jueves, 16 de abril de 2020

Extravagancia Mortal, cuarta parte

5. De sorpresa en sorpresa
Amaneció el día claro de nubes, aunque bastante frío, y después de un copioso y reconfortante desayuno los gemelos se ofrecieron a llevarlos a Baden-Baden. Apenas hablaron durante el trayecto. Llegaron con tiempo de sobra para coger el avión, Hans y Otto se despidieron en ese momento, pues tenían que ir a ver al notario que llevaba los asuntos de su difunto padre, debían informarle que las gestiones acerca de las estufas habían tenido un final feliz, además él sabría posiblemente donde se encontraba la llave del desván. Aún les quedaban dos horas de espera hasta embarcar rumbo a Santiago; las dedicaron a dar un paseo por el aeropuerto, tomar algo en el bar y consignar los equipajes.
Juan Alfonso estaba tan cansado que nada más despegar el avión se quedó dormido, y soñó, soñó otra vez con el castillo, pero, habiéndolo conocido todo parecía más real: los corredores, las habitaciones, incluso los criados, tan sigilosos y callados que parecía que no existieran, se le presentaron durante el sueño más claramente que en todos estos días; los recuerdos de lo real se mezclaron con  lo leído y escuchado, y conformaron un sueño extraño y desasosegante en donde se veía vistiendo unas estrafalarias ropas, en lo que reconoció era el actual comedor, pero no estaba dispuesto tal y como lo había visto, no lo se percató hasta ver el paisaje que aparecía por la ventana; al fondo de la sala había una tarima y sobre ella, forrado de carmesí y oro, un sitial. La estancia estaba rodeada por toscos bancos de madera a su derecha y por sillas forradas de terciopelo verde a su izquierda; además, tanto unas como otros, estaba situados en un nivel muy inferior al del sitial, puesto que se encontraban inmersos en un foso que, posiblemente debido a su profundidad, haría que quienes estuviesen sentados en ellos semejasen sólo cabezas. En el centro de la habitación, a la misma altura que el sitial, se encontraba una de las estufas, y excepto en el lugar de su ubicación, el resto de la sala estaba cubierta por lo que pensó era una extraña tela de color beige, de apariencia quebradiza; la iluminación era siniestra, pues tan sólo unas cuantas hachas a duras penas lograban romper la penumbra del salón; no había nadie, estaba solo, se dirigió sin dudarlo al foso de los bancos y tomó asiento. No tardó en llenarse la habitación de gente vestida de todas las épocas inimaginables, lo más extraordinario era que no poseían rostro, era como si esa parte de su cuerpo estuviese desenfocada, vislumbrándose confusamente que allí existían unos rasgos; ninguna de aquellas figuras hablaba ni emitía sonido alguno, el silencio era absoluto, intentó por todos los medios articular palabra pero de su boca no salió ningún sonido. De repente la estancia se iluminó con una luz roja, proveniente de no se sabe donde, y la gran puerta se abrió sin emitir ningún ruido, Juan Alfonso miraba a todas partes y por mucho que se esforzó en observar todo lo que estaba ocurriendo no se percató de la entrada de aquella figura enteramente vestida de negro y que ahora ocupaba el sitial, era como si se hubiera materializado directamente en él. El ambiente empezaba a ser sofocante, apenas podía respirar, se iba a ahogar, se estaba ahogando... despertó bruscamente dándose cuenta de que al haberse dormido el cuello de su camisa se había retorcido y le apretaba el gaznate; Eduardo dormitaba a su lado y no se dio cuenta de su angustia.
El resto del viaje se desarrolló apaciblemente, las estufas tardarían un par de días en llegar, contra entrega el dinero sería ingresado en la cuenta de los gemelos y sólo quedaría que el misterioso cliente de Eduardo escogiera una de ellas. A Juan Alfonso no le importaba cuál quedarse, en la vida había imaginado poseer una, así que le daba lo mismo cuál de ellas sería suya, ambas eran una maravilla. La aventura había terminado, la estancia en el castillo le había encantado, si hubiera sido por él se hubiera quedado mucho más tiempo, le hubiera gustado encontrar el diario en algún escondrijo del edificio. El avión tomó tierra y Juan Alfonso dejó de reflexionar acerca del asunto.
