1. Las confesiones de una concubina
Las confesiones de
una concubina.
No soy nada más.
Nada más que la
concubina con mis dolores, con mis insatisfacciones, con mis
frustraciones, con mis necesidades puntualmente desatendidas,
ignoradas, pisoteadas, vilipendiadas, despreciadas, quemadas en una
hoguera.
Soy yo, despojada de
toda dignidad, arrodillada sobre el altar de los deseos ajenos.
Obligada.
Forzada a formar
parte de lugares angostos que mal se adaptan a mis ansias de
libertad.
Al final de cada día
sólo queda una penetrante sensación de vacío, dentro, como si me
hubiesen robado las vísceras.
Y espero todavía
tener ganas de escapar y no escuchar nada más, olvidar este tormento
que nunca me abandona.
Por la noche sueño
con los ojos abiertos que soy capaz de librarme de los lazos que he
dejado que me encadenen y consigo prescindir de ellos. Conseguir
prescindir de lo poco que, mendigando, logro obtener de manera
vergonzosa.
La mía es una vida
de sentido único, la dicotomía entre el dar y el recibir, entre el
desgarrador deseo de vivir y la existencia que se consume a cada
instante, en un vano intento por recuperar mi vida, como siempre
quise.
Y no hay ninguna
respuesta desde el vacío lleno de gente que me rodea.
De esta manera he
aprendido a refugiarme en el universo solitario de jornadas
desvaídas.
Siempre lo he
comprendido demasiado tarde y, atrapada, tomaba conciencia del papel
que debería personificar en aquel momento de mi vida, en esa
situación, mientras de noche los pensamientos se mezclaban con los
sueños y los sueños con los recuerdos.
Con el tiempo he
aprendido a dejar colgado de una percha del armario el YO que hubiera
querido ser y mi vida proseguía inexorable, en un esfuerzo, jamás
consumado, por escapar de la incompetencia a la que nadie nunca había
puesto remedio.
2. Recuerdos
Desde que era niña
he tenido un temor casi reverencial por la opinión de mi familia, de
mis padres.
Avanzaba con pasos
inseguros en mi vida con un ojo siempre puesto en las reacciones que
suscitaban mis acciones.
Nunca, ni siquiera
una vez, fue necesario que me dijesen qué les hubiera gustado que
hiciese, qué elección hacer, qué decisión tomar.
Una mirada.
Bastaba sólo esto
para llevar a cabo, inconscientemente, lo que deseaban.
A lo mejor podría
haber tomado una decisión distinta pero esta sensación nunca salió
de la antesala de mis pensamientos, por lo tanto no existía en mi
cabeza.
Sólo quería
complacer, obedecer, además porque era lo único que sabía hacer.
Sin darme cuenta, en
aquellos días, la pequeña concubina ha tomado forma y ha comenzado
a dar sus primeros pasos.
Recuerdo que amaba
con locura las lecciones de música que me daba un anciano director
de orquesta que, después de jubilarse, se había establecido cerca
de la casa de mis padres.
Esperaba con ansia
el jueves por la tarde, el día en que iba a casa del maestro: él me
recibía en el salón y me daba lecciones de música, haciéndome
practicar con su piano.
Un día, cuando
regresaba de la escuela, mientras estábamos todos alrededor de la
mesa y mi hermana Silvia estaba haciendo un barullo impresionante en
la trona con cucharones y tapaderas, mi madre me sonrió y me dijo:
«Misia,
tu padre y yo hemos decidido que ya no irás
a clases
de música sino que, a partir de la próxima
semana irás a lecciones de
gimnasia artística en el gimnasio
municipal. No es normal que todas tus coetáneas vayan a esas clases
mientras que tú, con tu música, ¡cada día te encierras más! »
Fue
como un rayo en un día sin nubes. Nada me había hecho presagiar
aquel cambio repentino pero, si bien con pesar, acepté la decisión
de mi familia sin decir palabra.
