viernes, 27 de marzo de 2020

Receta casera

Mi ciudad es una ciudad tranquila; no quiero expresar con esto que sea aburrida sino que las cosas excepcionales, como dicen por aquí, ocurren de Pascuas a Ramos. Tenemos nuestras fiestas locales, nuestra zona de tiendas, por donde la gente se entretiene paseando a diario, nuestras zonas de esparcimiento, (lo que, siendo un lugar ubicado en el noroeste de la península, significa bares por  cualquier sitio) y también nuestros personajes callejeros, extravagantes unos y, otros, no tanto: el hombre con gabardina que habla solo y saluda a todo el mundo, la mujer que insulta a todo el que se le pone por delante, la señora con saya y mandil que empuja un carrito cargado de hortalizas provenientes de las huertas de las aldeas que rodean Coruña, o también pan artesanalmente elaborado.
Recuerdo una señora perteneciente a esta última categoría; suele ser proveedora de los bares, tascas y restaurantes de la zona céntrica, por donde deambulan los turistas que, pasajeros de algún “ferry”, hacen escala en la ciudad durante dos o tres días, donde la gente se reúne al mediodía para tomar el aperitivo después del trabajo, donde los últimos hippies tocan la flauta o la gaita y los nuevos grupos de rock se dan a conocer. En esta larga calle donde ocurren tantas cosas, era donde desarrollaba su trabajo ambulante esta mujer baja, algo regordeta, vestida con una saya descolorida y un pulóver rojo. A pesar de su indumentaria ajada se percibía limpieza y una cierta dignidad en su porte. Se llamaba Herminia. Vivía, junto con dos hermanas menores que ella, en una destartalada casa rural, ubicada anacrónicamente en el casco urbano.
El pan que vendía lo fabricaban las hermanas en su vivienda. Era una edificación de tres pisos y un sótano: en la primera planta estaba ubicado el salón y la cocina, así como un amplio y bien iluminado cuarto costurero, pues ellas mismas se confeccionaban la ropa y hacían sus arreglos; en la segunda estaban los dormitorios de las tres hermanas, tan enormes originariamente que pudieron instalar, al cabo de los años, un cuarto de baño de tamaño regular en cada uno de ellos; en la última, una buhardilla bastante espaciosa, habían instalado el trastero, donde conservaban recuerdos de familia y almacenaban muebles viejos o rotos, siempre pendientes de ser restaurados, y un enorme y antiquísimo baúl, de cuero repujado y con herrajes de bronce.
Al sótano se accedía por una puerta disimulada en una de las paredes de la despensa; allí tenían el obrador de pan. Parece ser que su madre  ya era famosa por “tener buena mano” para estas cosas. El pan que ella hacía tenía un regusto especial que no conseguían igualar el resto de los panes que se vendían en la ciudad, ni siquiera los de los pueblos; todo el mundo le decía: “¿qué le echas al pan, Rosario? “, “harina, sal, levadura, agua”, “algo más debe de haber que no sabe como los otros”, “mi secreto”, “¿y cuál es tu secreto?”, “ se che digo o meu segredo xa non é o meu segredo1”; y de ahí no había quien la apeara. Pero el pan se lo compraban y a veces se le terminaba antes de que finalizara su recorrido habitual.
La madre murió y las hijas siguieron encargándose del negocio, el producto que ellas elaboraban seguía siendo de tanta calidad como el que fabricaba su madre, aunque algunos decían que era francamente superior; de cualquier modo, su fama no disminuyó. Pertenecían a esa clase de artesanos que durante años han trabajado por cuenta propia en un negocio familiar y que como mucho pagaban los impuestos del Ayuntamiento, pero no eran siquiera controlados por Sanidad. Tampoco, en algunos casos, había razones para hacerlo puesto que nunca habían sido denunciadas por atentar contra la salud pública ni habían dado lugar a intoxicaciones importantes o mortales.
Llegaron las Autonomías y con ellas las legislaciones locales sobre educación, tráfico, ordenación urbana y, lo que más les afectaba, comercio y sanidad. Se puso en marcha la tan esperada, y a veces temida, Regulación de Origen; sector por sector alimentario fueron apareciendo Inspectores de Sanidad y Consumo que hacían miles de preguntas sobre producción, medidas de higiene en el trabajo, fórmulas caseras de elaboración de productos alimentarios, etc. Dado que su negocio tenía la sede en su propia vivienda y además era ambulante, tardaron un tiempo en controlarlas, pero, al fin, un día apareció en la casa un hombre joven, muy serio y muy bien vestido, que les entregó un largo cuestionario. En el plazo de dos días volvería para recogerlo. Como no tenían un pelo de tontas comprendieron que debían contestar a todas aquellas preguntas si querían continuar con su negocio; así que, esa noche, se reunieron en el salón-comedor, alrededor de la mesa camilla. Nombre de la empresa, número de trabajadores, tipo de actividad, …todo eso era comprensible; unidades producidas por día, semana, mes, gastos y beneficios, también, no había ningún problema. Todo eso fue contestado con prontitud y anotado con una clara y anticuada caligrafía inglesa por Herminia. La siguiente pregunta entrañaba una cierta dificultad y las hermanas entablaron una suave discusión acerca de ella:
-“Ingredientes utilizados en la fabricación del producto”-leyó la hermana mayor.