Dentro de un par de días tendrían que volver al aeropuerto a recoger las estufas, bueno, volvería él pues Eduardo debía trabajar, y entonces también conocería al misterioso comprador.
La tienda no tenía un éxito furibundo (nunca lo tienen los locales que se dedican a las antigüedades) pero su hermano menor había logrado vender un par de objetos bastante interesantes y de gran valor. La gente entraba a curiosear y de vez en cuando se llevaba algún pequeño objeto. En realidad estaba bastante bien teniendo en cuenta que hacía apenas un mes que se había inaugurado. Durante la noche volvieron los sueños extraños, escenas en un castillo cambiante con gente estrafalaria y objetos imposibles, sueños de los que se despertaba sudoroso y con la sensación de que algo siniestros estaba a punto de suceder. En contraposición, la noche anterior a la llegada de las estufas, durmió como un tronco. Se levantó descansado y optimista, en el cielo de Coruña no se vislumbraba ni una nube, lo cual era bastante extraordinario. Desayunó, contra su costumbre, sólo un café con leche. En casa todos habían salido, incluso su padre, que dedicaba las mañanas a arreglar cualquier tipo de artefacto que se hubiera estropeado en casa o que le había dejado algún conocido o amigo. Era realmente inusual en él salir tan temprano. Tenía  que pasar a recoger a un amigo que le iba a ayudar a cargar la estufa en su camioneta, en su coche era imposible que cupiese semejante marmotreto.
El avión llegó a la hora, se sorprendió mucho al encontrar en el hangar de descarga a su padre, pero el misterio quedó aclarado cuando le desveló que él era el misterioso comprador. Desde luego el viejo era una tumba para las confidencias cuando se lo proponía, en ningún momento antes de su viaje a Alemania había insinuado que sabía quién andaba detrás de las estufas. Bien, resultó que eran su regalo de cumpleaños.
Hacía una semana que había vuelto a Coruña y aún no había tenido tiempo de desembalarlas, allí seguían: una en el sótano de la casa de Coristanco, en donde había un billar y una mesa enorme de roble, así como una mesa de ping-pong y un confortable tresillo frente a una lareira[1]; la otra, tal como había imaginado, en la biblioteca desde donde se veía el bosque; todavía permanecían en sus cajas, envueltas en gruesas capas de guata.
Ahora que eran suyas quería disfrutar del momento en que tranquilamente las desembalaría; junto con las cajas había una carta de los gemelos en donde le informaban que, aunque habían logrado abrir la puerta del desván y revisado este escrupulosamente, no habían encontrado ni rastro del famoso diario, y el notario que se había ocupado del testamento tampoco había conseguido darles ninguna pista al respecto, estaban convencidos de que el tal diario, si había existido en realidad, haría ya bastante tiempo que se habría destruido.
Por fin se decidió, ese mismo fin de semana iría a Coristanco y las instalaría; avisó a Eduardo, estaría encantado en ayudarle.
