El inspector Teddy bajó del coche
pensando que, aunque todos decían que era un gran policía, a él,
simplemente, (y con toda modestia) le gustaba definirse como un
“policía colosal” debido a su mole bastante fuera de la media,
¡tanto en altura como (por desgracia) en anchura!
Esto, sin embargo, no le quitaba nada de
su fascinación; quien se encontraba una vez con él no lo olvidaba
jamás, por aquella sonrisa, un poco juvenil, que hacía a todos
sentirse cómodos y creer que con él se podía hablar libremente sin
temor a ser arrestado. ¡Para después encontrarse con las esposas
puestas en menos que canta un gallo!
Siempre era eficiente y servicial; quien
se dirigía a él enseguida lo encontraba dispuesto a ayudar para
resolver problemas tanto pequeños como enormes, ¡él siempre tenía
tiempo para todos!
De carácter amigable no se sustraía a
la oportunidad de ponerse a charlar con cualquiera, sin olvidar, sin
embargo, que era un policía y, por lo tanto, memorizando toda la
información que pudiese servirle más adelante.
En fin, digamos, no obstante, que era un
hombre que caía simpático a las muchachas, un poco por su mole
imponente que inspiraba un deseo de protección, pero también por su
manera tierna y respetuosa con que se dirigía a ellas.
A la bonita edad de cuarenta años
todavía estaba soltero, quizás porque aún no había encontrado la
muchacha que pudiese abrir una brecha lo bastante profunda en su
corazón, o quizás porque estaba tan empeñado con su trabajo, y su
tiempo estaba tan ocupado con los demás, que no se le había
ocurrido ni siquiera la idea de poderlo utilizar para sus intereses
personales.
Por esta razón, a no ser que fuese el
amor el que tropezase con él, no se tomaría la molestia de ir a
buscarlo.
Aquella
tarde en la comisaría todo estaba tranquilo, nadie en la sala de
espera, sólo un chaval en la ventanilla que preguntaba por los
impresos para inscribirse en el curso para estudiar en la Academia.Visto de espaldas parecía bastante pequeño, quizás demasiado joven, pensó Teddy, viendo una pequeña cabeza rubia que apenas llegaba al mostrador.
Según entró saludó al cabo, al sargento Esposito y a la sargento Micaela Contini, que lo miró respondiéndole al saludo e iluminándosele la cara como si de repente hubiera aparecido el sol en una nublada mañana de noviembre.
Micaela era una muchacha muy simpática y descarada, sabía sobrevivir en medio de tantos compañeros hombes y agradecía, en el trabajo, que la considerasen simplemente una sargento más entre los sargentos de sexo masculino. Se tomaba su trabajo como si fuese una misión, sobre todo dirigida a la defensa de las mujeres y de los más débiles, esto contribuía a acercarla al inspector Teddy por el cual sentía una admiración desmesurada.
Se oyó sonar el teléfono, el sargento Esposito respondió, parecía una llamada bastante extraña, ¡problemas a la vista!, pensó el inspector.
«¡Buenos días, inspector» lo saludó Esposito en cuanto terminó con la llamada.
«Un caso de violencia doméstica, una mujer se ha refugiado con la vecina, ¡con la cara ensangrentada porque el marido le ha dado de puñetazos!»
«¡Vamos!» dijo enseguida la sargento Micaela Contini, «¡muévete Esposito!»
«¡Calma!» intervino el inspector volviéndose hacia Micaela, «¿tiene que ir justo ella? Vigílala Esposito. ¡Esta lo mata ipso facto, sin ni siquiera interrogarlo!.»
«¡Yo no mato, Teniente! Pero una bonita lección esos tipos sí que la necesitarían, ¡Y dada por una mujer!». Mientras hablaba así ajustó en el cinturón su bonita porra y, guiñando un ojo al muchacho de la ventanilla, salió junto con su compañero.
Mientras tanto el cabo continuaba ocupándose del muchacho: «¡No! ¡No puedes!». Escuchó que decía, y el muchacho insistía:
«¿Pero por qué no puedo? Tengo... 18 años. Tenga... el carné... de identidad.»
Teddy, decidió, finalmente, ocuparse de la cuestión, después de todo, a nadie se le debe negar la posibilidad de asistir al curso para entrar en la policía. Se acercó a la ventanilla, con la intención de dar sin más los impresos pedidos pero, en cuanto el cabo se fue, vio mejor al chaval que estaba delante de él y observó que su cara estaba iluminada por dos ojos azules, pequeños y oblicuos, casi como un... pequeño... chino.
Pero no era chino, ¡era rubio! Se dio cuenta de que se encontraba delante de un muchacho enfermo de trisomía 21, lo que comúnmente llaman: Síndrome de Down.
No sabía qué decir, no quería desilusionarlo, pero ¿cómo explicar al interesado que un policía debe estar en posesión de todas sus facultades? ¡No puede enfrentarse a los criminales con una limitación física!
Decidió pasarlo por alto pidiéndole sus datos personales y de residencia, luego le explicó que el curso era lo más difícil y duro que él pudiese imaginar.
Quedó un momento hablando con él, olvidándose de las obligaciones que le esperaban, le gustaba el chaval, Roberto, se llamaba, el cual, lleno de entusiasmo afirmaba que estaba preparado para superar todas las dificultades:
«¡Yo... se hacer de policía! … ¡Yo... tengo olfato!»
El muchacho hablaba con una cierta dificultad, pero conseguía hacerse entender y, por otra parte, Teddy hacía todo lo posible por comprenderle, ya que no quería mortificarlo y, como buen investigador, ¡lo que no entendía, lo intuía!
Mientras tanto el tiempo pasaba, «ahora», se dijo Teddy «sería conveniente acompañarlo a casa. ¡No sin antes haberle dado los impresos para la tan suspirada inscripción al curso de cadetes de la policía! Luego... ya veremos.»
«Escucha, Roberto, me debo ir, ¿quieres que te lleve a tu casa en el coche de policía?»
«¡Sííí!» fue la respuesta.
Cogió el papel con la dirección y salió con él de la comisaría pensando en que, quizás en aquel instante, los padres lo estaban esperando con ansiedad, preocupados por su ausencia.
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