LA PAZ DE LOS VENCIDOS
Siempre le dolían los huesos cuando volvía a casa después de haber
cuidado las plantas de su pequeña huerta.
Mantenía con sus dos manos un pequeño hatillo a
cuadros blancos y rojos lleno de calabacines acabados de recoger: los
deslizó sobre la mesa de la cocina y sintió que se mareaba.
Se apoyó en la mesa y, apartando una silla, a
duras penas, se sentó.
Hacía ya tiempo que el dolor de cabeza que la
perseguía desde su juventud la había abandonado y que su vida
discurría tranquila… pero en aquel momento parecía que se le
escapaba por la punta de los dedos.
Alfa cerró los ojos y se vio de niña, aquella
mañana de julio de 1944, cuando estrechando contra el pecho un fardo
de cuadros blancos y rojos, lleno de calabacines acabados de recoger
en el huerto de tía Ines, estaba a punto de entrar en casa cuando
encontró la puerta abierta de par en par y la madre vestida con el
traje de los domingos, aquel azul con las florecillas, entre dos
partisanos armados de expresión dura y decidida.
Aquella mañana, Alfa y la madre deberían
haber ido a Vercelli a retirar el subsidio de guerra para los
familiares de los combatientes: al padre de Alfa, Pietro Giubelli, lo
habían dado por desaparecido.
«¡Muévete,
Margherita! ¡A Palmo no le gusta esperar, sin
tonterías, síguenos!»
Aquellas palabras,
gritadas por la voz estridente de uno de los hombres armados,
rompieron el silencio ensordecedor donde sólo el chillido de las
golondrinas retumbaba en el cielo.
Alfa no entendía
lo que estaba sucediendo y buscaba con su mirada la de la madre, que,
con los ojos, sin embargo, parecía querer evitarla.
«Si
me vais a interrogar, entonces me llevo también a mi hija… además
no tengo dónde dejarla.»
Al escuchar estas
palabras Alfa se enroscó a las piernas de la madre.
«Anduma!»
gritó uno de los hombres, y la
extraña compañía se puso en movimiento: dos hombres armados y una
mujer con una niña agarrada a su falda. No se dirigieron, como
habían dicho, a ver al comandante sino que se metieron por la calle
que llevaba al cementerio, evitando adrede el centro de Crevacuore y,
con las casas, los ojos indiscretos.
Poco antes de
llegar al cementerio había una cabaña
abandonada. La compañía se paró enfrente de aquella pequeña
construcción.
Uno de los
partisanos arrebató a Alfa de la madre, manteniéndola quieta,
luego, Margherita, fue empujada al interior de la cabaña.
La mujer intentaba
zafarse de la presa de las manos de los dos partisanos que le
apretaban los brazos mientras gritaba:
«¿Qué
queréis de mí? ¿Qué queréis de mí?»
Las lágrimas
querían salir de los ojos de Alfa pero la niña no apartaba los ojos
de su madre que, aunque atemorizada, mantenía su orgullo.
De repente, en la
puerta de la cabaña, apareció la figura de Palmo, aparentemente
desarmado, con la boina en la cabeza y los finos labios formando una
mueca.
El hombre se paró
en el umbral de aquella cabaña y su mirada pareció perforar, casi
físicamente, con una violencia inaudita, a Alfa y a la madre, que al
sentir sobre ellas aquellos ojos habían dejado de moverse.
Jefe indiscutible
de los partisanos, Aurelio Bussi, alias Palmo, producía terror con
su sola presencia: a un gesto suyo, los partisanos que se encontraban
dentro de la cabaña, salieron, dejándolo solo con Margherita.
Fueron unos largos
minutos de espera silenciosa en los que incluso las respiraciones
semejaban querer hablar: Alfa no apartaba la mirada de la puerta de
aquella barraca delante de la que había pasado mil veces pero a la
que no había dado ninguna importancia.
De vez en cuando se
escuchaba la voz de Margherita gritar palabras que no se distinguían
pero cuyo sonido confuso
parecía conseguir contar, por si
mismo, todo el
dramatismo del momento, el miedo, la rabia, la impotencia de la mujer
ante una decisión, aparentemente, ya tomada antes de escucharla.
Después todo se
aquietó y se escuchó el sonido de unos pasos.
Margherita salió
vacilante, en primer lugar, seguida a pocos pasos por Palmo: la mujer
tenía el rostro alterado pero la hija, de todos modos, corrió hacia
ella, abrazándola y buscando consuelo entre las manos de su madre,
que se levantaron inmediatamente para acariciar su cabeza.
Alfa se dio la
vuelta, miró al hombre que estaba junto a ellas: los ojos de Palmo
eran fisuras en la fuerte luz estival y su expresión no dejaba
transparentar ningún sentimiento..
«Ha llegado tu
hora, Margherita. Vosotros dos, Ricciotti y Giubelli
siempre habéis sido mi ruina, siempre me habéis dado que hacer,
¡sois un puñado de fascistas y de delincuentes!»
El susurro de la
voz del jefe partisano resonó despiadado, como una ráfaga de viento
frío, en la explanada delante de la cabaña.
Palmo hizo una
señal con la cabeza, en dirección a sus hombres, y los dos
partisanos que estaban más cerca de Margherita, comenzaron a
empujarla por el sendero que subía hacia el cementerio, y después
de unos pocos pasos apareció ante los ojos de la mujer y de Alfa un
ancho muro gris.
Lo que estaba a
punto de suceder resultó muy claro para ambas.
Ya no quedaba
espacio para las ilusiones.
Los hombres que la
habían conducido a empellones hasta allí habían aflojado la
presión en los brazos de la mujer, que ahora podía abrazar
estrechamente a la hija manteniéndole la cabeza apretada contra el
estómago.
La niña, con sus
míseros diez años, sintió los latidos enloquecidos del corazón
materno, tum, tum, y estrechándola con fuerza fue consciente, en su
joven corazón, de lo que estaba a punto de suceder.
Un partisano, al
que los otros llamaban Orlando, se acercó a las dos mujeres
intentando apartar a Alfa de los brazos de Margherita.
«Pietà l’è
morta!»
gritaban los otros incitando al muchacho a actuar con mano dura y no
dejarse llevar por la compasión.
Alfa gritaba, no
quería soltarse y se resistía dando patadas, con la cabeza baja.
El hombre la
arrancó del cuerpo de la madre con un gesto decidido y la arrastró
como si fuese un fardo: las rodillas de la niña se pelaron en las
piedras de la grava, pero la pequeña no sintió dolor, sólo tenía
oídos para los gritos de la madre.
«¡No, no,
socorro, no! ¡Alfa! ¡Alfa!»
Arrastraron lejos a
la chiquilla y vio a la madre retenida con firmeza por uno de
aquellos hombres armados, luego vio a Palmo hablar con los otros,
pero no distinguió las palabras.
En ese momento el
partisano Orlando, que todavía mantenía agarrados firmemente los
brazos de Alfa, le presionó su cara contra su tórax, cubriéndole
los ojos, quizás en un gesto de extrema piedad. La niña con la cara
encima del partisano, escuchó la primera explosión, luego un
barrido de ametralladora.