-¿Tenemos que responder a esto, Herminia?-preguntó Charo, la más joven.
-No hay más remedio-respondió la aludida.
-Pero Herminia-terció la mediana, que se llamaba Josefina-no podemos desvelar nuestro ingrediente secreto; no estaría bien.
-Lo sé, Fina, lo sé; pero tenemos que contestar a todo, aunque pongamos sólo “ingrediente secreto”.
-A lo mejor si nos lo saltamos ni se dan cuenta-dijo Charo, que, nerviosa, hacía dibujos con el dedo sobre el tapete.
-Recuerda lo que dijo ese hombre, que se llevaría una muestra del producto para analizarla y ver si no tenía nada que fuera perjudicial.
-¿Por qué no ponemos simplemente “componente secreto” y a ver qué ocurre cuando lo lea? No tenemos, pienso yo, porqué darle una muestra de él-apuntó Josefina mientras se arreglaba su moño casi deshecho por lo mucho que jugueteaba con él cuando no tenía las manos ocupadas haciendo labor de punto o cualquier otro trabajo manual.
-Bueno, hagamos lo que dices y ya veremos cómo reacciona ese hombre -concluyó Herminia.
Terminaron de rellenar los formularios; a continuación, como cada noche, se sentaron en el viejo sofá de piel, tapizado ya media docena de veces pero bastante cómodo, a ver la televisión; no hablaron más del asunto, dedicándose en silencio a visionar una vieja película de gángsteres que ponía el canal autonómico; cenaron un poco de queso y de fiambre y se fueron a la cama. Tenían que levantarse de madrugada para hacer el pan y, aunque no acostumbraban a descansar demasiadas horas, era un trabajo duro y necesitaban algún tipo de reposo antes de ponerse a ello.
El Inspector de Sanidad y Consumo apareció el día señalado por la tarde, lo recibieron en el salón y casi le obligaron a degustar un par de tazas de café y tarta de moras, mientras repasaban juntos las respuestas que habían dado al cuestionario; si habían respondido correctamente podrían, incluso, ampliar su negocio con las subvenciones que daba la Xunta de Galicia a los artesanos.
Él, al principio distante y formal, fue cobrando confianza con las tres hermanas: tal vez la culpa fuera del licor de guindas que sirvieron con unos piononos elaborados por Fina, tal vez fue la melosidad y campechanía de ellas.
Todo transcurría de la manera más suave hasta que llegaron a lo del famoso “ingrediente secreto”. Aquí el joven se mostró inflexible: tenían que especificar el tipo de componente o componentes que lo constituían, no conseguirían nada cerrándose en banda y ocultando esa información; las consecuencias podrían ser desastrosas para el negocio. Podrían impedirles la venta del pan, ponerles una fuerte multa si hacían caso omiso de las instrucciones de Sanidad y Consumo, cerrar su obrador, negarles cualquier tipo de subvención o ayuda para futuros proyectos. En resumidas cuentas: la ruina. Era una estupidez que dejaran pasar una oportunidad como ésta; es verdad que tendrían que pagar un poco más de impuestos pero también que, si era aprobada su fórmula casera de elaboración del pan, podrían conseguir unos pingües beneficios con ella.
Después de unos segundos de permanecer en silencio, Herminia tomó la palabra y dijo:
-No hay nada malo en lo que le añadimos al pan, lo que pasa es que tememos que, si revelamos nuestro secreto, alguien nos lo pueda robar.
-Por eso no deben preocuparse-replicó el inspector-en cuanto nuestro laboratorio compruebe la veracidad de la composición del pan y que los ingredientes no son dañinos para la salud pública, su fórmula quedará registrada como original y nadie la podrá copiar sin su consentimiento ni podrá utilizarla sin pagar un dinero por ello.
-¡Pues claro que no daña la salud!-respondió, bastante ofendida, Charo.
-En todos los años que llevamos vendiéndolo hemos tenido siquiera una reclamación porque supiera extraño, y mucho menos porque le haya sentado mal a nadie-remachó Herminia.
-Los mejores restaurantes de la ciudad son nuestros clientes-apuntó Fina-por mucho que trabajemos siempre lo vendemos todo, se nos disputan, pueden ustedes comprobarlo. Le hemos escrito nuestra lista de clientes, puede preguntarles sin temor.
-¡Señoras, señoras! ¡Por favor, no se sulfuren!-dijo el inspector intentando calmarlas-es sólo una formalidad, estoy convencido de que no existe nada perjudicial en su producto, de otro modo no tendrían tan buenos clientes, pero…pero…, es necesario que, a pesar de todo lo que me digan ustedes y de los buenos informes de restaurantes y bares, desvelen su secreto por las razones antes aducidas. En cuestión de días recibirán el informe del laboratorio y el certificado de salubridad de su producto, así como información sobre subvenciones y ayudas, en el caso de que las necesiten, para el negocio.
