5. De sorpresa en sorpresa
Amaneció
el día claro de nubes, aunque bastante frío, y después de un copioso y
reconfortante desayuno los gemelos se ofrecieron a llevarlos a Baden-Baden.
Apenas hablaron durante el trayecto. Llegaron con tiempo de sobra para coger el
avión, Hans y Otto se despidieron en ese momento, pues tenían que ir a ver al
notario que llevaba los asuntos de su difunto padre, debían informarle que las
gestiones acerca de las estufas habían tenido un final feliz, además él sabría
posiblemente donde se encontraba la llave del desván. Aún les quedaban dos
horas de espera hasta embarcar rumbo a Santiago; las dedicaron a dar un paseo
por el aeropuerto, tomar algo en el bar y consignar los equipajes.
Juan
Alfonso estaba tan cansado que nada más despegar el avión se quedó dormido, y
soñó, soñó otra vez con el castillo, pero, habiéndolo conocido todo parecía más
real: los corredores, las habitaciones, incluso los criados, tan sigilosos y
callados que parecía que no existieran, se le presentaron durante el sueño más
claramente que en todos estos días; los recuerdos de lo real se mezclaron
con lo leído y escuchado, y conformaron
un sueño extraño y desasosegante en donde se veía vistiendo unas estrafalarias
ropas, en lo que reconoció era el actual comedor, pero no estaba dispuesto tal
y como lo había visto, no lo se percató hasta ver el paisaje que aparecía por
la ventana; al fondo de la sala había una tarima y sobre ella, forrado de
carmesí y oro, un sitial. La estancia estaba rodeada por toscos bancos de
madera a su derecha y por sillas forradas de terciopelo verde a su izquierda;
además, tanto unas como otros, estaba situados en un nivel muy inferior al del
sitial, puesto que se encontraban inmersos en un foso que, posiblemente debido
a su profundidad, haría que quienes estuviesen sentados en ellos semejasen sólo
cabezas. En el centro de la habitación, a la misma altura que el sitial, se
encontraba una de las estufas, y excepto en el lugar de su ubicación, el resto
de la sala estaba cubierta por lo que pensó era una extraña tela de color beige,
de apariencia quebradiza; la iluminación era siniestra, pues tan sólo unas
cuantas hachas a duras penas lograban romper la penumbra del salón; no había
nadie, estaba solo, se dirigió sin dudarlo al foso de los bancos y tomó
asiento. No tardó en llenarse la habitación de gente vestida de todas las
épocas inimaginables, lo más extraordinario era que no poseían rostro, era como
si esa parte de su cuerpo estuviese desenfocada, vislumbrándose confusamente
que allí existían unos rasgos; ninguna de aquellas figuras hablaba ni emitía
sonido alguno, el silencio era absoluto, intentó por todos los medios articular
palabra pero de su boca no salió ningún sonido. De repente la estancia se
iluminó con una luz roja, proveniente de no se sabe donde, y la gran puerta se abrió
sin emitir ningún ruido, Juan Alfonso miraba a todas partes y por mucho que se
esforzó en observar todo lo que estaba ocurriendo no se percató de la entrada
de aquella figura enteramente vestida de negro y que ahora ocupaba el sitial,
era como si se hubiera materializado directamente en él. El ambiente empezaba a
ser sofocante, apenas podía respirar, se iba a ahogar, se estaba ahogando...
despertó bruscamente dándose cuenta de que al haberse dormido el cuello de su
camisa se había retorcido y le apretaba el gaznate; Eduardo dormitaba a su lado
y no se dio cuenta de su angustia.
El
resto del viaje se desarrolló apaciblemente, las estufas tardarían un par de
días en llegar, contra entrega el dinero sería ingresado en la cuenta de los
gemelos y sólo quedaría que el misterioso cliente de Eduardo escogiera una de
ellas. A Juan Alfonso no le importaba cuál quedarse, en la vida había imaginado
poseer una, así que le daba lo mismo cuál de ellas sería suya, ambas eran una
maravilla. La aventura había terminado, la estancia en el castillo le había
encantado, si hubiera sido por él se hubiera quedado mucho más tiempo, le
hubiera gustado encontrar el diario en algún escondrijo del edificio. El avión
tomó tierra y Juan Alfonso dejó de reflexionar acerca del asunto.