El sábado amaneció nuboso, con esas nubes grises que presagian tormenta, pudiera ser que incluso pusieran en funcionamiento alguna de las estufas. Fue a recoger a su amigo muy temprano, la gente solía ir a sus pequeñas casas y chalets, incluso en un día tan desapacible como este. Menos mal que no iban lejos. La casa de piedra granítica la había heredado su padre hacía mucho tiempo y conservaba bastantes muebles antiguos pues no había dejado que su esposa la redecorara; durante muchos años habían ido a ella todas las vacaciones y fines de semana, y aunque hacía un par de años que no la utilizaban tan asiduamente, se encontraba en unas óptimas condiciones de limpieza y conservación gracias a un matrimonio que se preocupaba de limpiarla y de mantener el jardín y el huerto perfectamente cuidados. En la parte trasera se había construido una piscina, su padre era un gran amante de la natación, así como el resto de los hermanos de Juan Alfonso, y uno de ellos había tenido la genial idea de climatizarla y cubrirla con un tejado que en verano podía hacerse desaparecer. Había avisado al matrimonio de su llegada, así que tenían todo el sitio para los dos solos, la nevera estaba a rebosar de alimentos y había leña suficiente para encender la lareira si les apetecía. Se tomaron la mañana con calma escogiendo las habitaciones en donde dormirían y salieron al pueblo a tomar unos vinos; fue después de comer cuando se pusieron manos a la obra. Había que sacar toda la guata que envolvía las estufas y limpiarlas bien antes de probarlas. Esto les llevó toda la tarde; no habían sufrido mal alguno, una de ellas, la que habían instalado en el sótano, había sido restaurada: cuando estuvo totalmente limpia pudieron darse cuenta de que unos cuantos baldosines, próximos a la puerta por donde se introducía el combustible, resaltaban entre el resto. El trabajo había sido obra de un experto pues el dibujo era tan parecido al del resto de la estufa que si Juan Alfonso no hubiera estado seguro de la antigüedad del mueble, hubiera pensado que lo había hecho la misma persona que la concibió en origen.
Si ya cuando las había admirado en el castillo le parecieron hermosas, ahora su asombro no tuvo límites, pues los colores, los rojos, los azules y los verdes, resaltaban mucho más: el dibujo estaba compuesto por figuras de pájaros emparejados y rodeados de hermosas volutas. Los asientos también poseían en todo su perímetro las mismas volutas de ramas con hojas del resto del mueble, pero dibujadas a una escala menor. El asiento de la izquierda estaba decorado con pintura roja mientras que el de la derecha lo estaba con pintura verde; podía imaginarse perfectamente al matrimonio con aquellos ropajes complicados del siglo XVI alemán, sentados tranquilamente en una fría y nivosa tarde invernal, cada uno de ellos dedicado a sus quehaceres respectivos, tal vez a sus pies un par de perros dogos dormitaban al calor de la lumbre y la campana de la iglesia llamaba al último oficio del día.
Después de la limpieza sintieron realmente hambre y aviaron un suculento piscolabis que devoraron con ansia, la noche había empezado a caer y el ambiente se había enfriado en demasía; entrada la primavera las noches todavía eran muy frescas y de vez en cuando había que poner la calefacción, quizás estaban tan ansiosos por probarlas que se convencieron de lo inclemente del tiempo para darse una excusa para encenderlas.
Decidieron probar la de sótano, la que tenía los dos asientos. Recogieron un poco la mesa de la enorme cocina y bajaron presurosos al sótano. Aún tardaron un buen rato en hacerla funcionar, la leña estaba algo húmeda y no prendía con facilidad, pero al fin sus esfuerzos se vieron recompensados, la madera empezó a crepitar, cerraron la portezuela y se instalaron cómodamente en los asientos, era una delicia sentir aquel tibio calor que desprendían los baldosines, sólo necesitaban una fina manta para las piernas y sería perfecto.
-Nunca hubiera imaginado estar así en uno de estos artefactos-dijo Eduardo-verlas en el castillo ya me pareció estupendo, pero estar sentado en una de ellas... Desde luego la nobleza alemana sabía vivir bien y rodearse de cosas bellas y útiles; siempre me ha fascinado de los alemanes su mente práctica, y cómo han sabido aunar la utilidad y la belleza, si hubiera sido un español a lo mejor se le hubiera ocurrido el sistema, pero decorarlas con tan buen gusto... ¡quien sabe! ¿me permitirás hacerles unas fotos?
-Por supuesto-respondió Juan Alfonso, que había permanecido con los ojos entornados mientras su amigo le hablaba-todas las que quieras, como si deseas traer a tus alumnos de visita; has de saber que esta casa de piedra es uno de esos pequeños pazos del XVII que pululan por toda Galicia, y que muchos de los muebles que ves aquí son realmente antiguos, están muy bien conservados pues mi padre se dedica a ello; mañana con más calma te enseñaré todo lo que hoy no hemos tenido tiempo de ver y estoy seguro que te encantará.
