Era verano y estaba de vacaciones, tenía tres meses por delante para
investigar la vieja casa del molino construida encima del río. La había
descubierto una mañana que fue a pescar, dos días antes de volver al internado,
en plena primavera. Eran las ocho de la mañana, ya había desayunado, así que
cogió una mochila, metió en ella su máquina de fotos, algo de fruta, su navaja,
un sedal y unos cuantos anzuelos, una tableta de chocolate, un poco de pan y
una toalla, por si le apetecía bañarse; y salió sigilosamente de la pequeña
casa de piedra. No regresaría hasta la hora de comer. Rebeca era una muchacha
sana y fuerte, criada de forma bastante independiente, no tenía amigas, por lo
menos en el pueblo cercano a su casa; poseía una mente bastante abierta y curiosa,
coleccionaba las cosas propias de una chavala de quince años: fotos de
artistas, flores secas y cromos. También le gustaban los insectos, lo cual
desesperaba a su madre.
El sol de la mañana le hizo despertar. ¿Dónde estaba? Pensó todavía
soñoliento. ¡Ya se acordaba! Era el viejo templo de Hermes, abandonado, desde
hacía años, pues el pueblo devoto que en tiempos lo había cuidado desapareció
en la época en que los aqueos habían asolado la región: los habitantes de Acsis
habían huido en cuanto el único superviviente de Epridia, a un día de camino,
llegó sudoroso y lleno de sangre a darles la noticia, mientras celebraban los
juegos florales en honor de su dios. No tenían posibilidad si intentaban
resistir a los aqueos, así que rápidamente recogieron todas sus pertenencias y
huyeron. A pesar de todo, los bravos guerreros aqueos los alcanzaron e hicieron
una carnicería de la que tan sólo se salvaron las mujeres, a las que tomaron
por esposas. La noche le había sorprendido cerca del edificio por eso durmió en
él. De pronto oyó un gorjeo y miró hacia su derecha, encima de una de las
columnas se encontraba un pájaro carpintero. Equilón, el centauro, meditó
acerca de este hecho, hacía poco que su padre había empezado a iniciarle en los
secretos de la interpretación de los augurios: vuelos de pájaros, lectura de
vísceras, la forma de las nubes, etc. Su padre era muy sabio, conocía incluso
los sistemas de adivinación que usaban en las lejanas montañas de Oriente,
donde habitaba aquella raza extraña, de hombres pequeños y cultos.
Por fortuna las lluvias primaverales no habían deteriorado en exceso el
viejo molino, había tenido que atravesar el bosque hasta llegar a él; durante
el camino había logrado sacar unas cuantas fotos bastante curiosas: una camada
de conejos, de pocas semanas, correteando entre los árboles; descubrió a un
búho en una rama demasiado alta como para alcanzarlo; una urraca alimentando a
sus polluelos y también a una serpiente desayunándose una rana. Los árboles de
las márgenes del río habían crecido. Había sido un año pródigo en lluvias y
ahora la naturaleza estaba en pleno apogeo; se fijó en que una de las ramas del
árbol más cercano a la construcción había roto una de las ventanas. La luz,
tamizada por la vegetación arbórea, daba un aspecto irreal al lugar. Pequeños
insectos se deslizaban por la superficie del agua, formando imperceptibles
círculos concéntricos y, de vez en cuando, una rana daba un salto intentando
hacerse con alguno de ellos. La puerta del molino estaba cerrada, al meros
aparentemente. Rebeca se acercó, empujó con fuerza y la abrió; multitud de
hojas cubrían el suelo, algunas de ellas, formando pequeños montones, servían
de nidos: en una esquina. sombría pudo vislumbrar unos cuantos huevos, seguros
dentro de aquel habitáculo; un poco más allá, cerca de la maquinaria que hacía
funcionar el molino, unos polluelos abrían el pico ansiosos esperando su
comida. La escalera parecía estar en buenas condiciones, a cada peldaño Rebeca
se aseguraba de su firmeza. Tomaba todo tipo de precauciones, no quería
romperse una pierna ni nada por el estilo.
¡Pobre Hermes! A Equilón
este dios le caía simpático, con sus sandalias aladas recorriendo el espacio y
llevando mensajes de Zeus a los dioses y hombres. Equilón era muy joven,
impresionable y enamoradizo; su corazón había sufrido ya el desengaño con
algunas jóvenes centauras, pues aunque no era feo tenía un grave defecto: una
de sus patas era ligeramente más corta que las otras, lo que provocaba que no
pudiese corretear de la forma adecuada. El día anterior había visto a una mujer
vestida con coraza y un yelmo, que portaba un arco y flechas en un carcaj; era
sumamente bella. Estuvo siguiéndola durante todo el día, no parecía que se
diese cuenta, tan concentrada estaba en el seguimiento de alguna pieza que
cazar; de repente pareció ver algo, empezó a correr entre los árboles, é1
intentó seguirla pero no podía ir tan rápido como aquella hermosa mujer y la
perdió de vista. El sol comenzaba a declinar, la persecución le había
extraviado. Ignoraba dónde se encontraba. Emprendió la búsqueda de un lugar
donde dormir, fue entonces cuando halló el viejo templo abandonado de Hermes.
