sábado, 11 de abril de 2020

Una bruja moderna, segunda parte

El día siguiente transcurrió con normalidad. Fui al trabajo, tuve un par de reuniones, comí en un restaurante de Santa Cruz con una amiga, volví a casa, seguí trabajando desde mi ordenador, que estaba conectado con la oficina, durante poco más de dos horas y, cuando llegó el momento, cogí el teléfono y llamé a Esmeralda. Todo se había resuelto satisfactoriamente. Mi marido, al parecer, estaba curado. Tenía razón, su amor por mí era fuerte e intenso. Ya no volvería a mirar a nadie más en su vida. Nunca más me sería infiel. De todas formas, faltaba la última prueba, si la pasaba con éxito podríamos volver juntos a casa esa misma noche. Estaba exultante. No me lo podía creer. Le repetí cientos de veces lo agradecida que estaba por todo lo que había hecho por nosotros. Esmeralda, aunque estaba convencida de que había resuelto nuestro problema, deseaba hacer una última prueba: había organizado una pequeña fiesta con unos cuantos amigos para esa misma noche; si Carlos la pasaba, podía estar segura de su definitiva curación, si no la pasaba podríamos intentar todavía otros métodos para sanarlo de su infidelidad. Pero no quería adelantar acontecimientos. De lo que sucediese esta noche dependería nuestra futura actuación con respecto a él.
Nunca había visto tanta gente guapa reunida en un mismo lugar. Las amigas y amigos de Esmeralda eran tan hermosos y fascinantes como ella. Cuando llegué estaban todos degustando canapés y deliciosos licores en el enorme y moderno salón de la planta baja de la casa. No veía a Carlos por ninguna parte.
Esmeralda me recibió engalanada con un ceñido vestido de seda negro, con un discreto escote en la parte delantera, pero que mostraba casi en su totalidad la bien formada espalda de la bruja.
-Voy a buscar a tu marido. Tranquila, todo saldrá bien.
Mientras ella subía las escaleras, camino de la habitación donde había dejado el día anterior a mi marido, sus amigos tuvieron a bien presentarse y darme conversación hasta su regreso. Cuando ella entró de nuevo en el salón, esta vez acompañada de Carlos, pude realmente constatar que se había producido un milagro. Carlos ignorando al resto de la gente que había en la estancia, se dirigió directamente hacia mí y me dio, en presencia de todos, un beso tan apasionado que casi me deja sin respiración. Cuando me recuperé de la sorpresa y miré a mi alrededor, pensando que todos nos estaban mirando, me sorprendí al darme cuenta de que nadie pareció percatarse de lo que había  ocurrido. Semejaba que a ninguno de ellos le interesaba lo que mi marido y yo pudiéramos decir o hacer, y tampoco parecía que a Carlos le importasen ellos. Estaba profundamente asombrada. Realmente esta mujer era una bruja, aunque no como las que nos habían descrito los viejos libros de cuentos y de leyendas.
Estuvimos un buen rato disfrutando de la compañía de Esmeralda y sus atentos y simpáticos amigos hasta que llegó la hora de marcharnos; entonces Esmeralda nos acompañó a la puerta.
-Tenías razón. Te ama mucho y siempre te ha amado. De otro modo no hubiera sido posible una curación tan rápida. Me alegra haberos sido útil.
-Soy tan feliz que no sé cómo agradecerte todo lo que has hecho por nosotros.
-No tienes que agradecerme nada. Ya es bastante recompensa veros juntos y felices, seguros de vuestro amor.
-De todas formas, tenemos que hacerte algún regalo para demostrar nuestro más profundo reconocimiento –respondió Carlos, sin expresar la más mínima emoción por estar en presencia de una hermosa y fascinante mujer.
-Como queráis pero, repito, no es necesario. Hasta pronto –respondió ella mientras nos estrechaba la mano a modo de despedida.
Nosotros volvimos a nuestra casa con el mismo taxista amigo de Esmeralda que, del mismo modo que el día anterior, nos estaba esperando a la puerta de su vivienda. Antes de que el taxi se pusiese en marcha pudimos oír el eco de las risas y de las animadas conversaciones procedentes del salón de la moderna bruja.
Mientras Carlos y Mariana charlaban animadamente en el sofá de su casa Esmeralda estaba despidiendo a sus amigos en la suya. Cuando por fin quedó a solas siguió la rutina que desde hacía unos años se había impuesto: fue a comprobar que todos sus perros estaban en perfectas condiciones, dejó a cada uno de ellos un caramelo, semejante al que le había dado a Carlos el día anterior, en sus respectivos cuencos de comida; cerró la puerta del jardín, apagó todas las luces de la planta baja, comprobó que tanto la puerta de entrada como las ventanas estaban correctamente cerradas y la alarma conectada y, sólo entonces, cogió un pesado candelabro con una enorme vela azul, la encendió y subió las escaleras para dirigirse a su dormitorio.
Era esta la única habitación que no había mostrado nunca a ninguna de sus clientes; era un sitio íntimo en el que nunca nadie había entrado, ni siquiera sus mejores amigos, ni tampoco ninguno de sus amantes; para esos menesteres poseía otra casa. Esta vivienda de la calle de la Merced era su castillo inexpugnable, al que sólo se accedía por estricta invitación y esta habitación era su celda, su lugar sagrado, donde ella dejaba vagar sus pensamientos con tranquilidad sin miedo a posibles intromisiones.
Era muy parecida a la estancia en donde Carlos había permanecido encerrado las últimas veinticuatro horas sólo que ésta habitación estaba profusamente amueblada con elementos encontrados en anticuarios de todas las partes del mundo. En la habitación había, aparte de una cama con dosel, un baúl a los pies de la misma, dos hermosas y pequeñas mesitas de noche a ambos lados de la cabecera, un armario ropero pegado a una ventana con vidrieras, un enorme buró donde Esmeralda todas las noches, sentada en una cómoda banqueta forrada de terciopelo rojo, antes de sumergirse en la suavidad de sus sábanas de seda, escribía su diario. Al lado una puerta labrada daba paso al vestidor de la moderna bruja. A diferencia de la otra puerta esta no tenía ni cerradura ni pomo que pudiese servir para abrirla. Ni falta que hacía. En cuanto Esmeralda se acercó a ella la puerta se abrió silenciosamente y dejó ver un pequeño cuarto con un sillón de orejas en donde se encontraba un precioso pijama de dos piezas del mismo color que los ojos de Esmeralda. Se lo puso y a continuación salió del cuarto que se cerró a su espalda de la misma manera silenciosa que en su apertura.
Luego se sentó en la banqueta, bajó la pesada tapa y acarició con evidente cariño un enorme libro con tapas de cuero viejo en las que no había ningún tipo de inscripción ni símbolo. Cogió una pluma de ave que había a su derecha, la introdujo en un pequeño y hermoso tintero de plata y, de la misma forma que la puerta, nada más acercar la pluma al enorme libro este se abrió por la página adecuada y Esmeralda comenzó a escribir:

