miércoles, 15 de abril de 2020

Extravagancia Mortal, tercera parte

A Juan Alfonso le daba lo mismo, estaba disfrutando con la historia como no lo había hecho con otras que parecían al principio más interesantes que ésta, e intuía que, a pesar del largo prólogo, este relato iba a ser más atractivo que cualquiera de las escuchadas hasta ahora.
“...bien, el caso es que el castillo era el sueño anhelado de todo medievalista respecto a arquitectura, bibliofilia, cerámica, tejidos y todo tipo de útiles relativos a la vida cotidiana. La baronesa había decidido comenzar las investigaciones por su propia casa. Aunque de niña le habían contado muchas anécdotas y leyendas respecto a algunas de las pertenencias más antiguas, no las había tenido en consideración en aquel preciso instante, salir del ámbito familiar le sirvió para comenzar a apreciar todas aquellas cosas que conformaban su hogar. Hacía un mes, a lo sumo, que había comenzado a estudiar los planos de la construcción y a revisar papeles en los que apareciese un inventario de los objetos del castillo. Se había dedicado a esta ardua labor desde el mismo día de su llegada, pronto descubrió una habitación secreta en donde halló un par de estufas de cerámica. La habitación, por supuesto, no aparecía en los planos (por lo menos en los actualizados), pero es que las estufas tampoco estaban consignadas en el inventario y esto le intrigaba bastante. Cuando le envió la carta habían pasado un par de semanas desde su descubrimiento; luego, esperando su llegada, se enfrascó en la pesada y poco gratificante labor de buscar en la biblioteca algún escrito o documento que diese cuenta de alguna información con respecto a ellas, pero por el momento sus esfuerzos no se habían visto recompensados.
La ubicación del castillo era una auténtica maravilla: estuvo rebuscando entre legajos antiguos, incluso entre las hojas de los libros, papeles escondidos u olvidados, y, al final, en un lugar tan recóndito como las propias estufas (un pequeño hueco en el enlosado de la biblioteca, que descubrió un día al pisar, sin darse cuenta, una pequeña protuberancia que existía en una de las piedras de una esquina de la habitación) encontró una caja de plomo lacrada. Rápidamente fue en busca de la baronesa, quien dijo no saber nada del asunto, la abrieron y en ella descubrieron un libro encuadernado en cuero rojo y con cierres metálicos; la caja, aunque evidentemente muy antigua, había sido acondicionada recientemente para conservar en óptimas condiciones su contenido. Era un libro curioso, parecía un diario, la textura del papel no era uniforme: había páginas muy antiguas y otras mucho más modernas, los tipos de letra y la caligrafía pertenecían a épocas distintas, a diferentes siglos. Siendo él un fanático del Medioevo estaba familiarizado con algunos de los caracteres que veía, pero el alemán antiguo, aunque lo había estudiado, no era su fuerte. Sólo lo más moderno pudo ser traducido entre los dos, para el resto tuvieron que consultar a especialistas, y al mejor de ellos lo conocía el sabio coruñés. Después de visitar a este colega y prometerle que le volverían a dar la oportunidad de consultar el manuscrito, regresaron al castillo.
El libro contaba la historia de las estufas; aunque los Taühausser habían sido desde siempre gente culta también habían sido producto de su época: unos se habían comportado bastante brutalmente con sus vecinos mientras otros habían mantenido excelentes relaciones con los mismos; no se le podía pedir a un caballero teutón del siglo XIII que fuera poeta y no guerrease. Las estufas habían sido confeccionadas en el mismo castillo por un grupo de artesanos que habían vivido en él mientras hacían aquella obra que les había mandado fabricar el fundador de la familia: Otto Sturm. Taühausser fue el nombre que le dio a la fortaleza cuando consiguió por conquista las tierras que la rodeaban; y fue el nombre por el que fue conocida la familia que habitó en el edificio desde entonces, pasando con el tiempo a convertirse en el título de sus descendientes. En las cuatro primeras páginas del diario se encontraban los detalles de la construcción así como unos bocetos de las estufas; en las diez siguientes Otto relataba cómo habían servido para los experimentos crueles de su hijo, para sus increíbles y escalofriantes torturas. Fue su triste destino durante un par de generaciones.
