lunes, 13 de abril de 2020

Extravagancia Mortal, primera parte

Tenía suerte de ser quien era, el hijo de un padre con dinero; lo que no significó que nunca diese un palo al agua, siempre había sabido buscarse la vida desde pequeño, cuando sacaba sus tesoros a la calle para venderlos a otros chicos del barrio o a quien le interesasen.
Todos los domingos por la mañana una cantidad indeterminada de chiquillos, en la mayoría de los barrios de la ciudad, ponían sus pertenencias, a veces muy queridas, todas bien colocadas, encima de una caja de frutas vuelta del revés y cubierta con un viejo mantel. Regateaban, discutían, pero al final siempre conseguían sacar dinero de un trompo sin cordel, una caja de música sin bailarina, los libros de texto del año anterior, o lápices de colores a medio consumir. Él se había hecho con una mesita de madera que su madre había querido tirar por pasada de moda, y vendía sobre una tela de raso plumillas, tinteros de porcelana, tazas sin asa, correas de reloj, figurillas de cristal de Murano, un tirabuzón de cuando se había cortado el pelo su prima, una tapa de reloj de bolsillo, e incluso el tapizado del sofá cuando la madre se aburría y le daba por cambiar la decoración.
Siempre le había gustado el trapicheo. Con el tiempo se convirtió en una profesión, haciéndose un mediano experto en antigüedades, lo suficientemente experto como para montar su propia tienda a los veintidós años.
No estaba nervioso, tendría que trabajar un poco más para ultimar los detalles pero sabía que sería un éxito, nunca le había salido mal ningún negocio ni nada de lo que había emprendido con ilusión y arduo trabajo; Juan Alfonso se sabía inteligente. Además, siempre estaría la familia para ayudarle a salir de cualquier atolladero en que se metiese, aunque realmente nunca le había ocurrido algo tan grave como para que ellos tomasen cartas en el asunto.
Los relojes de cuco de la trastienda, unos valiosos objetos del siglo XV sólo aptos para entendidos, habían dado puntualmente las nueve de la noche. Casi había perdido la noción del tiempo, de hecho no se había dado cuenta de la hora que era hasta que los relojes lo sacaron de su ensoñación. Se había pasado las últimas cuatro horas ordenando y colocando objetos en los estantes y vitrinas acristaladas y había dejado volar su pensamiento a sus tiempos de chaval; aunque era un hombre joven, su prodigiosa memoria le hizo recordar muchos momentos felices de su infancia. A base de ordenar y darle vueltas a sus recuerdos había olvidado los minutos y los segundos de los que se compone la realidad, lo que no había sido óbice para que hubiera puesto cada cosa en su sitio  con esa exquisita elegancia que lo caracterizaba, la misma con la que había decorado su habitación, de forma tan particular y sensata que todo el que lo conocía, cuando penetraba en su alcoba, sentía una placidez y tranquilidad tales que permanecían en ella más tiempo del que se habían imaginado poder pasar.
Todavía le faltaban un par de cosas, y su vuelta al mundo terrenal le hizo sentir que desde el mediodía no había probado bocado; así que cerró la tienda, conectó la alarma de su invención, y se dirigió a un restaurante italiano, una trattoria, ubicada detrás de la Iglesia de San Andrés: le encantaban los spaghetti, la lasaña y, sobre todo, los canelones con carne. Era jueves y todavía demasiado temprano, tan sólo una pareja de novios comiendo acaramelados unos fetuccini; cogió una mesa al lado de la ventana, pues le gustaba observar la parte de atrás de la iglesia y la oscuridad del callejón.
Al empezar a leer la carta se le abrió aún más el apetito, así que pidió unos espaguetis a la boloñesa, un ossobuco y un tinto del país; poco a poco el restaurante se fue llenando de clientes. Comía despacio, deleitándose con cada bocado; estaba ya en el postre y a punto de pedir la cuenta cuando un hombre, de unos cuarenta y cinco años, se sentó en una mesa próxima a él, traía una carpeta, pidió de comer y, mientras esperaba a que el camarero le sirviera, la cogió y sacó de ella unas ampliaciones fotográficas; Juan Alfonso era una persona discreta y no le gustaba espiar a la gente, pero el hombre estaba tan cerca de él que no pudo evitar observar que aquello que tenía en la mano eran las fotos de unas espléndidas y, al parecer antiquísimas, estufas alemanas de cerámica.
