Tenía suerte
de ser quien era, el hijo de un padre con dinero; lo que no significó que nunca
diese un palo al agua, siempre había sabido buscarse la vida desde pequeño,
cuando sacaba sus tesoros a la calle para venderlos a otros chicos del barrio o
a quien le interesasen.
Todos los domingos por la mañana una
cantidad indeterminada de chiquillos, en la mayoría de los barrios de la
ciudad, ponían sus pertenencias, a veces muy queridas, todas bien colocadas,
encima de una caja de frutas vuelta del revés y cubierta con un viejo mantel.
Regateaban, discutían, pero al final siempre conseguían sacar dinero de un
trompo sin cordel, una caja de música sin bailarina, los libros de texto del
año anterior, o lápices de colores a medio consumir. Él se había hecho con una
mesita de madera que su madre había querido tirar por pasada de moda, y vendía
sobre una tela de raso plumillas, tinteros de porcelana, tazas sin asa, correas
de reloj, figurillas de cristal de Murano, un tirabuzón de cuando se había cortado
el pelo su prima, una tapa de reloj de bolsillo, e incluso el tapizado del sofá
cuando la madre se aburría y le daba por cambiar la decoración.
Siempre le había gustado el
trapicheo. Con el tiempo se convirtió en una profesión, haciéndose un mediano
experto en antigüedades, lo suficientemente experto como para montar su propia
tienda a los veintidós años.
No estaba nervioso, tendría que
trabajar un poco más para ultimar los detalles pero sabía que sería un éxito,
nunca le había salido mal ningún negocio ni nada de lo que había emprendido con
ilusión y arduo trabajo; Juan Alfonso se sabía inteligente. Además, siempre
estaría la familia para ayudarle a salir de cualquier atolladero en que se
metiese, aunque realmente nunca le había ocurrido algo tan grave como para que
ellos tomasen cartas en el asunto.
Los relojes de cuco de la trastienda,
unos valiosos objetos del siglo XV sólo aptos para entendidos, habían dado
puntualmente las nueve de la noche. Casi había perdido la noción del tiempo, de
hecho no se había dado cuenta de la hora que era hasta que los relojes lo
sacaron de su ensoñación. Se había pasado las últimas cuatro horas ordenando y
colocando objetos en los estantes y vitrinas acristaladas y había dejado volar
su pensamiento a sus tiempos de chaval; aunque era un hombre joven, su
prodigiosa memoria le hizo recordar muchos momentos felices de su infancia. A
base de ordenar y darle vueltas a sus recuerdos había olvidado los minutos y
los segundos de los que se compone la realidad, lo que no había sido óbice para
que hubiera puesto cada cosa en su sitio
con esa exquisita elegancia que lo caracterizaba, la misma con la que
había decorado su habitación, de forma tan particular y sensata que todo el que
lo conocía, cuando penetraba en su alcoba, sentía una placidez y tranquilidad
tales que permanecían en ella más tiempo del que se habían imaginado poder
pasar.
Todavía le faltaban un par de cosas,
y su vuelta al mundo terrenal le hizo sentir que desde el mediodía no había
probado bocado; así que cerró la tienda, conectó la alarma de su invención, y
se dirigió a un restaurante italiano, una trattoria, ubicada detrás de la Iglesia de San Andrés: le
encantaban los spaghetti, la lasaña y, sobre todo, los canelones con carne. Era
jueves y todavía demasiado temprano, tan sólo una pareja de novios comiendo
acaramelados unos fetuccini; cogió una mesa al lado de la ventana, pues le
gustaba observar la parte de atrás de la iglesia y la oscuridad del callejón.
Al empezar a leer la carta se le
abrió aún más el apetito, así que pidió unos espaguetis a la boloñesa, un
ossobuco y un tinto del país; poco a poco el restaurante se fue llenando de
clientes. Comía despacio, deleitándose con cada bocado; estaba ya en el postre
y a punto de pedir la cuenta cuando un hombre, de unos cuarenta y cinco años,
se sentó en una mesa próxima a él, traía una carpeta, pidió de comer y,
mientras esperaba a que el camarero le sirviera, la cogió y sacó de ella unas
ampliaciones fotográficas; Juan Alfonso era una persona discreta y no le
gustaba espiar a la gente, pero el hombre estaba tan cerca de él que no pudo
evitar observar que aquello que tenía en la mano eran las fotos de unas
espléndidas y, al parecer antiquísimas, estufas alemanas de cerámica.