Dentro
de un par de días tendrían que volver al aeropuerto a recoger las estufas,
bueno, volvería él pues Eduardo debía trabajar, y entonces también conocería al
misterioso comprador.
La
tienda no tenía un éxito furibundo (nunca lo tienen los locales que se dedican
a las antigüedades) pero su hermano menor había logrado vender un par de
objetos bastante interesantes y de gran valor. La gente entraba a curiosear y
de vez en cuando se llevaba algún pequeño objeto. En realidad estaba bastante
bien teniendo en cuenta que hacía apenas un mes que se había inaugurado.
Durante la noche volvieron los sueños extraños, escenas en un castillo
cambiante con gente estrafalaria y objetos imposibles, sueños de los que se
despertaba sudoroso y con la sensación de que algo siniestros estaba a punto de
suceder. En contraposición, la noche anterior a la llegada de las estufas,
durmió como un tronco. Se levantó descansado y optimista, en el cielo de Coruña
no se vislumbraba ni una nube, lo cual era bastante extraordinario. Desayunó,
contra su costumbre, sólo un café con leche. En casa todos habían salido,
incluso su padre, que dedicaba las mañanas a arreglar cualquier tipo de
artefacto que se hubiera estropeado en casa o que le había dejado algún
conocido o amigo. Era realmente inusual en él salir tan temprano. Tenía que pasar a recoger a un amigo que le iba a
ayudar a cargar la estufa en su camioneta, en su coche era imposible que
cupiese semejante marmotreto.
El
avión llegó a la hora, se sorprendió mucho al encontrar en el hangar de
descarga a su padre, pero el misterio quedó aclarado cuando le desveló que él
era el misterioso comprador. Desde luego el viejo era una tumba para las
confidencias cuando se lo proponía, en ningún momento antes de su viaje a
Alemania había insinuado que sabía quién andaba detrás de las estufas. Bien,
resultó que eran su regalo de cumpleaños.
Hacía
una semana que había vuelto a Coruña y aún no había tenido tiempo de
desembalarlas, allí seguían: una en el sótano de la casa de Coristanco, en
donde había un billar y una mesa enorme de roble, así como una mesa de
ping-pong y un confortable tresillo frente a una lareira[1]; la otra, tal como había
imaginado, en la biblioteca desde donde se veía el bosque; todavía permanecían
en sus cajas, envueltas en gruesas capas de guata.
Ahora
que eran suyas quería disfrutar del momento en que tranquilamente las
desembalaría; junto con las cajas había una carta de los gemelos en donde le
informaban que, aunque habían logrado abrir la puerta del desván y revisado
este escrupulosamente, no habían encontrado ni rastro del famoso diario, y el
notario que se había ocupado del testamento tampoco había conseguido darles
ninguna pista al respecto, estaban convencidos de que el tal diario, si había
existido en realidad, haría ya bastante tiempo que se habría destruido.
Por
fin se decidió, ese mismo fin de semana iría a Coristanco y las instalaría;
avisó a Eduardo, estaría encantado en ayudarle.
El
sábado amaneció nuboso, con esas nubes grises que presagian tormenta, pudiera
ser que incluso pusieran en funcionamiento alguna de las estufas. Fue a recoger
a su amigo muy temprano, la gente solía ir a sus pequeñas casas y chalets,
incluso en un día tan desapacible como este. Menos mal que no iban lejos. La
casa de piedra granítica la había heredado su padre hacía mucho tiempo y
conservaba bastantes muebles antiguos pues no había dejado que su esposa la
redecorara; durante muchos años habían ido a ella todas las vacaciones y fines
de semana, y aunque hacía un par de años que no la utilizaban tan asiduamente,
se encontraba en unas óptimas condiciones de limpieza y conservación gracias a
un matrimonio que se preocupaba de limpiarla y de mantener el jardín y el
huerto perfectamente cuidados. En la parte trasera se había construido una
piscina, su padre era un gran amante de la natación, así como el resto de los
hermanos de Juan Alfonso, y uno de ellos había tenido la genial idea de
climatizarla y cubrirla con un tejado que en verano podía hacerse desaparecer.