Había oído hablar de ellas, había visto libros de arte y antigüedades en donde aparecían, pero aquello eran fotos. Quizás hechas por el mismo hombre que las estaba mirando o tal vez le podría decir quién había sido el autor de ellas. Siempre había querido viajar a Alemania, o a Suiza, pues sabía que en el Museo Nacional de Zurcí existían dos ejemplares, con asientos laterales, una auténtica maravilla. El helado se le derritió por completo, tan absorto se había quedado; se puso colorado como un tomate pues pensó que el desconocido se había dado cuenta de su mirada inquisitiva, pero cuando miró al hombre vio que estaba tan abstraído como lo había estado él.
Aun así, no sabía como entablar conversación con el desconocido. El camarero vino a resolverle el problema: llegó con la ensalada de brécol, el hombre, apresuradamente, puso las fotos encima de la carpeta, al coger el tenedor las empujó y cayeron al suelo; un par de ellas fueron a parar debajo de la mesa de Juan Alfonso, que se precipitó a recogerlas.
- Gracias – dijo el hombre, que se había levantado con prontitud.
- Realmente bellas, parecen del siglo XIII, y  los mosaicos son realmente exquisitos...
- Sí, creo que sí, gracias señor...
- Seoane, Juan Alfonso Seoane: anticuario.
- ¿Tan joven? – replicó el desconocido – Eduardo Gutiérrez de Brañas, profesor de Historia del Arte en el Instituto Eusebio da Guarda; tanto gusto, siéntese conmigo, por favor.
- Si no es molestia...  – replicó tímidamente Juan Alfonso.
- No, por favor; así tal vez me pueda ayudar.
Mientras Eduardo Gutiérrez comía Juan Alfonso se dedicó a estudiar detenidamente aquellas fotografías, no eran muchas, aproximadamente una docena, y en ellas se veían, desde todos los ángulos posibles, la conformación de dos preciosas estufas alemanas de cerámica: una de ellas, la más pequeña, había sido construida para el uso de un solo individuo pues únicamente tenía adosado un asiento; la otra era de matrimonio, con un asiento a cada lado del cuerpo central. La imaginación de Juan Alfonso hizo que pensara en como en las tardes de invierno el matrimonio propietario se sentaba rodeado de calor por todas partes allí, durante horas; imaginó a la mujer vestida con los complicados tocados suizos de mediados del XIV, ensimismada en un bordado, y al marido leyendo su libro de horas engalanado de hermosas y complicadas miniaturas. Apenas hablaron mientras Eduardo comía, tan sólo de vez en cuando, para contarse pequeños detalles de sus respectivas vidas. Eduardo le contó que no era natural de La Coruña sino de Toledo, pero que desde hacía quince años había sido trasladado a Galicia por el Ministerio de Educación; siempre había vivido aquí, a su tierra iba de vez en cuando, de vacaciones, aunque a menudo aprovechaba las de verano para viajar tanto por España como por Europa, visitando museos y perdiendo mañanas enteras en las tiendas de antigüedades; Juan Alfonso le contó que había dejado de estudiar al finalizar el bachillerato y que, gustándole mucho el mundo del arte, había seguido un par de cursos en la Universidad de Hildenberg, pues siempre había tenido facilidad para los idiomas. Hablaba correctamente, aparte del castellano y el gallego, el inglés, el francés y el alemán; poseía un don para los negocios y, conociendo suficientemente bien el mundo de las antigüedades, había decidido montar una tienda, la cual pensaba inaugurar al día siguiente.
De poco más hablaron; mientras Eduardo remataba su cena con un café irlandés Juan Alfonso volvió al estudio detenido de las fotografías, parecían auténticas aquellas estufas, le hubiera gustado tener una en su casa. Eduardo aún no le había informado de la ayuda que podía prestarle y Juan Alfonso no quería apurarlo, a lo mejor sólo lo había dicho por decir.
- Me gustaría mucho ver su tienda, si me dice donde la tiene, tal vez mañana, que afortunadamente no tengo clase, podría acercarme a visitarla.