Había oído hablar de
ellas, había visto libros de arte y antigüedades en donde aparecían, pero
aquello eran fotos. Quizás hechas por el mismo hombre que las estaba mirando o
tal vez le podría decir quién había sido el autor de ellas. Siempre había
querido viajar a Alemania, o a Suiza, pues sabía que en el Museo Nacional de
Zurcí existían dos ejemplares, con asientos laterales, una auténtica maravilla.
El helado se le derritió por completo, tan absorto se había quedado; se puso
colorado como un tomate pues pensó que el desconocido se había dado cuenta de
su mirada inquisitiva, pero cuando miró al hombre vio que estaba tan abstraído
como lo había estado él.
Aun así, no sabía como
entablar conversación con el desconocido. El camarero vino a resolverle el
problema: llegó con la ensalada de brécol, el hombre, apresuradamente, puso las
fotos encima de la carpeta, al coger el tenedor las empujó y cayeron al suelo;
un par de ellas fueron a parar debajo de la mesa de Juan Alfonso, que se
precipitó a recogerlas.
- Gracias – dijo el
hombre, que se había levantado con prontitud.
- Realmente bellas,
parecen del siglo XIII, y los mosaicos
son realmente exquisitos...
- Sí, creo que sí,
gracias señor...
- Seoane, Juan Alfonso
Seoane: anticuario.
- ¿Tan joven? – replicó
el desconocido – Eduardo Gutiérrez de Brañas, profesor de Historia del Arte en
el Instituto Eusebio da Guarda; tanto gusto, siéntese conmigo, por favor.
- Si no es
molestia... – replicó tímidamente Juan
Alfonso.
- No, por favor; así tal
vez me pueda ayudar.
Mientras Eduardo
Gutiérrez comía Juan Alfonso se dedicó a estudiar detenidamente aquellas
fotografías, no eran muchas, aproximadamente una docena, y en ellas se veían,
desde todos los ángulos posibles, la conformación de dos preciosas estufas
alemanas de cerámica: una de ellas, la más pequeña, había sido construida para
el uso de un solo individuo pues únicamente tenía adosado un asiento; la otra
era de matrimonio, con un asiento a cada lado del cuerpo central. La
imaginación de Juan Alfonso hizo que pensara en como en las tardes de invierno
el matrimonio propietario se sentaba rodeado de calor por todas partes allí,
durante horas; imaginó a la mujer vestida con los complicados tocados suizos de
mediados del XIV, ensimismada en un bordado, y al marido leyendo su libro de
horas engalanado de hermosas y complicadas miniaturas. Apenas hablaron mientras
Eduardo comía, tan sólo de vez en cuando, para contarse pequeños detalles de
sus respectivas vidas. Eduardo le contó que no era natural de La Coruña sino de Toledo, pero
que desde hacía quince años había sido trasladado a Galicia por el Ministerio
de Educación; siempre había vivido aquí, a su tierra iba de vez en cuando, de
vacaciones, aunque a menudo aprovechaba las de verano para viajar tanto por
España como por Europa, visitando museos y perdiendo mañanas enteras en las
tiendas de antigüedades; Juan Alfonso le contó que había dejado de estudiar al
finalizar el bachillerato y que, gustándole mucho el mundo del arte, había
seguido un par de cursos en la
Universidad de Hildenberg, pues siempre había tenido facilidad
para los idiomas. Hablaba correctamente, aparte del castellano y el gallego, el
inglés, el francés y el alemán; poseía un don para los negocios y, conociendo
suficientemente bien el mundo de las antigüedades, había decidido montar una
tienda, la cual pensaba inaugurar al día siguiente.
De poco más hablaron;
mientras Eduardo remataba su cena con un café irlandés Juan Alfonso volvió al
estudio detenido de las fotografías, parecían auténticas aquellas estufas, le
hubiera gustado tener una en su casa. Eduardo aún no le había informado de la
ayuda que podía prestarle y Juan Alfonso no quería apurarlo, a lo mejor sólo lo
había dicho por decir.
- Me gustaría mucho ver
su tienda, si me dice donde la tiene, tal vez mañana, que afortunadamente no
tengo clase, podría acercarme a visitarla.
- Queda
cerca. Si tiene tiempo podría venir ahora conmigo, aún tengo que trabajar un
rato en ella antes de cerrarla – respondió solícito Juan Alfonso.