A continuación, unos cuantos testamentos del siglo XVI prohibían a los descendientes del testamentario el uso de tal mobiliario; el libro también contenía los planos de la habitación secreta, también de mediados de este mismo siglo, habitáculo que fue mandado hacer por Hans von Taühausser, el barón que en loas últimas décadas del XVI fue un mecenas de las artes y las letras. Poco más se contaba en el diario, sólo una larga serie de testamentos en los que al final se pedía a los herederos que dejasen las estufas en su escondite, encerradas, como sin la maldad fuese consustancial a ellas.
Aquel libro era una auténtica rareza. Uno de sus últimos documentos databa de finales del XIC: el padre de la actual baronesa había heredado el castillo siendo muy joven, cuando encontró las estufas se hallaban en un estado deplorable: algunos de los mosaicos se habían roto y los que permanecían en su sitio estaban bastante sucios. Se dedicó a restaurarlas pero no las sacó a la luz. Fue también el que reunió todos los documentos sueltos de los siglos anteriores, encuadernándolos él mismo a continuación.
Tal era la historia de las estufas; ambos se dedicaron durante un tiempo a clasificar y consignar en un estudio exhaustivo todas las posesiones del castillo, incluyendo las estufas, incluso haciendo dibujos de todas ellas. Tanto se compenetraron que el hombre no volvió a su tierra, casándose al poco tiempo con aquella admirable mujer.”
-¿Qué tiene que ver todo esto conmigo? Muy sencillo, sus nietos gemelos son los propietarios actuales de la fortaleza. Un amigo de mis padres, un hombre muy rico, que ha oído hablar de las estufas, quiere que haga las gestiones adecuadas para que pasen a ser de su propiedad; en principio parece que no existen problemas al respecto, pues los gemelos son unas personas poco preocupadas por los cachivaches viejos, como llaman a todo aquello que no se haya fabricado en los últimos diez años. Me mandaron estas fotos, yo no soy un experto en el arte alemán de esa época y pueden ser reproducciones de una excelente factura. Quisiera que usted me ayudase a verificar su autenticidad.
El relato había dejado a Juan Alfonso tan ensimismado que casi no se dio cuenta de que su huésped había acabado de hablar; desde luego había sido una historia fascinante que había despertado su curiosidad y sus ganas de tener delante aquellas supuestas maravillas. Haría el viaje que se le pedía.
-¿Y ese hombre que está interesado en las estufas desea ambos muebles?-preguntó esperanzado, esperando poder él mismo adquirir una de ellas, dado que tanto la historia como la belleza de los mosaicos habían calado hondo en su espíritu.
-Él tan solo me ha pedido que me entere del precio, pero puedo consultarle al respecto.
Poco más se dijeron, Eduardo intentaría conectar con el futuro comprador y Juan Alfonso procuraría conseguir que uno de sus familiares quedase a cargo de la tienda mientras él estaba de viaje. No había protesta que valiera, Eduardo viajaría con él a Alemania y como las vacaciones de Semana Santa estaban a la vuelta de la esquina no tenía excusa para negarse.

4. Taühausser
Dos días antes de la partida para Alemania Eduardo le notificó que el amigo de sus padres quedaba suficientemente satisfecho con una de las estufas; como había sido el primero en interesarse por ellas se reservaba el derecho de elegir la que más le apeteciera, la otra podía muy bien quedársela Juan Alfonso. El trato le pareció inmejorable. ¡Un viaje a Centroeuropa! Le encantaba aquella parte del continente, y encima cerca de Baden-Baden, seguro que todavía estaría nevado.
El viaje transcurrió tan bien como había esperado, durante el vuelo los dos amigos, pues desde que intercambiaron confidencias aquella tarde como tal se habían considerado, permanecieron callados, cada uno pensando en sus cosas: el profesor reflexionando acerca del dinero que le reportaría, como intermediario, el negocio de las estufas y la gran oportunidad de estudiar de cerca aquellos increíbles objetos; el anticuario, pensaba en todo el moblaje que contendría la vivienda y lo bien que quedaría aquel objeto de cerámica en el sótano de la casa de campo familiar o tal vez en la planta baja, en la biblioteca, rodeado de libros y con el ventanal enfrente, cómodamente sentado rodeado de suave calor: podría leer y meditar mientras la lluvia caía torrencialmente en el exterior. ¡Que diferente debió ser el viaje del viejo experto, cruzando medio continente en diligencia, durmiendo en posadas no siempre limpias, a merced de los temporales de lluvia y nieve!
