domingo, 14 de enero de 2024

Las historias (Des)veladas - Antología de cuentos de Roberta Mezzabarba - Primeras páginas

 

LA PAZ DE LOS VENCIDOS 
Siempre le dolían los huesos cuando volvía a casa después de haber cuidado las plantas de su pequeña huerta.  
Mantenía con sus dos manos un pequeño hatillo a cuadros blancos y rojos lleno de calabacines acabados de recoger: los deslizó sobre la mesa de la cocina y sintió que se mareaba.  
Se apoyó en la mesa y, apartando una silla, a duras penas, se sentó.  
Hacía ya tiempo que el dolor de cabeza que la perseguía desde su juventud la había abandonado y que su vida discurría tranquila… pero en aquel momento parecía que se le escapaba por la punta de los dedos.  
Alfa cerró los ojos y se vio de niña, aquella mañana de julio de 1944, cuando estrechando contra el pecho un fardo de cuadros blancos y rojos, lleno de calabacines acabados de recoger en el huerto de tía Ines, estaba a punto de entrar en casa cuando encontró la puerta abierta de par en par y la madre vestida con el traje de los domingos, aquel azul con las florecillas, entre dos partisanos armados de expresión dura y decidida. 
Aquella mañana, Alfa y la madre deberían haber ido a Vercelli a retirar el subsidio de guerra para los familiares de los combatientes: al padre de Alfa, Pietro Giubelli, lo habían dado por desaparecido. 

«¡Muévete, Margherita! ¡A Palmo no le gusta esperar, sin tonterías, síguenos!» 
Aquellas palabras, gritadas por la voz estridente de uno de los hombres armados, rompieron el silencio ensordecedor donde sólo el chillido de las golondrinas retumbaba en el cielo. 
Alfa no entendía lo que estaba sucediendo y buscaba con su mirada la de la madre, que, con los ojos, sin embargo, parecía querer evitarla. 
«Si me vais a interrogar, entonces me llevo también a mi hija… además no tengo dónde dejarla.» 
Al escuchar estas palabras Alfa se enroscó a las piernas de la madre. 
«Anduma!1» gritó uno de los hombres, y la extraña compañía se puso en movimiento: dos hombres armados y una mujer con una niña agarrada a su falda. No se dirigieron, como habían dicho, a ver al comandante sino que se metieron por la calle que llevaba al cementerio, evitando adrede el centro de Crevacuore y, con las casas, los ojos indiscretos. 
Poco antes de llegar al cementerio había una cabaña abandonada. La compañía se paró enfrente de aquella pequeña construcción. 
Uno de los partisanos arrebató a Alfa de la madre, manteniéndola quieta, luego, Margherita, fue empujada al interior de la cabaña. 
La mujer intentaba zafarse de la presa de las manos de los dos partisanos que le apretaban los brazos mientras gritaba: 
«¿Qué queréis de mí? ¿Qué queréis de mí?» 
Las lágrimas querían salir de los ojos de Alfa pero la niña no apartaba los ojos de su madre que, aunque atemorizada, mantenía su orgullo. 
De repente, en la puerta de la cabaña, apareció la figura de Palmo, aparentemente desarmado, con la boina en la cabeza y los finos labios formando una mueca. 
El hombre se paró en el umbral de aquella cabaña y su mirada pareció perforar, casi físicamente, con una violencia inaudita, a Alfa y a la madre, que al sentir sobre ellas aquellos ojos habían dejado de moverse. 
Jefe indiscutible de los partisanos, Aurelio Bussi, alias Palmo, producía terror con su sola presencia: a un gesto suyo, los partisanos que se encontraban dentro de la cabaña, salieron, dejándolo solo con Margherita. 
Fueron unos largos minutos de espera silenciosa en los que incluso las respiraciones semejaban querer hablar: Alfa no apartaba la mirada de la puerta de aquella barraca delante de la que había pasado mil veces pero a la que no había dado ninguna importancia. 
De vez en cuando se escuchaba la voz de Margherita gritar palabras que no se distinguían pero cuyo sonido confuso parecía conseguir contar, por si mismo, todo el dramatismo del momento, el miedo, la rabia, la impotencia de la mujer ante una decisión, aparentemente, ya tomada antes de escucharla. 
Después todo se aquietó y se escuchó el sonido de unos pasos. 
Margherita salió vacilante, en primer lugar, seguida a pocos pasos por Palmo: la mujer tenía el rostro alterado pero la hija, de todos modos, corrió hacia ella, abrazándola y buscando consuelo entre las manos de su madre, que se levantaron inmediatamente para acariciar su cabeza. 
Alfa se dio la vuelta, miró al hombre que estaba junto a ellas: los ojos de Palmo eran fisuras en la fuerte luz estival y su expresión no dejaba transparentar ningún sentimiento.. 
«Ha llegado tu hora, Margherita. Vosotros dos, Ricciotti y Giubelli2 siempre habéis sido mi ruina, siempre me habéis dado que hacer, ¡sois un puñado de fascistas y de delincuentes!» 
El susurro de la voz del jefe partisano resonó despiadado, como una ráfaga de viento frío, en la explanada delante de la cabaña. 
Palmo hizo una señal con la cabeza, en dirección a sus hombres, y los dos partisanos que estaban más cerca de Margherita, comenzaron a empujarla por el sendero que subía hacia el cementerio, y después de unos pocos pasos apareció ante los ojos de la mujer y de Alfa un ancho muro gris. 
Lo que estaba a punto de suceder resultó muy claro para ambas. 
Ya no quedaba espacio para las ilusiones. 
Los hombres que la habían conducido a empellones hasta allí habían aflojado la presión en los brazos de la mujer, que ahora podía abrazar estrechamente a la hija manteniéndole la cabeza apretada contra el estómago. 
La niña, con sus míseros diez años, sintió los latidos enloquecidos del corazón materno, tum, tum, y estrechándola con fuerza fue consciente, en su joven corazón, de lo que estaba a punto de suceder. 
Un partisano, al que los otros llamaban Orlando, se acercó a las dos mujeres intentando apartar a Alfa de los brazos de Margherita. 
«Pietà l’è morta!3» gritaban los otros incitando al muchacho a actuar con mano dura y no dejarse llevar por la compasión. 
Alfa gritaba, no quería soltarse y se resistía dando patadas, con la cabeza baja. 
El hombre la arrancó del cuerpo de la madre con un gesto decidido y la arrastró como si fuese un fardo: las rodillas de la niña se pelaron en las piedras de la grava, pero la pequeña no sintió dolor, sólo tenía oídos para los gritos de la madre. 
«¡No, no, socorro, no! ¡Alfa! ¡Alfa!» 
Arrastraron lejos a la chiquilla y vio a la madre retenida con firmeza por uno de aquellos hombres armados, luego vio a Palmo hablar con los otros, pero no distinguió las palabras. 
En ese momento el partisano Orlando, que todavía mantenía agarrados firmemente los brazos de Alfa, le presionó su cara contra su tórax, cubriéndole los ojos, quizás en un gesto de extrema piedad. La niña con la cara encima del partisano, escuchó la primera explosión, luego un barrido de ametralladora.

1 Nota del traductor: Dialecto del Piemonte. En italiano, Andiamo!. En español, ¡Vamos!

2 Nota de la autora: Ricciotti era el apellido de Margherita, madre de Alfa, y Giubelli el del padre, Pietro.

3 Nota del traductor: En dialecto piamontés, en el original. En italiano, La pietà è finita!. En español, ya no hay piedad.

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