Antes de entrar en casa, Eleonora, con el cigarrillo encendido en la
boca, cogió la correspondencia del buzón. Era la primera hora de la
tarde del 21 de diciembre de 2012, el aire era límpido, un gélido
viento del noroeste había eliminado todas las nubes y el sol
resplandecía aunque, a pesar de toda su fuerza de voluntad, no
conseguía caldear la atmósfera como le hubiera gustado. ¿Alguien
había dicho o escrito que ese día debía acabarse el mundo? Puf,
Eleonora no parecía percibir en el ambiente extrañas señales de
terremotos o inundaciones o de otras catástrofes naturales
inminentes. Más bien era su corazón el que se había sumido en la
oscuridad más absoluta desde hacía unos días, desde que su
compañera Cecilia le había confesado que se había enamorado de un
hombre y no quería saber nada más de ella. ¿Por qué? Se
encontraban tan a gusto juntas, podían dar rienda suelta libremente
a todos sus instintos sexuales y gozar plenamente del placer que cada
una hacía sentir a la otra. Cecilia nunca sería feliz con un hombre
como podría haberlo sido con ella. Definitivamente debía intentarlo
otra vez para que su dulce compañera regresase con ella. Entró,
puso en el suelo las bolsas de la compra, que había arramblado a la
buena de Dios en el supermercado donde trabajaba como cajera, y apoyó
las cartas sobre la mesa. Finalmente consiguió dar una calada al
cigarrillo y apagarlo en el cenicero, justo a tiempo para evitar que
un par de centímetros de ceniza cayesen al suelo reluciente. Entre
todas las cartas, su mirada fue atraída por uno de aquellos sobres
acolchados, de los que se usan para enviar Cds o libros pequeños,
para evitar que el contenido se pueda dañar antes de ser entregado.
No tenía remitente. Con el corazón que se le salía del pecho abrió
el sobre, esperando que fuese un mensaje de Cecilia. En el interior
sólo había una cartulina cuadrada con un extraño dibujo. Círculos
y arcos de círculo trenzados y entrecruzados entre ellos simulando
un extraño efecto óptico de figura
en tres dimensiones. Los ojos de Eleonora miraron fijamente la imagen
que, aparentemente,
comenzó a girar, cada vez
más rápidamente, como un molinete que quisiese atraer todo hacia su
centro. La mujer perdió la noción de la realidad y empezó
a ver algunas
letras salir desde el centro de la figura, para dirigirse hacia su
mente y quedar fijadas en un remoto ángulo de su cerebro como clavos
incrustados en la pared a fuerza de martillazos. El conjunto de las
letras, en un cierto momento, formó una frase: MATA Y MÁTATE. TU
ARMA ES EL FUEGO.
La imagen,
poco a poco, dejó de dar vueltas y Eleonora volvió a ser consciente
del ambiente que la rodeaba, pero no de sus acciones, que ahora eran
dictadas por aquella frase impresa en su subconsciente.
Cogió el
teléfono móvil y llamó a Cecilia.
— Necesito
hablarte. Tranquila, será la última vez, luego serás libre de
marcharte con tu hombre. Dentro de dos horas delante de las
instalaciones deportivas, te espero dentro de mi coche.
Colgó sin darle tiempo a responder, sabía que la
amiga se presentaría a la cita. Se preparó cuidadosamente,
escogiendo ropa elegante e inundándose de desodorante. Puso atención
en el arreglo del cabello y roció laca en abundancia para mantener
el peinado. Se puso sus pendientes y sus piercing y, finalmente,
dedicó tiempo a maquillarse: base, maquillaje, lápiz de labios.
Finalmente se miró en el espejo juzgando el resultado más que
satisfactorio. No pudo evitar, mientras miraba su imagen reflejada,
llevar una mano al bajo viente, acariciar su monte de Venus y sentir
un pequeño escalofrío.
A partir de entonces supo exactamente lo que debía
hacer. Antes de llegar al lugar de la cita se pasó por el estanco y
compró un paquete de cigarrillos y algunas bombonas de gas para
mecheros. La muerte llegaría enseguida después del último e
intenso acto de placer.
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