- Queda cerca. Si tiene tiempo podría venir ahora conmigo, aún tengo que trabajar un rato en ella antes de cerrarla – respondió solícito Juan Alfonso.
- No quisiera entretenerle innecesariamente, será mejor mañana.
- Como prefiera, venga conmigo y le enseñaré su ubicación.
Pagaron sus respectivas cuentas en la trattoria y salieron al oscuro callejón; hacía una noche agradable, doblaron la esquina y se metieron en la calle del Orzán, no caminaron más de diez minutos, cruzaron a la acera de enfrente y allí estaba Antigüedades Seoane. A pesar de la penumbra en que estaba sumido el interior, la luz de la farola al lado del escaparate dejó a Eduardo vislumbrar la exquisitez de los muebles y de los objetos que contenía, Juan Alfonso le dijo que al día siguiente, a las cinco de la tarde, la inauguraría con unos pocos amigos y que le gustaría que él también apareciera a aquella hora. Eduardo dijo que así lo haría, se estrecharon las manos y el profesor desapareció calle del Orzán adelante. Juan Alfonso desconectó la alarma y entró, cerró la puerta y encendió la luz.
¡Qué hombre más raro! Dice que necesita su ayuda y no vuelve a hablar de ello, tal vez había pensado que era una inconveniencia, no se suele hablar así a un desconocido; bueno, si era algo relacionado con las estufas podría echarle una mano. ¡Qué hermosas eran aquellas estufas! Pensaba mientras desembalaba la última caja, llena de pequeños objetos que debía poner en la vitrina central, en aquella preciosa vitrina de caoba de forma octogonal; ella misma era una antigüedad: había pertenecido a su tatarabuela materna. Su madre, que durante toda su vida se había dedicado a tener hijos (Juan Alfonso tenía ocho hermanos), salir con las amigas de compras, ir a la peluquería, leer y escribir en su diario, hacer mermeladas y conservas, y asistir a fiestas benéficas, había tenido como única profesión la de decoradora; eso hasta que nació su primer hijo, el hermano mayor de Juan Alfonso, que se llamaba Sergio y estaba en la Armada. Pues su madre, como decíamos, cada temporada (que para ella significaban dos o tres años) decidía que tenía que redecorar toda la casa, o al menos parte de ella.
Cuando se casó, su madre le regaló aquella antigua vitrina de caoba octogonal, de metro y medio de alto, con cinco baldas, totalmente acristalada, y en donde los pomos de las cinco puertecillas eran de cristal de Bohemia: una verdadera maravilla que, por supuesto, no vendería jamás. La madre sólo había tenido hijos varones; no sabiendo a quién dar la vitrina acabó en manos de Juan Alfonso pues imaginó que de sus hijos sería el único que la valoraría justamente. Allí fue colocando: un plumier de cuero, que abrió cuidadosamente y en el que pudo admirar por enésima vez todos sus artilugios hechos de nácar con incrustaciones de plata; abrió el guardaplumines, contenía dos plumillas de oro, brillantes; jugueteó un poco con el portaminas, comprobó el filo del abrecartas y la limpieza del sello para el lacre, luego lo cerró. Lo puso con cuidado en el estante superior, al lado de él un bonito huevo de nácar que servía de pastillero y que podía llevarse colgado del cuello. Acabó de decorarla con una mesa en miniatura hecha con alas de mariposa, dos broches de bronce de filigrana y tres boquillas de plata labrada, cada una más larga que la anterior; todas esas cosas le eran muy queridas pero eran tan bonitas que, aunque no las vendiera en la vida, le servirían de reclamo para el resto de las que pondría en el mueble.
Se quedó contemplándola un rato antes de terminar su trabajo, luego rellenó el resto de los estantes con otras menudencias, dio un último vistazo a la tienda fijando su vista en lo que sería el mostrador: una mesa de roble de tamaño mediano, con sus cajones y escondrijos secretos, como tiene toda mesa antigua que se precie. Los relojes de cuco dieron las doce, Juan Alfonso conectó la alarma, cerró cuidadosamente la tienda, sacó, ya en la calle, un mando a distancia, apretó un botón y una pesada y silenciosa plancha de acero ocultó a los curiosos lo que había detrás.