Había avisado al matrimonio de su llegada, así que tenían todo el sitio para
los dos solos, la nevera estaba a rebosar de alimentos y había leña suficiente
para encender la lareira si les apetecía. Se tomaron la mañana con calma
escogiendo las habitaciones en donde dormirían y salieron al pueblo a tomar
unos vinos; fue después de comer cuando se pusieron manos a la obra. Había que
sacar toda la guata que envolvía las estufas y limpiarlas bien antes de
probarlas. Esto les llevó toda la tarde; no habían sufrido mal alguno, una de
ellas, la que habían instalado en el sótano, había sido restaurada: cuando
estuvo totalmente limpia pudieron darse cuenta de que unos cuantos baldosines,
próximos a la puerta por donde se introducía el combustible, resaltaban entre
el resto. El trabajo había sido obra de un experto pues el dibujo era tan
parecido al del resto de la estufa que si Juan Alfonso no hubiera estado seguro
de la antigüedad del mueble, hubiera pensado que lo había hecho la misma
persona que la concibió en origen.
Si ya
cuando las había admirado en el castillo le parecieron hermosas, ahora su
asombro no tuvo límites, pues los colores, los rojos, los azules y los verdes,
resaltaban mucho más: el dibujo estaba compuesto por figuras de pájaros
emparejados y rodeados de hermosas volutas. Los asientos también poseían en
todo su perímetro las mismas volutas de ramas con hojas del resto del mueble,
pero dibujadas a una escala menor. El asiento de la izquierda estaba decorado
con pintura roja mientras que el de la derecha lo estaba con pintura verde;
podía imaginarse perfectamente al matrimonio con aquellos ropajes complicados
del siglo XVI alemán, sentados tranquilamente en una fría y nivosa tarde
invernal, cada uno de ellos dedicado a sus quehaceres respectivos, tal vez a
sus pies un par de perros dogos dormitaban al calor de la lumbre y la campana
de la iglesia llamaba al último oficio del día.
Después
de la limpieza sintieron realmente hambre y aviaron un suculento piscolabis que
devoraron con ansia, la noche había empezado a caer y el ambiente se había enfriado
en demasía; entrada la primavera las noches todavía eran muy frescas y de vez
en cuando había que poner la calefacción, quizás estaban tan ansiosos por
probarlas que se convencieron de lo inclemente del tiempo para darse una excusa
para encenderlas.
Decidieron
probar la de sótano, la que tenía los dos asientos. Recogieron un poco la mesa
de la enorme cocina y bajaron presurosos al sótano. Aún tardaron un buen rato
en hacerla funcionar, la leña estaba algo húmeda y no prendía con facilidad,
pero al fin sus esfuerzos se vieron recompensados, la madera empezó a crepitar,
cerraron la portezuela y se instalaron cómodamente en los asientos, era una
delicia sentir aquel tibio calor que desprendían los baldosines, sólo
necesitaban una fina manta para las piernas y sería perfecto.
-Nunca
hubiera imaginado estar así en uno de estos artefactos-dijo Eduardo-verlas en
el castillo ya me pareció estupendo, pero estar sentado en una de ellas...
Desde luego la nobleza alemana sabía vivir bien y rodearse de cosas bellas y
útiles; siempre me ha fascinado de los alemanes su mente práctica, y cómo han
sabido aunar la utilidad y la belleza, si hubiera sido un español a lo mejor se
le hubiera ocurrido el sistema, pero decorarlas con tan buen gusto... ¡quien
sabe! ¿me permitirás hacerles unas fotos?
-Por supuesto-respondió
Juan Alfonso, que había permanecido con los ojos entornados mientras su amigo
le hablaba-todas las que quieras, como si deseas traer a tus alumnos de visita;
has de saber que esta casa de piedra es uno de esos pequeños pazos del XVII que
pululan por toda Galicia, y que muchos de los muebles que ves aquí son
realmente antiguos, están muy bien conservados pues mi padre se dedica a ello;
mañana con más calma te enseñaré todo lo que hoy no hemos tenido tiempo de ver
y estoy seguro que te encantará.