No estaba dotada para la actividad
física, tanto era así que el profesor me dejaba siempre de última
y, a veces, pasaba por alto que hiciera los ejercicios, que hacia
ejecutar a todas las demás.
Nunca
he tenido la sensación de verme obligada a comportarme de cierta
manera, creo haber hecho todo con gran ligereza, guiada por la
confiada mano de quien me había traído al mundo.
Si
es justo seguir los dictámenes sociales y de comportamiento
impuestos por la familia en la que
uno crece, es también justo
hacerse preguntas, interrogantes
con todos los si
y con todos los pero
que pululan por nuestra cabeza.
Pero
yo no tenía, tan ciega era la confianza en las manos que me guiaban.
Guía
sabia que exige sin pedir, que obtiene sin solicitar, que acapara sin
dar las gracias.
Esa
vez, por ejemplo, habría podido decir a mi familia que hubiera
querido continuar con las clases de música pero no estaba
familiarizada a pensar por mi cuenta.
Todo
me parecía tan normal, pensándolo bien, que si me encontraba con
que tenía que tomar una decisión no teniendo consanguíneos cerca
de mí, detenía el mundo y buscaba consejo.
Consejos,
lo más estúpido y arrogante que
se pueda pedir y pretender dar.
Mi
abuela decía: Una cosa es
morir y otra hablar de muerte.
Quizás
sólo ella no había tenido nunca la pretensión de manejarme, de
moldearme según sus deseos, de seccionarme en partes y luego
quedarse con las gratas y desechar las no gratas.
Quizás
sólo con ella, sin darme cuenta, el verdadero YO salía fuera y se
movía libremente bailando con los ojos cerrados.
Recuerdo
que reíamos a carcajadas por las cosas más estúpidas o que nos
conmovíamos mirando, en la televisión, las películas de amor que a
ella tanto le gustaban.
Me
acariciaba los cabellos y me hacía sentir única en el mundo.
Única…
una hermosa sensación.
Mi
adolescencia nació y floreció a la sombra de severas reglas.
Nunca
he salido por las noche ni he pedido poderlo hacer.
Me
refugiaba en la música y en la lectura que me permitían evadirme de
lo que yo no veía como una prisión, pero que lo era.
1. Las confesiones de una concubina
Las confesiones de una concubina.
No soy nada más.
Nada más que la concubina con mis dolores, con mis insatisfacciones, con mis frustraciones, con mis necesidades puntualmente desatendidas, ignoradas, pisoteadas, vilipendiadas, despreciadas, quemadas en una hoguera.
Soy yo, despojada de toda dignidad, arrodillada sobre el altar de los deseos ajenos.
Obligada.
Forzada a formar parte de lugares angostos que mal se adaptan a mis ansias de libertad.
Al final de cada día sólo queda una penetrante sensación de vacío, dentro, como si me hubiesen robado las vísceras.
Y espero todavía tener ganas de escapar y no escuchar nada más, olvidar este tormento que nunca me abandona.
Por la noche sueño con los ojos abiertos que soy capaz de librarme de los lazos que he dejado que me encadenen y consigo prescindir de ellos. Conseguir prescindir de lo poco que, mendigando, logro obtener de manera vergonzosa.
La mía es una vida de sentido único, la dicotomía entre el dar y el recibir, entre el desgarrador deseo de vivir y la existencia que se consume a cada instante, en un vano intento por recuperar mi vida, como siempre quise.
Y no hay ninguna respuesta desde el vacío lleno de gente que me rodea.
De esta manera he aprendido a refugiarme en el universo solitario de jornadas desvaídas.
Siempre lo he comprendido demasiado tarde y, atrapada, tomaba conciencia del papel que debería personificar en aquel momento de mi vida, en esa situación, mientras de noche los pensamientos se mezclaban con los sueños y los sueños con los recuerdos.
Con el tiempo he aprendido a dejar colgado de una percha del armario el YO que hubiera querido ser y mi vida proseguía inexorable, en un esfuerzo, jamás consumado, por escapar de la incompetencia a la que nadie nunca había puesto remedio.