Al llegar a Baden-Baden alquilaron un coche; se sintieron anacrónicos mientras recorrían el camino que les llevaba hacia el castillo, semejaba que el paisaje no había cambiado en absoluto desde los tiempos del viejo profesor, incluso la aldea cercana al castillo semejaba conservar intactas las antiguas casas alemanas de hacía cuatro siglos. El olor de la leña y del carbón flotaba en el ambiente y de vez en cuando veían pasar un pequeño coche, que les recordaba el siglo en que estaban, aunque también pudieron observar algún que otro carromato tirado por caballos.
Recordó su sueño cuando cogieron el camino que les conducía a su destino, no se habían preocupado de asfaltar aquella vereda que discurría sinuosa entre árboles y matorrales; debieron aminorar la velocidad ya que se encontraba en pésimas condiciones a causa de la nevada de la noche anterior, no demasiado copiosa por la proximidad de la primavera, pero suficiente como para provocar un accidente si no se tenían las necesarias precauciones; lo que vieron cuando salieron del bosque les llenó de asombro: las cuatro torres de tejado de pizarra se hallaban cubiertas de blanca nieve, y detrás de ellas las montañas, mitad grises y mitad blancas, envueltas en una ligera bruma, daban un aire de misterio a toda la construcción. Lo que no vio en sueños, y ahora que estaba a las puertas del castillo pudo observar a placer, fue el doble foso que rodeaba la fortaleza, en tiempos debía de estar lleno de agua pero ahora tan sólo se podían ver allí rastros de la nevada. El castillo se había conservado en toda su magnificencia medieval, el único cambio exterior, posiblemente debido a los gemelos, fue la instalación de un portero automático, muy bien disimulado por cierto, al lado de la pesada puerta de madera tachonada de clavos, una admirable obra del XVIII sustituta del puente levadizo original, que había quedado fijado finalmente en el suelo y había sido restaurado infinidad de veces. El portalón tenía practicado en él una puerta más pequeña, las dimensiones eran las adecuadas para el acceso de las personas a pie, si venían en cualquier tipo de vehículo debía de abrirse la totalidad de la entrada con un sistema de poleas que manejaba una única persona; así al menos había sido hasta hacía poco porque los gemelos, hijos de su tiempo, pagaron al electricista para que se abriese como cualquier otra puerta por medio del antiestético, aunque práctico, portero automático. Menos mal que tuvieron el buen gusto de encerrar este artilugio en una caja de madera que poseía una puertecilla y que estaba impermeabilizada para preservarla de las inclemencias del tiempo.
Los gemelos estaban esperándole, ni Eduardo ni Juan Alfonso habían visto personas como ellos, eran idénticos salvo en dos detalles: Hans tenía el pelo rubio y los ojos negros; Otto tenía el pelo negro y los ojos azules. Por lo demás, las facciones eran las mismas, vestían de forma parecida, se asemejaban en los ademanes y hablaban con el mismo timbre, suave, y pausadamente. No quisieron hablar por el momento de las estufas, como imaginaban que serían durante unos días sus invitados les rogaron que tomasen posesión de las habitaciones que les habían preparado, ya tendrían tiempo de encargarse del negocio, la comida no tardaría en estar preparada y seguro que les gustaría asearse un poco antes de ella.
Una enjuta y anacrónica ama de llaves, con el pelo estirado hasta unos límites que Juan Alfonso creyó que le produciría dolor de cabeza, recogido en un moño, vistiendo un traje típico de la región, les condujo por una sinuosa escalera hasta el primer piso. Tanto la escalera como el pasillo estaban cubiertos por una tupida alfombra de color azul turquesa, por las paredes se veían colgados multitud de cuadros, unos de paisajes, otros, al parecer, de antepasados de los gemelos; sus habitaciones daban a la parte frontal del castillo, pudiendo ver desde sus historiados ventanales renacentistas el camino de acceso a la edificación. Los aposentos estaban decorados con mobiliario antiguo y bastante buen gusto; a pesar de sus afanes de renovación los gemelos no habían tocado aquellos aposentos, a no ser para construir en lo que antiguamente había sido el vestidor un moderno y confortable cuarto de baño. Juan Alfonso tenía unas ganas locas de observar detenidamente el mobiliario y de fisgar en el pequeño mueble librería que poseía la habitación que le habían asignado, pero se contuvo ya que sus anfitriones lo estaban esperando. Puso su maleta encima de la cama, sacó ropa limpia, se duchó y se afeitó, se vistió y bajó al comedor. Eduardo tardó aún unos minutos en reunirse con ellos.