A pesar
de todo el tiempo que la estufa había permanecido inactiva funcionaba a la
perfección, aquella tibieza que daban los baldosines, aquel suave crepitar del
fuego, hacía que la mente soñadora de Juan Alfonso, de vez en cuando, vagase
por otros lugares y épocas, era algo que no podía evitar. Empezó a llover y el
viento ululaba en la noche pero ellos al amparo del bello artefacto sonaban
cada uno con sus cosas, de tanto en tanto entre ellos se hacía el silencio,
permaneciendo callados un buen rato, luego tornaban a hablar: de la infancia,
de sus estudios, de sus trabajos y aficiones. Pasaron así buena parte de la
noche, alimentando con leña y piñas el hermoso fuego que ardía feliz en las
entrañas de la estufa. De repente oyeron que algo se quebraba, se levantaron
rápidamente y de inmediato se dieron cuenta de que los baldosines más nuevos se
habían despegado y caído al suelo. Fue una verdadera sorpresa lo que apareció
ante ellos; es decir, hubieran esperado ver el color rojizo de los ladrillos
refractarios y en vez de eso se presentaba ante sus ojos un espacio oscuro.
Juan Alfonso fue el primero en acercarse a tocar lo que pensaba que sería algún
tipo especial de cerámica pero se quedó estupefacto cuando se percató de que aquello
tenía la textura del cuero viejo.
-Mira
Eduardo, es cuero, un cuero al parecer muy envejecido, ¿piensas que puede
ser...?
Sería realmente
alucinante, buscándolo por todas partes y... habría que despegar más el azulejo
para comprobarlo
-Déjame ver-dijo Eduardo
mientras sacaba unas gafas de su cazadora de cuero-no, mira, no creo que haga
falta, lo que sea está recubierto alrededor de... creo que es plomo, y parecen
una especie de listones, tal vez si lográsemos sacar uno de ellos no tendríamos
que destrozar ningún baldosín más, por otra parte, pienso que lo lograremos
porque, sin te has fijado, únicamente se han caído los baldosines más nuevos
mientras que los realmente antiguos han permanecido intactos. Busquemos algo
con lo que hacer palanca debajo de uno de los listones para no estropear lo que
sea eso de cuero.
A
Eduardo se le ocurrió subir a la cocina a por una cuchara de madera y, con una
navaja que siempre llevaba en uno de los bolsillos traseros del pantalón, se
puso a trabajar en el mango para conseguir encajarlo entre la estufa y uno de
los lingotes que rodeaban aquel rectángulo de cuero. Probó por todas partes
hasta que logró introducir la improvisada palanca debajo del lingote superior,
cayendo al suelo estrepitosamente al tiempo que también lo hacían el resto de
los lingotes y aquello que habían estado protegiendo. No cabía la menor duda:
era el famoso diario perdido durante tantos años, el libro familiar en el que
se había ido consignando generación tras generación toda la historia de las estufas,
desde su construcción hasta las razones por las cuales tanto las estufas como
el diario fueron cuidadosamente ocultados.
Nos iba
a costar Dios y ayuda traducirlo; en realidad el diario era un tesoro de la
lengua alemana, una serie de manuscritos de las más diversas épocas y de los
más dispares materiales habían sido unificados en aquel curioso libro de antaño
tapas rojas y que ahora aparecía ante nosotros ennegrecido, no de forma
natural, sino como camuflaje por si alguien, y habíamos sido nosotros, descubría
el escondite.
Nos
olvidamos de la estufa, de los baldosines rotos que aún permanecían en el
suelo, e incluso de ir echando más leña, de tal manera que, al estar tan
absortos repasando las hojas y maravillándonos por los dibujos técnicos y las
enrevesadas letras del alemán antiguo, tardamos un tiempo en darnos cuenta de
que estábamos congelados. Eran cerca de las cinco de la mañana y afuera estaba
helando.