Tal vez aquel pájaro carpintero fuera el propio Hermes que regresaba. Se
levantó con esfuerzo y salió de allí. Hacía una mañana espléndida, tenía hambre
y sed. Entró de nuevo en el templo en busca de su arco, luego bajó hasta el
río.
En la parte de arriba, alrededor de una barandilla circular se podían ver
cuatro puertas, que deberían descubrir otras tantas habitaciones, ninguna de ellas
poseía cerradura, así que, teniendo franca la entrada, se dedicó a investigar:
en una de ellas aún se podía ver una destartalada cama de matrimonio, un
armario exento de puertas y una silla. ¿Quién habría dormido en ella? ¿Por qué
dejaron de habitar aquel maravilloso lugar? Había intentado, sin éxito,
enterarse de la historia del viejo molino meses atrás pero nadie supo
explicarle las razones de su decadencia. Pasó a otra habitación, fue a abrir la
puerta y casi estuvo a punto de caer pues daba al vacío. ¡Qué construcción más
rara! ¿Para qué querría nadie una puerta a ningún sitio? La tercera puerta le
descubrió algo asombroso, era por donde el árbol había roto una ventana, y en
esa robusta rama había un nido, y en él se encontraba un polluelo, todavía demasiado
pequeño para volar. Piaba desesperadamente pidiendo comida; esperó durante
bastante tiempo, con la máquina de fotos preparada, quería ver cómo la madre
llegaba a darle de comer, pero el polluelo montaba una algarabía de mil
demonios sin obtener respuesta, se acercó con cautela y entonces comprendió la
situación: había dos más pero no se movían, con precaución los tocó pero
siguieron sin dar señales de vida. Eran crías de petirrojo, y estaban muertas,
por lo menos desde hacía dos días, la madre debió de ser cazada por un gavilán
o alguna rapaz parecida. Buscó en las otras habitaciones, debía encontrar un
bote o una caja y salir a por unos cuantos gusanos para alimentarlo.
El agua era cristalina y fresca, bebió de ella hasta quedar saciado, oyó
unos pasos que se acercaban, miró a derecha e izquierda, a continuación fijó la
mirada desde donde se suponía que había venido aquel ruido, unas hojas se
movieron; tensó su arco dispuesto a defenderse, si era un hombre, o a matar, si
era un animal el que se escondía tras el follaje. No pasó demasiado tiempo
cuando descubrió unos dulces ojos que le observaban curiosos, bajo su arma pues
reconoció a un pequeño ciervo. La madre no debería andar lejos; el animal no
dio muestras de que le temiese sino que se acercó a olisquearle y luego, sin
hacerle el menor caso, se puso a beber. Entonces se fijó en que estaba herido,
tenía incrustada en una de las patas parte de una flecha, la madre, lo más
probable, era que hubiera sucumbido defendiendo a su pequeño. Buscó cerca de la
orilla las hierbas necesarias para curarle, luego se acercó despacio, despacio,
para no asustarlo, y lo inmovilizó. Le sacó diestramente la punta de la flecha,
le aplicó las hierbas, mezcladas con un poco de barro proveniente del lecho del
río y utilizó una enorme hoja a modo de venda; el cervato, que al principio se
revolvió nervioso debido a la maniobra de Equilón, debió experimentar un gran
alivio, pues lamió la cara del centauro hasta dejarla húmeda de saliva. Equilón
no cabía en sí de gozo, había hecho un amigo.
Rebeca encontró lo que buscaba, un viejo frasco de café, bajó
rápidamente, lo lavó en el río y luego se puso a escarbar en la orilla, cogió
un par de lombrices, sacó la navaja, las partió en dos trozos introduciéndolas
en el frasco, subió al molino: la cría devoró con avidez lo que le daba Rebeca,
que observaba fascinada aquella lucha por la vida del pequeño pájaro. Pasó la
mayor parte de la mañana subiendo y bajando del molino, en busca de lombrices y
cogiendo agua. Cuando se dio cuenta era la hora de comer, sacó su pañuelo del
bolsillo, cogió con cuidado el nido, lo depositó en él y haciendo un atadijo se
lo llevó consigo. Su madre pondría el grito en el cielo cuando la viese llegar,
pero no le importaba, estaba contenta porque podría cuidarle y ver cómo
comenzaba a volar.
Equilón miraba encantado al cervato, que poseía ya unos pequeños cuernos,
de apenas tres centímetros de altura; lo acarició un momento, recogió su arco y
emprendió el regreso a sus queridas montañas. Llevaba hecha la mitad del
camino, estaba cansado debido a su pata. defectuosa, y decidió descansar al
amparo del milenario roble que marcaba el inicio del territorio de los
centauros. Y el cervato se posó a su lado pues no había dejado de acompañarle,
sin que él se enterase lo más mínimo, durante todo el camino.
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