Antes de que la oscuridad comience a descender como la nieve
recubriendo todas las cosas, la luz se atenúa, esparciéndose suavemente sobre
la ciudad y sus gatos que están sobre los tejados, sobre los chopos y sobre los
tilos, en las playas, en los bosques, en los automóviles y en el campo, sobre
los libros y los chavales en motocicleta y sobre el agua que por doquier
refleja y multiplica los colores.
En las casas cada ventana va cambiando de color y anuncia la
noche por venir.
Por último, el horizonte se incendia de naranja y azul para,
a continuación, cambiar lentamente al azul marino.
Es el crepúsculo el momento de los pensamientos, de los
recuerdos, de los suspiros profundos y de la respiración contenida. Si se
pudiesen contar se descubriría que en ese momento existen en el mundo el mayor
número de ojos dirigidos hacia el cielo.
En ese instante, todo aparece en su belleza más absoluta:
incluso las anónimas y frías áreas llenas de fábricas amontonadas en los
confines de las metrópolis, cuando el perfume de la brisa ligera invade las
inmensas carreteras todas iguales, desiertas y ahora ya silenciosas.
Exactamente allí, en aquel día de mayo avanzado, en el mismo
centro de un inmenso y vacío patio de carga y descarga, trae y lleva, derecho e
inmóvil con el atardecer de fondo destacaba un caballero, envuelto en un abrigo
bien puesto y abotonado, al lado de un viejo y cuidado automóvil acabado de
aparcar exactamente en el centro de aquel gris lago de asfalto.
Inspiró profundamente, inmerso en el silencio sólo roto por
algún trozo de periódico que intentaba, sin resultado, salir volando, y luego
expiró lentamente.
Abrió la puerta y, flexionando las piernas, se echó hacia
delante sobre el asiento. Cerró los ojos, con los puños sobre el asiento, venteando
a pleno pulmón el aire perfumado.
Luego se levantó, miró a su alrededor, cogió con suavidad un
frasquito de un recoveco entre los asientos de atrás, se lo metió en el
bolsillo, y se apartó: cerró la puerta con cuidado y acarició la carrocería con
suavidad.
Finalmente, le dio la espalda y se puso a caminar
lentamente. Sin volver a mirar atrás llegó al límite del desolado aparcamiento.
Después de desaparecer detrás de un desportillado muro gris, se puso a recorrer
un enorme pasillo delimitado por chapas onduladas, ahora ya oxidadas.
Pasados unos minutos la oscuridad comenzó a esparcirse
lentamente por doquier, como polvo de cenizas, ocultando cualquier imagen:
aparecieron, de repente, anchos conos de luz de las farolas y en el cielo
espectrales lámparas rojas mostraban torres invisibles.
Con la mirada baja, el hombre, que se llamaba Asdrubale,
miraba sus pasos y escuchaba con claridad su sonido, en el silencio que lo
rodeaba, oyendo con claridad el ritmo alternante del pie derecho y del izquierdo:
no es notaba ningún ruido, en aquel día que ya se convertía en noche, excepto
el eco débil, distante e informe, del estruendo de la metrópoli al fondo de
aquel pequeño mundo.
También en su mente las preguntas ya habían enmudecido. Las
respuestas, en cambio, no tenían ninguna importancia y se habían disuelto hasta
desaparecer, inútiles.
Todo parecía nuevo, límpido, fresco y ligero. Como nunca
antes.
Esta noche era la última vez. Había acariciado aquel viejo automóvil
con amor y gratitud después de haber recorrido juntos durante años las mismas
carreteras de circunvalación, durante el invierno, inhospitalarias y desoladas,
amparado por la calefacción del habitáculo, mientras la radio calentaba el alma
manteniéndolo en contacto con el mundo. Y en verano, a la caída de la tarde,
había soñado con las ventanillas bien abiertas, y también los ojos, fantaseando
sobre las luces que salpicaban el horizonte.
Aquel coche había sido su mundo, su refugio, su compañero
tranquilizador y amable. Siempre había pedido tan poco y en cambio nunca había
hecho preguntas. Estaba convencido de que tenía un alma: casi como
avergonzándose, siempre lo había pensado, en secreto. E incluso había creído,
un día, que era verdad. Una mañana se armó de valor y le habló mientras
conducía, sintiéndose, de repente, para su sorpresa, aliviado de su pequeña
angustia.
Y en última instancia, a los ojos de cualquiera, aquella
última caricia dada con dulzura antes de irse y a punto de acabar el día, parecería
un saludo: una tierna despedida.
Poco tiempo después, también con una pluma estilográfica, le
había ocurrido.
La tenía con él desde hacía años: conservaba un recuerdo
nítido del cumpleaños en la que se la habían regalado, ¡caramba! La baquelita
tenía ya amplios y evidentes signos de uso, irrepetibles y preciosos señales
del sacrificio. Se sorprendió una mañana mirándola y sintiéndose injusto, por
todas las veces que la había considerado un sencillo objeto, y recordó la
consternación que sintió el día en que la había perdido, cuando, con los ojos
entreabiertos, se descubrió hablando consigo mismo: Oh pluma, mi pluma, quién sabe cuán sola te sientes y cuánto estarás
sufriendo. Seguramente te preguntarás cómo he podido olvidarte. Perdón. Perdón.
Te pido perdón.
Y así, tiempo después, objeto tras objeto, poco a poco
comenzó a encariñarse con las cosas como si estuviesen vivas. A veces más que
con las personas porque incluso se había convencido que tuviesen más corazón.
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