El silencio y la soledad reinaban en aquella habitación del
hospital Maggiore di Bologna. Los únicos ruidos que se escuchaban eran los
producidos por las máquinas que había allí y que los médicos controlaban a
intervalos regulares durante el día.
Desde hacía cinco días el cuerpo de Luigi Mazza yacía inmóvil
en estado de coma farmacológico, inducido por el equipo de expertos
anestesistas después del grave accidente de tráfico que le había causado un
traumatismo craneal curable, según la opinión de los médicos, sólo de aquella
manera.
Cuando había llegado en la ambulancia a urgencias,
transportado con toda rapidez con las sirenas sonando desde la autopista de
circunvalación de la capital Emiliana, el hombre había sido diagnosticado
rápidamente en estado crítico y le habían atribuido un código rojo; después de
mucho esperar se llevaron a cabo todos los exámenes pertinentes y le habían
dado un diagnóstico de pronóstico reservado.
Vivía solo: ni siquiera había tenido nunca la intención de
casarse, por lo que el único pariente que le podía ayudar era su hermano,
Mario, el cual, en cuanto recibió la noticia de los técnicos de urgencias había
llegado enseguida a informarse sobre las condiciones de Luigi, consiguiendo,
sin embargo, verlo sólo un momento mientras lo trasladaban en camilla a la
habitación donde se encontraba ahora.
Sin darse cuenta de nada, a Luigi lo visitaba a diario el
hermano que sólo podía limitarse a mirarlo desde detrás de un cristal. Se
quedaba aproximadamente una hora al día, mirándolo fijamente con la vana
esperanza de infundirle la fuerza para sanar, y a menudo se iba sin decir una
palabra, ni siquiera a los médicos.
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