- No quisiera
entretenerle innecesariamente, será mejor mañana.
- Como prefiera, venga
conmigo y le enseñaré su ubicación.
Pagaron sus respectivas
cuentas en la trattoria y salieron al oscuro callejón; hacía una noche
agradable, doblaron la esquina y se metieron en la calle del Orzán, no
caminaron más de diez minutos, cruzaron a la acera de enfrente y allí estaba
Antigüedades Seoane. A pesar de la penumbra en que estaba sumido el interior,
la luz de la farola al lado del escaparate dejó a Eduardo vislumbrar la
exquisitez de los muebles y de los objetos que contenía, Juan Alfonso le dijo
que al día siguiente, a las cinco de la tarde, la inauguraría con unos pocos
amigos y que le gustaría que él también apareciera a aquella hora. Eduardo dijo
que así lo haría, se estrecharon las manos y el profesor desapareció calle del
Orzán adelante. Juan Alfonso desconectó la alarma y entró, cerró la puerta y
encendió la luz.
¡Qué hombre más raro!
Dice que necesita su ayuda y no vuelve a hablar de ello, tal vez había pensado
que era una inconveniencia, no se suele hablar así a un desconocido; bueno, si era
algo relacionado con las estufas podría echarle una mano. ¡Qué hermosas eran
aquellas estufas! Pensaba mientras desembalaba la última caja, llena de
pequeños objetos que debía poner en la vitrina central, en aquella preciosa
vitrina de caoba de forma octogonal; ella misma era una antigüedad: había
pertenecido a su tatarabuela materna. Su madre, que durante toda su vida se
había dedicado a tener hijos (Juan Alfonso tenía ocho hermanos), salir con las
amigas de compras, ir a la peluquería, leer y escribir en su diario, hacer
mermeladas y conservas, y asistir a fiestas benéficas, había tenido como única
profesión la de decoradora; eso hasta que nació su primer hijo, el hermano
mayor de Juan Alfonso, que se llamaba Sergio y estaba en la Armada. Pues su madre,
como decíamos, cada temporada (que para ella significaban dos o tres años)
decidía que tenía que redecorar toda la casa, o al menos parte de ella.
Cuando
se casó, su madre le regaló aquella antigua vitrina de caoba octogonal, de
metro y medio de alto, con cinco baldas, totalmente acristalada, y en donde los
pomos de las cinco puertecillas eran de cristal de Bohemia: una verdadera
maravilla que, por supuesto, no vendería jamás. La madre sólo había tenido
hijos varones; no sabiendo a quién dar la vitrina acabó en manos de Juan
Alfonso pues imaginó que de sus hijos sería el único que la valoraría
justamente. Allí fue colocando: un plumier de cuero, que abrió cuidadosamente y
en el que pudo admirar por enésima vez todos sus artilugios hechos de nácar con
incrustaciones de plata; abrió el guardaplumines, contenía dos plumillas de
oro, brillantes; jugueteó un poco con el portaminas, comprobó el filo del
abrecartas y la limpieza del sello para el lacre, luego lo cerró. Lo puso con
cuidado en el estante superior, al lado de él un bonito huevo de nácar que
servía de pastillero y que podía llevarse colgado del cuello. Acabó de
decorarla con una mesa en miniatura hecha con alas de mariposa, dos broches de
bronce de filigrana y tres boquillas de plata labrada, cada una más larga que
la anterior; todas esas cosas le eran muy queridas pero eran tan bonitas que,
aunque no las vendiera en la vida, le servirían de reclamo para el resto de las
que pondría en el mueble.
Se
quedó contemplándola un rato antes de terminar su trabajo, luego rellenó el
resto de los estantes con otras menudencias, dio un último vistazo a la tienda
fijando su vista en lo que sería el mostrador: una mesa de roble de tamaño
mediano, con sus cajones y escondrijos secretos, como tiene toda mesa antigua que
se precie. Los relojes de cuco dieron las doce, Juan Alfonso conectó la alarma,
cerró cuidadosamente la tienda, sacó, ya en la calle, un mando a distancia,
apretó un botón y una pesada y silenciosa plancha de acero ocultó a los
curiosos lo que había detrás.