La comida transcurrió apaciblemente y mientras duró no se habló en ningún momento de las estufas sino de cosas intrascendentes acerca de su viaje y de sus respectivas ocupaciones. Hans y Otto no querían realmente desprenderse de todo, algunos de los muebles iban a cederlos a museos, otros quedarían en el castillo, sólo deseaban deshacerse de las estufas, y eso por una promesa hecha a su padre en el lecho de muerte, pues si hubiera dependido de su voluntad no se les hubiese ocurrido por nada del mundo, además, si no lo hacían, en el término de un año, perderían el derecho a heredar el resto del castillo y todo lo que contenía; no entendieron nunca muy bien por qué su padre se había mostrado tan intransigente, pero respetaban su último deseo; todo esto contaron a sus invitados mientras tomaban el café y una copa de licor en la biblioteca después del almuerzo, la misma biblioteca que Eduardo y Juan Alfonso conocían por los dibujos, la misma biblioteca soñada por el anticuario (con el mismo ventanal), la misma biblioteca en que se había escondido el diario en donde se relataba la historia de las estufas.
A propósito de ello, Juan Alfonso, viendo la cordialidad de los gemelos, se decidió a hablar:
-Sabemos que existe un diario en que se cuenta la historia de los muebles que nos interesan.
-¿Un diario? Realmente parece que saben más acerca de las estufas que nosotros, en el inventario de la casa que nos dio el notario no consta la existencia de un documento de ese tipo-respondió Otto sorprendido.
Comprendieron al punto lo poco que conocían de sus bisabuelos. Con respecto a su venta no había ningún problema, tenían que deshacerse de ellas, la cuestión del precio tampoco era demasiado importante puesto que el dinero no era un problema que les quitase el sueño, pero su curiosidad se vio acrecentada cuando Eduardo terminó de narrarles todo lo que sabía respecto a ellas. Desde ese momento pusieron manos a la obra para lograr dar con el diario.
El día de la partida se acercaba, Eduardo debía reanudar sus clases y Juan Alfonso no podía dejar el negocio por más tiempo en manos de su hermano Javier: el diario no había sido hallado, los gemelos prometieron seguir investigando. Ya la noche anterior a la partida de los dos amigos habían cerrado el trato y contratado a una empresa para que se hiciese cargo del traslado, también Eduardo había informado al comprador del éxito de las gestiones y habían entregado a los gemelos la mitad del precio de aquellas dos joyas, quedando en que en pocos días les sería ingresado el resto de la suma, asimismo los gemelos se habían comprometido a buscar el dichoso diario y a escribirles en cuanto dieran con él.
Su estancia en el castillo tocaba a su fin, ambos amigos se habían levantado temprano, un poco antes de amanecer; Juan Alfonso, que durante toda la estancia había dormido con la tranquilidad de un niño, esta última noche no había logrado descansar sino a ratos perdidos, pues sueños muy parecidos a los que había tenido en Coruña[1] le habían sobresaltado durante toda la noche, ya por fin, no pudiendo aguantar más, se había aseado y arreglado la maleta. Todos estos días había estado curioseando los libros de la pequeña biblioteca que poseía su cuarto; algunos eran bastante antiguos, otros no tanto, y la gran mayoría eran libros modernos; ninguno de ellos escondía ningún secreto como anheló al principio al ojear sus páginas llevado por su insaciable curiosidad, ni un papel perdido, ni una rosa seca entre sus hojas. Excepto uno en que se contaba la historia del castillo y que incluía un árbol genealógico, y otro sobre la flora y fauna de la región, los demás eran casi exclusivamente libros de viajes y de aventuras, que Juan Alfonso devoró en los pocos días de su estancia. Había rebuscado por toda la habitación: debajo de la cama, en las tablas del dosel, el arcón que había a los pies de la cama; había tanteado las paredes, el suelo, los marcos de las ventanas, los de los pequeños cuadros que había colgados cerca de la puerta, detrás de los mismos. Nada, no había encontrado nada, ni un escondrijo secreto, ni un trozo de papel. Entre los cuatro hombres habían registrado todas las habitaciones del castillo; tenían la esperanza de que los gemelos hallasen algo en el desván del cual, por mucho que buscaron, no lograron dar con la llave.



[1] Sin artículo, forma de llamar a la ciudad los habitantes de la misma

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