaba ese tipo de acceso, tenía, sin embargo, alguna pequeña contraindicación. La concentración debía ser casi absoluta y, dado que la mayor parte de su tiempo lo pasaba así, casi siempre tenía una expresión ausente, con la mirada perdida en el vacío, totalmente ajeno a todo lo que sucedía alrededor. En honor a la verdad, todos pensaban que, al contrario de lo que proclamasen los Ancianos, fuese un poco corto de miras.
A él no le importaba.
Su sed de conocimientos no tenía límites. Incluso de noche permanecía conectado y, a pesar de que durante el sueño las capacidades de adquisición, justo por la necesidad absoluta de concentración, se redujesen a un mísero 1%, no quería desperdiciar un solo instante de su vida, sin tener la posibilidad de incrementar su bagaje cultural.
Se levantó esbozando una ligera sonrisa y se dirigió hacia el compartimento seis donde su amigo lo estaba esperando.

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1 Nota del Autor: Unidad Astronómica. Indica la distancia media entre el Sol y la Tierra de, aproximadamente, 149.597.870,700 Km
2 Nota del Autor. Mamífero cuadrúpedo con una espesa piel de color marrón oscuro. De adulto puede superar incluso los cien kilos de peso.
3 Nota del Autor. Rarísima flor con un tallo largo con seis pétalos. Cada pétalo tiene su parte central de color blanco que coge un matiz distinto de los colores del arco iris. Se abre sólo dos veces al año y su perfume es muy intenso y embriagador.
4 Nota del Autor. Golfo situado al sur del Continente, donde enormes acantilados, blanquísimos, en picado, forman una gran ensenada natural. La antiguas ciudad de Saraan la domina desde arriba con su majestuosidad, convirtiéndolo en uno de los lugares más hermosos del planeta.

5 Nota del Autor. Sistema de interconexión global capaz de memorizar y de distribuir el Saber a nivel planetario. Todos los habitantes podían acceder a él, con distintos niveles de profundidad, mediante un sistema neurológico N^COM implantado desde el nacimiento, de modo permanente, directamente en el cerebro.

El Retorno de los Dioses

EL RETORNO DE LOS DIOSES es la primera traducción de este año 2019. En realidad, he trabajado con el primer libro titulado IL RITORNO, los otros dos INCROCIO CON NIBIRU y LO SCRITTORE, fueron traducidos el año pasado. A petición de Danilo Clementoni, he traducido el primer libro de la trilogía IL RITORNO para, de esta manera, unificar criterios y poder sacar a la venta en un sólo tomo la trilogia de la que son protagonistas los dos simpáticos alienígenas Azakis y Petri. Un libro lleno de humor, de fantasía y de aventuras.

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