8 de octubre de 2005
He ayudado a otra mujer. Todo ha salido según lo planeado. He perfeccionado el método. Ahora ya no me desespero con ellos, los trato como si fueran niños pequeños. Sigo convirtiéndolos en perros para enseñarles lo que significa la palabra fidelidad y les muestro la foto de su compañera, novia, amante o esposa para que la relacionen con el ser al que deben ser incondicionalmente fieles y también les enseño el dolor que se siente cuando se es ignorado. La mayoría comprenden cómo deben comportarse: los llevo a pasear y les impido que traten con otros perros, al fin al cabo son humanos y no puedo interferir en la relación entre especies, y aprenden que sólo deben obedecer a mi voz y que cuánto más dóciles sean conmigo más cerca están de recuperar su forma humana. Acaban comprendiendo el valor de tener a alguien a quien amar y con el que compartir su vida, sus alegrías y sus tristezas, sus éxitos y sus fracasos. A algunos debo tratarlos más cruelmente que a otros, como a los seis que tengo en el jardín, que todavía no han aprendido la lección, ni creo que la aprendan en la vida. Esos son casos perdidos aunque siempre mantengo la esperanza de que puedan ser curados. Pero en cuanto los vuelvo a convertir en hombres olvidan mis enseñanzas y vuelven a reincidir en su lascivia. Con Carlos fue sencillo; quizás demasiado fácil, espero que no tenga que volver a tenerlo de cliente. Es un hombre muy atractivo y, aunque en todo el tiempo que llevo haciendo este trabajo he conseguido no sentirme atraída por ninguno de ellos, con él me resultó más difícil. Al fin al cabo, aunque bruja también soy humana. Pero yo estoy aquí para ayudar a sus compañeras no para sumirlas en la desesperación por un capricho de mi instinto sexual.
He logrado mejorar la píldora transformadora. Antes, cuando dejaba de surtir efecto, los que la tomaban recordaban, aunque de forma nebulosa, no haber sido ellos mismos durante un tiempo. Ahora he conseguido fabricar un componente que permite que olviden totalmente su etapa de animales y que sólo permanezcan en su subconsciente las pautas de comportamiento que deben seguir con la persona con la que están conviviendo. Tampoco sufren ya con la transformación, como ocurría al principio, cuando era tan lenta que incluso algunos observaban aterrorizados como sus miembros y todo su cuerpo se llenaba de un espeso y oscuro pelo, y cómo sus miembros inferiores eran incapaces de sostenerlos en posición vertical. Lo que antes duraba cinco minutos he logrado reducirlo a apenas treinta segundos. El cambio de naturaleza es casi instantáneo e indoloro y eso también es importante. No deben de sufrir innecesariamente.
Estoy satisfecha con lo que hago y me gusta ayudar a la gente. Espero poder seguir haciéndolo durante muchos años.