¿A
quién podríamos recurrir? No sabíamos qué pensar, ni qué hacer; no veíamos el
momento en que llegase la mañana. Aunque intentamos por todos los medios
conciliar el sueño no lo conseguimos ninguno de los dos, oía a Eduardo dar
vueltas y más vueltas en su cama de la habitación contigua. Tal vez lo mejor
sería llamar a los gemelos, yo tenía algunas nociones de alemán pero eran del
idioma moderno, no sabía ni papa de alemán antiguo. Estuve sentado en la cama
un buen rato intentando descifrar algo de las últimas páginas escritas, las que
databan de los años 40 del siglo XX y sin un buen diccionario que me auxiliase
bien poco pude sacar en claro, a pesar de lo cual pude entender que quien había
escrito aquellas páginas con aquella hermosa letra había sido una mujer, tal
vez la abuela de los gemelos, la que se casó con el profesor de arte, y que
tenía tal aprensión a la historia de las estufas que se negaba a consignar de
qué naturaleza era el secreto que guardaban ambos muebles y pedía a sus
descendientes o a quien encontrase el diario que se abstuviese de leerlo, pues
temía que quien sintiese curiosidad por la historia de aquellos muebles
malditos pudiera provocar que el horror se reencarnase de nuevo. Poco más pudo
entender Juan Alfonso, alguna palabra suelta de advertencia, de desasosiego, de
auténtico terror; pero la razón de todas aquellas prevenciones permanecía
desconocida. Sería necesario traducir todo aquel galimatías de tantos siglos
atrás y al verdad es que no tenía los medios adecuados.
Dejó
el diario encima de la mesilla y se arrebujó en la cama, podía oir a Eduardo
dar vueltas y más vueltas en su lecho intentando conciliar el sueño; Juan
Alfonso apagó la luz y se puso a pensar en si conocía a alguien de confianza
que pudiera ayudarle, dada la antigüedad y la rareza del manuscrito temía que,
si lo ponía en manos de alguien un poco ambicioso y sin escrúpulos fuese
víctima de algún engaño o robo, y pensando pensando se durmió.
Se
levantó con la impresión de haber estado durmiendo un buen montón de horas pero
en realidad estaba amaneciendo; bajó a la cocina, tenía un hambre canina y se
preparó un copioso desayuno a base de huevos fritos con jamón, zumo de naranja
y un café con leche con un par de tostadas untadas de mantequilla y mermelada.
Tenían que contarle a su padre lo que habían descubierto, tal vez él pudiera
encontrar una solución o a lo mejor conocía a alguien de su confianza que
pudiera ayudarles. Salió al jardín, el césped estaba húmedo de rocío y ni una
nube se vislumbraba en el cielo, decidió dar un paseo, probablemente Eduardo
estaría durmiendo todavía. Cuando entró en la casa lo saludó un delicioso aroma
a café, su amigo estaba en la cocina. Le contó sus planes respecto al diario y
una vez recogidas sus pertenencias regresaron a Coruña.
En su
casa estaban empezando a levantarse, incluso los días festivos su padre se
levantaba muy temprano, así que lo encontraron en su rincón preferido de la
biblioteca; le contaron todo lo que les había ocurrido con las estufas y el
descubrimiento del diario; claro que conocía a alguien que les podía ayudar en
la traducción del manuscrito: él mismo. Aunque nunca se lo había contado a su
hijo, en su juventud se había sentido
tan atraído por el alemán antiguo que hizo un par de cursos de
paleografía para poder leer algunas de las joyas de la literatura universal en
su idioma original; aunque hacía mucho tiempo de esto todavía conservaba los
libros y apuntes de cuando había estudiado y pudiera ser que lograra traducir
aquel diario.
A
esto se le llamaba tener suerte, en la vida lo hubiera imaginado: aquel hombre
menudo y siempre liado con sus trabajos de marquetería, electricidad, siempre
con el destornillador y la sierra de calar en la mano, experto, o al menos
estudioso, del alemán antiguo por pura afición; no se lo pensaron dos veces,
tardase lo que tardase, le dejaron el manuscrito e inmediatamente el buen hombre
comenzó a rebuscar en los cajones sus viejos apuntes y libros de paleografía.
Juan Alfonso y Eduardo salieron de la habitación cerrando con cuidado la
puerta; ahora había que avisar a Hans y Otto.
Estaba
deseando que su padre se metiese en faena con el diario, como se lo tomase de
la misma manera que el resto de sus aficiones imaginaba que no saldría de la
habitación en días y ¡pobre del que lo molestase!
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