–Haz que sea Giorgio.
Cerró los ojos, pulsó un botón y después de respirar hondo, los abrió y leyó el mensaje.
–Hola, cariño, soy mamá. ¿Cómo estás? Llámame en cuanto puedas. Te quiero.
De repente, como si las fuerzas le hubieran abandonado, se sentó en el lecho y, moviendo la cabeza, dijo en voz alta:
–No me llamará más, no debo ilusionarme. ¿Entendido, Francesca? ¡Resignate!
Se pasó una mano entre los cabellos y, poniéndose en pie, fue a la cocina y abrió el frigorífico. El vacío total que allí reinaba no hizo otra cosa que añadir más melancolía.
– Debo ir a hacer la compra si no quiero morir de hambre. Y luego tengo que encontrar un trabajo si quiero seguir comiendo… –constató.
–Hace años no estaba.
Siempre le habían disgustado los ascensores y ahora aquella gran jaula transparente le producía una cierta inquietud. Estaba buscando con la mirada otra forma de llegar al centro cuando una voz a sus espaldas la sobresaltó.
–¿Y bien, entras?
–¿Tienes miedo? –le preguntó observando el modo en que Francesca se había agarrado a la manija.
–No me gustan los ascensores. ¿Hay otra manera de llegar al centro?
El joven bajó la bufanda y le explicó que debería recorrer por lo menos un kilómetro subiendo.
–Comprendido: deberé habituarme a esta jaula –concluyó Francesca evitando mirar hacia afuera y hacia abajo y, después de unos minutos, el ascensor se paró.
El joven se ajustó la bufanda alrededor del cuello y, sin ni siquiera despedirse, saltó afuera, cogió las escaleras mecánicas de subida y luego desapareció en un callejón. Francesca se arrebujó en el plumífero y recorrió la pequeña cuesta que había delante de ella.
–¡Cuánto frío hace! Quizás debería haber escogido un lugar más cálido. Quién se lo podía imaginar –pensó la muchacha, calándose todavía más el gorrito en la cabeza.
Llegó a lo alto de la cuesta y la plaza apareció delante de ella. Amplia y luminosa estaba rodeada por edificios altos y elegantes que resaltaban, en la luz matutina, con antigua majestuosidad. A la derecha había una fuente de base rectangular, de hierro oscuro, grande y elevada sobre tres escalones de piedra clara. Francesca se quedó fascinada por ella, indiferente a las ráfagas de viento que a ratos la embestían, descubrió que no conseguía apartar su mirada de allí. Todo a su alrededor estaba en silencio. Durante un instante se sintió absorbida por aquella desierta inmensidad que imperaba, se dejó acunar por el gotear del agua que, desde lo alto de la fuente, caía en la pileta. Y fue entonces cuando una imagen apareció de repente, una especie de alucinación a cámara lenta que le mostró a una chiquilla sentada en los escalones de la fuente. Reía y enseñaba una muñeca a una señora rubia, de la que Francesca no conseguía distinguir el rostro. La chiquilla estaba de espaldas y Francesca se dio cuenta de que tenía los cabellos rubios recogidos en una cola, el viento hacía que le oscilase y algunos mechones se habían escapado de la goma. La chiquilla ahora se había girado, mostrando el perfil redondo de la nariz hacia arriba. Con la mano se estaba rascando detrás de la oreja izquierda y justo allí Francesca vio una pequeña mancha roja. De repente la muchacha se llevó la mano detrás de su oreja izquierda y se dio cuenta de que la niña rubia tenía su mismo antojo en forma de fresa.
–¡Pero… Soy yo esa chiquilla! – murmuró desconcertada. Apenas había terminado la frase cuando algunas gotas de la fuente, desviadas por el viento, le golpearon de lleno en la cara haciéndola volver enseguida a la realidad.
Una risotada a sus espaldas le hizo girarse repentinamente y se encontró delante de una mujer anciana que caminaba apoyándose en un bastón.
–¿Sabes? Esta es la fuente de la fortuna y si esa fuente te moja…
Francesca sintió una voz de niña adelantarse a las mismas palabras que la anciana señora estaba pronunciando:
–...tu vida será afortunada…
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