2. Recuerdos
Desde que era niña he tenido un temor casi reverencial por la opinión de mi familia, de mis padres.
Avanzaba con pasos inseguros en mi vida con un ojo siempre puesto en las reacciones que suscitaban mis acciones.
Nunca, ni siquiera una vez, fue necesario que me dijesen qué les hubiera gustado que hiciese, qué elección hacer, qué decisión tomar.
Una mirada.
Bastaba sólo esto para llevar a cabo, inconscientemente, lo que deseaban.
A lo mejor podría haber tomado una decisión distinta pero esta sensación nunca salió de la antesala de mis pensamientos, por lo tanto no existía en mi cabeza.
Sólo quería complacer, obedecer, además porque era lo único que sabía hacer.
Sin darme cuenta, en aquellos días, la pequeña concubina ha tomado forma y ha comenzado a dar sus primeros pasos.
Recuerdo que amaba con locura las lecciones de música que me daba un anciano director de orquesta que, después de jubilarse, se había establecido cerca de la casa de mis padres.
Esperaba con ansia el jueves por la tarde, el día en que iba a casa del maestro: él me recibía en el salón y me daba lecciones de música, haciéndome practicar con su piano.
Un día, cuando regresaba de la escuela, mientras estábamos todos alrededor de la mesa y mi hermana Silvia estaba haciendo un barullo impresionante en la trona con cucharones y tapaderas, mi madre me sonrió y me dijo:
«Misia, tu padre y yo hemos decidido que ya no irás a clases de música sino que, a partir de la próxima semana irás a lecciones de gimnasia artística en el gimnasio municipal. No es normal que todas tus coetáneas vayan a esas clases mientras que tú, con tu música, ¡cada día te encierras más! »
Fue como un rayo en un día sin nubes. Nada me había hecho presagiar aquel cambio repentino pero, si bien con pesar, acepté la decisión de mi familia sin decir palabra.
No estaba dotada para la actividad física, tanto era así que el profesor me dejaba siempre de última y, a veces, pasaba por alto que hiciera los ejercicios, que hacia ejecutar a todas las demás.
Nunca he tenido la sensación de verme obligada a comportarme de cierta manera, creo haber hecho todo con gran ligereza, guiada por la confiada mano de quien me había traído al mundo.
Si es justo seguir los dictámenes sociales y de comportamiento impuestos por la familia en la que uno crece, es también justo hacerse preguntas, interrogantes con todos los si y con todos los pero que pululan por nuestra cabeza.
Pero yo no tenía, tan ciega era la confianza en las manos que me guiaban.
Guía sabia que exige sin pedir, que obtiene sin solicitar, que acapara sin dar las gracias.
Esa vez, por ejemplo, habría podido decir a mi familia que hubiera querido continuar con las clases de música pero no estaba familiarizada a pensar por mi cuenta.
Todo me parecía tan normal, pensándolo bien, que si me encontraba con que tenía que tomar una decisión no teniendo consanguíneos cerca de mí, detenía el mundo y buscaba consejo.
Consejos, lo más estúpido y arrogante que se pueda pedir y pretender dar.
Mi abuela decía: Una cosa es morir y otra hablar de muerte.
Quizás sólo ella no había tenido nunca la pretensión de manejarme, de moldearme según sus deseos, de seccionarme en partes y luego quedarse con las gratas y desechar las no gratas.
Quizás sólo con ella, sin darme cuenta, el verdadero YO salía fuera y se movía libremente bailando con los ojos cerrados.
Recuerdo que reíamos a carcajadas por las cosas más estúpidas o que nos conmovíamos mirando, en la televisión, las películas de amor que a ella tanto le gustaban.
Me acariciaba los cabellos y me hacía sentir única en el mundo.
Única… una hermosa sensación.
Mi adolescencia nació y floreció a la sombra de severas reglas.
Nunca he salido por las noche ni he pedido poderlo hacer.
Me refugiaba en la música y en la lectura que me permitían evadirme de lo que yo no veía como una prisión, pero que lo era.