Luego, con paso tranquilo, se encaminó hacia la calle de San Andrés, antes de regresar a su casa, un precioso chalet de principios del siglo XX con jardín propio en plena calle de Juan Flórez, decidió visitar a un amigo, propietario de un Púb. al que solía acudir todos los viernes por la noche. A diferencia de otros días apenas probó el alcohol, no estaba preocupado por la tienda sino sumamente intrigado por el hombre al que había conocido en el restaurante. Tomó un par de cervezas y luego regresó tranquilamente a su casa, una pura anacronía en medio de la ciudad: una casa de campo con su jardín y su torre. Nada se podía hacer por las pintadas que decoraban las paredes exteriores, al principio habían intentado borrarlas pero reaparecían enseguida; era inútil gastar pintura; una pena, uno de los pocos edificios que recordaban que en un tiempo no tan lejano aquella populosa y comercial calle había sido pleno campo; la gente no llenaba las cafeterías y pubs pero se empezaba a notar que al día siguiente comenzaba el fin de semana y que había ganas de juerga. Sacó la llave que abría la verja, en el primer piso de la torre aún había luz, lo que significaba que su padre estaría leyendo o escribiendo en su estudio; un par de gatos pasaron ante él. Su jardín era el refugio de algunos felinos callejeros, era su hermano menor el que les proporcionaba el sustento y había tenido la feliz idea, mañoso como era, de construirles una réplica en miniatura del chalet, donde se refugiaban algunos de ellos cuando la lluvia o el frío eran más intensos.
Subió la media docena de escalones que conducían  a la puerta principal, sólo tuvo que empujarla pues hasta cerca de las dos, que era cuando él solía retirarse a dormir, no se cerraba; todo estaba a oscuras, subió por la escalera hasta el primer piso, llamó a una de las puertas pero nadie contestó, la abrió con sigilo observando que su padre, otra vez, se había quedado dormido mientras leía, apagó la luz y subió a su cuarto. Todas las noches, antes de acostarse, escribía algo en su diario, unas veces más y otras menos, un grueso libro encuadernado en tela azul acero, con cuatro nervios en el lomo y el número cinco grabado en oro. Luego, sintiendo que el sueño lo vencía, bajó a cerrar la puerta, acostándose a continuación. Soñó con las estufas alemanas del profesor de arte: se encontró andando por un bosque de árboles altos y esbeltos, de escasa copa, las hojas doradas del otoño caían a su paso, seguía la vereda limitada por los árboles, un camino ancho y no en exceso sinuoso, el gris del alba lo envolvía, llegó a un claro, a lo lejos vio una casona o un castillo, no distinguía su verdadera arquitectura con esa luz y a esa distancia. Las montañas se recortaban a su espalda, comenzó a andar decidido y en menos tiempo del que había pensado se encontró a las puertas de la edificación: era un castillo semejante al que había visto en las películas, le recordaba aquel de El nido de las águilas, era realmente bello; la puerta estaba abierta.

Los sueños son muy extraños, si hubiera estado despierto no se hubiera atrevido a entrar no habiendo sido invitado, pero le dio la impresión de que la puerta había sido abierta para recibirle, empezó a recorrerlo. En contra de su primera impresión el castillo estaba habitado, se encontró con un montón de sirvientes que iban de aquí para allá, unos llevando jofainas, otros dirigiéndose hacia las habitaciones con bandejas de desayunos, y todos iban vestidos a la moda del siglo XVI. No parecía sorprenderles que un muchacho en vaqueros y con camiseta curioseara por toda la casa: Juan Alfonso creía que no lo veían o que les daba lo mismo. Fue testigo de toda la vida cotidiana de una casa rica (alemana o suiza, no era experto en trajes nacionales.)En un momento fueron pasando ante él todos los instantes del día, hasta llegar a la noche. Empezó a nevar y él seguía recorriendo el castillo sin que nadie interrumpiera sus obligaciones ni hiciera caso de su curiosidad. El edificio era el sueño de cualquier anticuario, en todos los aspectos; vio a un sirviente que llevaba un gran saco de arpillera, evidentemente bastante pesado, pues iba andando totalmente doblado mientras apoyaba una de sus manos en los riñones.