A pesar de todo el tiempo que la estufa había permanecido inactiva funcionaba a la perfección, aquella tibieza que daban los baldosines, aquel suave crepitar del fuego, hacía que la mente soñadora de Juan Alfonso, de vez en cuando, vagase por otros lugares y épocas, era algo que no podía evitar. Empezó a llover y el viento ululaba en la noche pero ellos al amparo del bello artefacto sonaban cada uno con sus cosas, de tanto en tanto entre ellos se hacía el silencio, permaneciendo callados un buen rato, luego tornaban a hablar: de la infancia, de sus estudios, de sus trabajos y aficiones. Pasaron así buena parte de la noche, alimentando con leña y piñas el hermoso fuego que ardía feliz en las entrañas de la estufa. De repente oyeron que algo se quebraba, se levantaron rápidamente y de inmediato se dieron cuenta de que los baldosines más nuevos se habían despegado y caído al suelo. Fue una verdadera sorpresa lo que apareció ante ellos; es decir, hubieran esperado ver el color rojizo de los ladrillos refractarios y en vez de eso se presentaba ante sus ojos un espacio oscuro. Juan Alfonso fue el primero en acercarse a tocar lo que pensaba que sería algún tipo especial de cerámica pero se quedó estupefacto cuando se percató de que aquello tenía la textura del cuero viejo.
-Mira Eduardo, es cuero, un cuero al parecer muy envejecido, ¿piensas que puede ser...?
Sería realmente alucinante, buscándolo por todas partes y... habría que despegar más el azulejo para comprobarlo
-Déjame ver-dijo Eduardo mientras sacaba unas gafas de su cazadora de cuero-no, mira, no creo que haga falta, lo que sea está recubierto alrededor de... creo que es plomo, y parecen una especie de listones, tal vez si lográsemos sacar uno de ellos no tendríamos que destrozar ningún baldosín más, por otra parte, pienso que lo lograremos porque, sin te has fijado, únicamente se han caído los baldosines más nuevos mientras que los realmente antiguos han permanecido intactos. Busquemos algo con lo que hacer palanca debajo de uno de los listones para no estropear lo que sea eso de cuero.
A Eduardo se le ocurrió subir a la cocina a por una cuchara de madera y, con una navaja que siempre llevaba en uno de los bolsillos traseros del pantalón, se puso a trabajar en el mango para conseguir encajarlo entre la estufa y uno de los lingotes que rodeaban aquel rectángulo de cuero. Probó por todas partes hasta que logró introducir la improvisada palanca debajo del lingote superior, cayendo al suelo estrepitosamente al tiempo que también lo hacían el resto de los lingotes y aquello que habían estado protegiendo. No cabía la menor duda: era el famoso diario perdido durante tantos años, el libro familiar en el que se había ido consignando generación tras generación toda la historia de las estufas, desde su construcción hasta las razones por las cuales tanto las estufas como el diario fueron cuidadosamente ocultados.
Nos iba a costar Dios y ayuda traducirlo; en realidad el diario era un tesoro de la lengua alemana, una serie de manuscritos de las más diversas épocas y de los más dispares materiales habían sido unificados en aquel curioso libro de antaño tapas rojas y que ahora aparecía ante nosotros ennegrecido, no de forma natural, sino como camuflaje por si alguien, y habíamos sido nosotros, descubría el escondite.
Nos olvidamos de la estufa, de los baldosines rotos que aún permanecían en el suelo, e incluso de ir echando más leña, de tal manera que, al estar tan absortos repasando las hojas y maravillándonos por los dibujos técnicos y las enrevesadas letras del alemán antiguo, tardamos un tiempo en darnos cuenta de que estábamos congelados. Eran cerca de las cinco de la mañana y afuera estaba helando.