Esmeralda dejó la pluma en su sitio, el diario se cerró y ella volvió a colocar en su sitio la tapa del buró. Luego se dirigió a la cama, leyó durante cinco minutos unas cuantas páginas de un pesado libro que tenía en la mesilla de la izquierda, apagó la vela del candelabro y se durmió.
Como todos los días Esmeralda marchó a su trabajo de programadora en una empresa en el polígono de La Grela-Bens. Le gustaba también este otro trabajo que le permitía mantenerse y hacer lo que realmente deseaba: seguir investigando en el comportamiento humano y utilizar sus conocimientos mágicos para hacer de este mundo un lugar mejor. A las cinco de la tarde regresó a su casa. En cuanto abrió la puerta se dirigió apresuradamente hacia el teléfono, que había escuchado empezar a sonar cuando todavía estaba abriendo la puerta. Era Mariana: esa misma tarde iría a visitarla y a llevarle un regalo para demostrar su agradecimiento por todo lo que había hecho por ellos. Esmeralda no puso objeción alguna a su visita.
Cerca de las siete Esmeralda escuchó el ruido de una furgoneta que se acercaba. Descorrió la cortina de la cocina. Eran Carlos y Mariana. Cargaban entre los dos un paquete enorme; no imaginaba lo que podría ser. Abrió enseguida la puerta y bajó los tres escalones que la separaban de la entrada de la casa para ayudarlos a introducir el paquete en el salón.
-Claudia fue la que nos dio la idea. Parece que te conoce muy bien –dijo Mariana.
-Somos amigas desde que éramos pequeñas –respondió Esmeralda comenzando a desenvolver el enorme paquete que habían colocado, no sin esfuerzo, en su despacho.
Le estaba costando sacar todo aquel papel pues el paquete de vez en cuando se tambaleaba; Esmeralda estaba empezando a intuir lo que podría ser. Y había tenido razón: una hermosa y esbelta mecedora de madera con asiento de rejilla, muy parecida a la que tenía su abuela materna, meiga[1] durante muchos años de su aldea del interior de Galicia.
-Muchas gracias. No teníais que haberos molestado.
-Gracias a ti todo se ha arreglado –replicó Carlos –era lo menos que podíamos hacer.
-Ya nos vamos. Gracias de nuevo –dijo Mariana.
-Espero que no volváis a necesitar de mis servicios como experta, como amiga siempre estaré a vuestra disposición.
-Lo tendremos en cuenta. Ahora debemos irnos. Vamos a celebrar nuestro aniversario de boda –explicó el feliz matrimonio mientras bajaban la escalera que conducía hasta la salida de la casa.
Esmeralda estrechó las manos de ambos y los despidió con un fuerte abrazo de agradecimiento. Generalmente la mayoría de las personas a las que había ayudado no se acordaban más de ella después de resolver sus problemas. Era evidente que Carlos y Mariana eran distintos. Nada más irse subió corriendo las escaleras; quería observar con atención la mecedora. Puede que fuesen imaginaciones suyas pero el mueble le resultaba tremendamente familiar. Entró como una tromba en el despacho, levantó la mecedora y la volteó totalmente. Allí estaba. Su intuición no le había fallado. Semioculta por el polvo de años, en la parte frontal e interior de una de las espirales, el dibujo que ella había grabado con una pequeña navaja cuando sólo tenía siete años y su abuela empezó a introducirla en los misterios de la magia, las pociones y los sortilegios. Era la mecedora de su abuela.





[1] En gallego, bruja