Luego,
con paso tranquilo, se encaminó hacia la calle de San Andrés, antes de regresar
a su casa, un precioso chalet de principios del siglo XX con jardín propio en
plena calle de Juan Flórez, decidió visitar a un amigo, propietario de un Púb.
al que solía acudir todos los viernes por la noche. A diferencia de otros días
apenas probó el alcohol, no estaba preocupado por la tienda sino sumamente
intrigado por el hombre al que había conocido en el restaurante. Tomó un par de
cervezas y luego regresó tranquilamente a su casa, una pura anacronía en medio
de la ciudad: una casa de campo con su jardín y su torre. Nada se podía hacer
por las pintadas que decoraban las paredes exteriores, al principio habían
intentado borrarlas pero reaparecían enseguida; era inútil gastar pintura; una
pena, uno de los pocos edificios que recordaban que en un tiempo no tan lejano
aquella populosa y comercial calle había sido pleno campo; la gente no llenaba
las cafeterías y pubs pero se empezaba a notar que al día siguiente comenzaba
el fin de semana y que había ganas de juerga. Sacó la llave que abría la verja,
en el primer piso de la torre aún había luz, lo que significaba que su padre
estaría leyendo o escribiendo en su estudio; un par de gatos pasaron ante él.
Su jardín era el refugio de algunos felinos callejeros, era su hermano menor el
que les proporcionaba el sustento y había tenido la feliz idea, mañoso como
era, de construirles una réplica en miniatura del chalet, donde se refugiaban
algunos de ellos cuando la lluvia o el frío eran más intensos.
Subió
la media docena de escalones que conducían
a la puerta principal, sólo tuvo que empujarla pues hasta cerca de las
dos, que era cuando él solía retirarse a dormir, no se cerraba; todo estaba a
oscuras, subió por la escalera hasta el primer piso, llamó a una de las puertas
pero nadie contestó, la abrió con sigilo observando que su padre, otra vez, se
había quedado dormido mientras leía, apagó la luz y subió a su cuarto. Todas
las noches, antes de acostarse, escribía algo en su diario, unas veces más y
otras menos, un grueso libro encuadernado en tela azul acero, con cuatro
nervios en el lomo y el número cinco grabado en oro. Luego, sintiendo que el
sueño lo vencía, bajó a cerrar la puerta, acostándose a continuación. Soñó con las
estufas alemanas del profesor de arte: se encontró andando por un bosque de
árboles altos y esbeltos, de escasa copa, las hojas doradas del otoño caían a
su paso, seguía la vereda limitada por los árboles, un camino ancho y no en
exceso sinuoso, el gris del alba lo envolvía, llegó a un claro, a lo lejos vio
una casona o un castillo, no distinguía su verdadera arquitectura con esa luz y
a esa distancia. Las montañas se recortaban a su espalda, comenzó a andar
decidido y en menos tiempo del que había pensado se encontró a las puertas de
la edificación: era un castillo semejante al que había visto en las películas,
le recordaba aquel de El nido de las águilas, era realmente bello; la
puerta estaba abierta.
Los
sueños son muy extraños, si hubiera estado despierto no se hubiera atrevido a
entrar no habiendo sido invitado, pero le dio la impresión de que la puerta
había sido abierta para recibirle, empezó a recorrerlo. En contra de su primera
impresión el castillo estaba habitado, se encontró con un montón de sirvientes
que iban de aquí para allá, unos llevando jofainas, otros dirigiéndose hacia
las habitaciones con bandejas de desayunos, y todos iban vestidos a la moda del
siglo XVI. No parecía sorprenderles que un muchacho en vaqueros y con camiseta
curioseara por toda la casa: Juan Alfonso creía que no lo veían o que les daba
lo mismo. Fue testigo de toda la vida cotidiana de una casa rica (alemana o
suiza, no era experto en trajes nacionales.)En un momento fueron pasando ante
él todos los instantes del día, hasta llegar a la noche. Empezó a nevar y él
seguía recorriendo el castillo sin que nadie interrumpiera sus obligaciones ni
hiciera caso de su curiosidad. El edificio era el sueño de cualquier
anticuario, en todos los aspectos; vio a un sirviente que llevaba un gran saco
de arpillera, evidentemente bastante pesado, pues iba andando totalmente
doblado mientras apoyaba una de sus manos en los riñones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Podedes deixar aqui os vosos comentarios, ideas e suxerencias.
Podéis dejar aquí vuestros comentarios, ideas o sugerencias.
Spazio per scrivere le vostre osservazioni e idee.