¿A quién podríamos recurrir? No sabíamos qué pensar, ni qué hacer; no veíamos el momento en que llegase la mañana. Aunque intentamos por todos los medios conciliar el sueño no lo conseguimos ninguno de los dos, oía a Eduardo dar vueltas y más vueltas en su cama de la habitación contigua. Tal vez lo mejor sería llamar a los gemelos, yo tenía algunas nociones de alemán pero eran del idioma moderno, no sabía ni papa de alemán antiguo. Estuve sentado en la cama un buen rato intentando descifrar algo de las últimas páginas escritas, las que databan de los años 40 del siglo XX y sin un buen diccionario que me auxiliase bien poco pude sacar en claro, a pesar de lo cual pude entender que quien había escrito aquellas páginas con aquella hermosa letra había sido una mujer, tal vez la abuela de los gemelos, la que se casó con el profesor de arte, y que tenía tal aprensión a la historia de las estufas que se negaba a consignar de qué naturaleza era el secreto que guardaban ambos muebles y pedía a sus descendientes o a quien encontrase el diario que se abstuviese de leerlo, pues temía que quien sintiese curiosidad por la historia de aquellos muebles malditos pudiera provocar que el horror se reencarnase de nuevo. Poco más pudo entender Juan Alfonso, alguna palabra suelta de advertencia, de desasosiego, de auténtico terror; pero la razón de todas aquellas prevenciones permanecía desconocida. Sería necesario traducir todo aquel galimatías de tantos siglos atrás y al verdad es que no tenía los medios adecuados.
Dejó el diario encima de la mesilla y se arrebujó en la cama, podía oir a Eduardo dar vueltas y más vueltas en su lecho intentando conciliar el sueño; Juan Alfonso apagó la luz y se puso a pensar en si conocía a alguien de confianza que pudiera ayudarle, dada la antigüedad y la rareza del manuscrito temía que, si lo ponía en manos de alguien un poco ambicioso y sin escrúpulos fuese víctima de algún engaño o robo, y pensando pensando se durmió.
Se levantó con la impresión de haber estado durmiendo un buen montón de horas pero en realidad estaba amaneciendo; bajó a la cocina, tenía un hambre canina y se preparó un copioso desayuno a base de huevos fritos con jamón, zumo de naranja y un café con leche con un par de tostadas untadas de mantequilla y mermelada. Tenían que contarle a su padre lo que habían descubierto, tal vez él pudiera encontrar una solución o a lo mejor conocía a alguien de su confianza que pudiera ayudarles. Salió al jardín, el césped estaba húmedo de rocío y ni una nube se vislumbraba en el cielo, decidió dar un paseo, probablemente Eduardo estaría durmiendo todavía. Cuando entró en la casa lo saludó un delicioso aroma a café, su amigo estaba en la cocina. Le contó sus planes respecto al diario y una vez recogidas sus pertenencias regresaron a Coruña.
En su casa estaban empezando a levantarse, incluso los días festivos su padre se levantaba muy temprano, así que lo encontraron en su rincón preferido de la biblioteca; le contaron todo lo que les había ocurrido con las estufas y el descubrimiento del diario; claro que conocía a alguien que les podía ayudar en la traducción del manuscrito: él mismo. Aunque nunca se lo había contado a su hijo, en su juventud se había sentido  tan atraído por el alemán antiguo que hizo un par de cursos de paleografía para poder leer algunas de las joyas de la literatura universal en su idioma original; aunque hacía mucho tiempo de esto todavía conservaba los libros y apuntes de cuando había estudiado y pudiera ser que lograra traducir aquel diario.
A esto se le llamaba tener suerte, en la vida lo hubiera imaginado: aquel hombre menudo y siempre liado con sus trabajos de marquetería, electricidad, siempre con el destornillador y la sierra de calar en la mano, experto, o al menos estudioso, del alemán antiguo por pura afición; no se lo pensaron dos veces, tardase lo que tardase, le dejaron el manuscrito e inmediatamente el buen hombre comenzó a rebuscar en los cajones sus viejos apuntes y libros de paleografía. Juan Alfonso y Eduardo salieron de la habitación cerrando con cuidado la puerta; ahora había que avisar a Hans y Otto.
Estaba deseando que su padre se metiese en faena con el diario, como se lo tomase de la misma manera que el resto de sus aficiones imaginaba que no saldría de la habitación en días y ¡pobre del que lo molestase!






[1] Lugar donde se enciende el fuego en las cocinas rústicas

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