-¿Y mientras tanto?-preguntó Herminia.
-Mientras tanto-replicó el joven-ya que no hay ningún tipo de denuncia a su nombre pueden seguir vendiendo el producto como hasta ahora, siempre y cuando lleven a la vista el siguiente permiso eventual para sus actividades comerciales.

Les entregó a cada una de ellas una tarjeta blanca con una franja azul clara cruzándola, en donde se consignaba un número de fabricante, sus nombres y apellidos, y el domicilio del negocio.
-Deben llevarla en todo momento consigo-continuó el inspector-. Cuando todos los datos se hayan comprobado se les proporcionará la tarjeta definitiva que deberá ser renovada cada dos años, previa inspección por parte nuestra, claro está. Ahora me gustaría ver el obrador, luego acabaremos de rellenar esto, si tienen una muestra del componente en el lugar de trabajo deben decírmelo ¿de acuerdo?
Bajaron todos al obrador, el inspector quedó satisfecho con las condiciones higiénicas del local, así como con la ventilación y el orden y pulcritud con que estaban tratados los utensilios de trabajo. En un estante se alineaban una serie de frascos de cristal que contenían una especie de polvillo de color verde oscuro.
-¿Es ese el compuesto que utilizan en la elaboración del pan?-inquirió, acercándose al estante y cogiendo uno de los frascos.
-Sí-respondió Herminia-puede llevarse ese mismo si es que lo necesita todo para esos análisis.
-No es preciso, con una pequeña muestra será suficiente-dijo, mientras cogía una pequeña bolsa de uno de sus bolsillos e introducía una cantidad insignificante en ella; luego cogió un bolígrafo y anotó algo en una etiqueta adhesiva que a continuación pegó en la bolsa-y, aunque nosotros descubriremos la naturaleza del componente, nos facilitaría las cosas el que ustedes me comunicaran  la composición del mismo.
-Es arrayán, una planta olorosa; nosotras mismas la secamos y luego la trituramos en un molinillo de café hasta conseguir ese polvillo. Echamos muy poca cantidad, por eso nuestro pan es tan blanco como los demás pero en él se distingue un sabor peculiar-explicó Charo.
-¿Ustedes la cultivan?¿Dónde?-preguntó extrañado él, pues no había observado que poseyeran planta alguna.
-Usted no ha visto toda la casa-dijo Fina-. A pesar de sus tres pisos esto era una casa de campo, y, aunque fueron construyendo alrededor, pudimos conservar un pequeño huerto del que nos proveemos todavía. En uno de los rincones plantaron el arrayán nuestros padres hace muchísimos años, nosotras hemos seguido cultivando los arbustos.
Subieron todos a la cocina y Herminia abrió una puerta que el joven no había advertido en su primera visita a la estancia; efectivamente, allí había un huerto de medianas dimensiones rebosante de grelos, patatas, cebollas, pimientos y tomates. Un alto muro rodeaba este oasis de hortalizas en medio del casco urbano y en la parte más soleada se encontraban media docena de arbustos intensamente verdes, salpicados de flores amarillas.
El inspector quedó satisfecho con lo que había averiguado. Permaneció un rato más en compañía de las hermanas, para marcharse, al poco, con un ánimo bien distinto al que había traído al principio de su visita.
-Es un muchacho tan simpático que me sabe mal no haberle contado toda la verdad-dijo Charo.
-No creo que descubran esa parte de la historia, pero si lo hacen ya inventaremos algo-replicó Herminia convencida.
-¿Tú crees que lo lograrán?-preguntó Fina.
-No lo sé, esperemos unos días hasta que llegue ese informe que nos ha dicho enviarán. Ahora, a coser un rato; esta visita ha retrasado mucho la confección del vestido de Primera Comunión de Laura y pasado mañana debemos entregarlo.
Había pasado casi una semana desde la visita del inspector y aún no habían recibido notificación alguna de la Consellería de Sanidade e Consumo. Habían estado las tres fuera todo el día a causa de la boda de la hija de una amiga, era muy tarde, casi las doce de la noche, cuando regresaron; en el buzón estaba la tan esperada carta, sin ni siquiera sacarse los abrigos se sentaron alrededor de la mesa camilla, Herminia abrió el sobre, leyó despacio el informe y al acabar dejó escapar un suspiro de alivio.
-Podemos estar tranquilas-dijo-han aprobado nuestra receta del pan.
-Menos mal que no hemos tenido que justificar el componente totalmente-apuntó Charo.
-Sí, menos mal; hubiera resultado violento confesar que debajo de cada una de las plantas de arrayán hay enterrado un miembro de nuestra familia.


1 Si te digo mi secreto ya no es mi secreto